PAULINA GAMUS 17 OCT 2014
Cuando hablamos de
secretismo o institucionalización de la mentira, el primer lugar es para el
Gobierno de Venezuela
Hay tres maneras de entender la
obligación de los gobernantes de comunicarse con sus gobernados: las dictaduras
ocultan, callan, envuelven todo en un manto de misterio lo que da pie a toda
suerte de conjeturas y especulaciones. En las democracias más consolidadas,
especialmente las anglosajonas, los funcionarios públicos cuentan o dicen hasta
lo que parecería superfluo en cualquier otra latitud: deslices amorosos, la
extirpación de una verruga, alguna adicción aunque ya haya sido controlada o el
hurto de un lápiz cuando estudiaban en la escuela primaria. En las democracias
más jóvenes, por lo general las de origen ibérico o latinas incluida Italia, la
transparencia es relativa. La gente se entera —casi siempre a medias— de lo que
hacen y deshacen sus gobernantes y demás gerentes públicos. Y casi siempre
porque alguien de su entorno tomó venganza o algún periodista acucioso les
descubrió conductas poco edificantes.
El secretismo que practican las
autocracias está cargado de cierto sadismo. Recordemos la cantidad de veces que
se ha anunciado el deceso de Fidel Castro quien luego de un tiempo —y para
desmentirlo— reaparece sonriente aunque cada vez más desvencijado. Sin duda es
el mismo Castro quien pone a correr esos rumores para burlarse de quienes todos
los días, desde hace 55 años, le desean la muerte. Cuando escribimos esta nota,
hace ya más de un mes (desde el 4 de septiembre) que el sanguinario dictador de
Corea del Norte Kim Jong Un, ha desaparecido de la escena pública. Las
especulaciones sobre su ausencia van desde el golpe de estado hasta la
enfermedad por su sobrepeso. Puede que nos haga una broma parecida a las de su
par cubano y lo veamos reaparecer, desde su obesidad alimentada con vinos y
quesos franceses, burlándose de las especulaciones sobre su ausencia.
Cuando hablamos de secretismo, falta
de transparencia o institucionalización de la mentira, el primer lugar debería
otorgarse al gobierno de Venezuela. No actúa como una dictadura al estilo
estaliniano o norcoreano porque necesita simular que es democrático, por
consiguiente tiene el deber de informar al colectivo. El problema está en lo
que informa y cómo lo hace. El ejemplo paradigmático fue la enfermedad y muerte
de Hugo Chávez. El teniente coronel lució sincero y logró conmover hasta a sus
detractores, cuando el 30 de junio de 2012 anunció en cadena nacional de radio
y TV que padecía cáncer. Pero de allí en adelante comenzó una película de
misterio y suspenso alimentada por las falacias del mismo Chávez y de su
entorno.
Es difícil entender cuál es el
objetivo de ocultar, mentir y tergiversar sobre la salud de un gobernante,
sobre todo cuando se sabe desahuciado. Mientras brujos, videntes, astrólogos y
médicos de dudosa experticia nos decían que ya Chávez había muerto o estaba en
las últimas, Nicolás Maduro le contaba al país la patraña de sus cinco horas de
reunión con el enfermo en las que éste le dio instrucciones. Otra aún más
gruesa, fue la fotografía trucada de un Chávez rozagante y sonriente entre sus
dos hijas mayores. Lo cierto es que jamás sabremos cuándo murió Chávez, ni
siquiera si sus restos reposan en el llamado Cuartel de la Montaña. Y para más
confusión, según la consigna de sus seguidores ¡Chávez vive!
El solapamiento de la verdad ha
ocurrido también con los asesinatos de figuras destacadas del bando chavista.
El primero fue el de un joven fiscal llamado Danilo Anderson. Una bomba
colocada en su automóvil el 18 de noviembre de 2004, lo hizo volar por los
aires. Era un extorsionista que gracias a esa actividad había pasado de ser un
modesto empleado a un metrosexual que se jactaba de usar ropas de diseñadores y
a tener una camioneta de lujo. Sin embargo tuvo exequias con honores de héroe
nacional y las lágrimas de utilería de su jefe inmediato y de otros miembros de
la cúpula chavista, estuvieron a punto de inundar el palacio federal donde lo
velaron. El rumor transformado en convicción generalizada fue que el autor
intelectual del crimen era alguien del alto Gobierno. Pero hoy continúan en la
cárcel, después de 10 años, los hermanos Otoniel y Rolando Guevara juzgados por
ese crimen a pesar de que el llamado testigo estrella confesó que su testimonio
carecía de toda veracidad.
El 28 de abril de este año apareció el
cadáver de Eliécer Otaiza presidente de la Cámara Municipal de Caracas,
desnudo, amarrado, con cuatro disparos y con signos de tortura. De inmediato y sin
esperar las investigaciones policiales, el presidente Nicolás Maduro acusó a la
oposición y a la derecha mayamera del asesinato. Cuando la policía detuvo a los
delincuentes que se supone cometieron el crimen, Maduro no dio su brazo a
torcer: era en Miami donde se había planificado el crimen y los ejecutores eran
simples mandaderos.
El tercero de estos asesinatos fue el
del joven diputado Robert Serra y de su asistente María Herrera, el 1º de
octubre en la vivienda del parlamentario en Caracas; la descripción del estado
de los cadáveres da muestras de un ensañamiento que no es usual cuando el móvil
es el robo. Ambos estaban amarrados con cinta adhesiva o tirro, Serra recibió 36
puñaladas aparte de golpes que le desfiguraron el rostro y su asistente siete
puñaladas. Esta vez Maduro no esperó que transcurriera una hora para acusar a
los paramilitares colombianos comandados por el ex presidente Álvaro Uribe y,
por supuesto, a la derecha mayamera. Robert Serra practicaba el culto
coloquialmente denominado Santería, mantenía vínculos estrechos con grupos
armados y violentos llamados Colectivos, tenía cuatro guardaespaldas,
privilegio del que carece la mayoría de los parlamentarios tanto oficialistas
como de oposición.
Luego de su asesinato, la policía
judicial dio muerte a dos líderes de Colectivos con los que Serra tenía
vínculos. El ministro del Interior y Justicia los acusó de malvivientes
mientras por la red circulaban sus fotografías con el difunto Robert Serra, con
Hugo Chávez, con Cilia Flores la esposa del presidente Maduro y con otros
capitostes del régimen. Después de esta orgía de sangre y muerte, los culpables
del asesinato del diputado Serra terminan siendo dos de sus escoltas y el móvil
habría sido el robo. Por supuesto que para Maduro estos presuntos asesinos son
apenas los ejecutores del mandato de Uribe, sus paramilitares y la derecha
mayamera.
La conclusión es que jamás sabremos
quiénes y por qué asesinaron a Danilo Anderson, a Eliécer Otaiza y a Robert
Serra. Tampoco sabremos por qué la policía asesinó a José Odremán, líder del
movimiento “5 de marzo” que agrupa a 100 colectivos, y a Carmelo Chávez, líder
del Colectivo “Escudo de la Patria”. Nunca, aunque un día alguien del más
enterado círculo del poder decida decirnos la verdad, se la creeremos. Ese es
precisamente el objetivo de estos regímenes delictivos que funcionan como
mafias: la mentira, el secretismo, la confusión, el ocultamiento, la tapadera.
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