Por José Domingo Blanco, 27/02/2015
Kluiverth no se graduará de bachiller. No lo dejaron. Le arrebataron
ese y otros sueños de un balazo. Su derecho a vivir quedó tendido en el
pavimento, en medio de un charco de sangre y el desespero de quienes intentaron
auxiliarlo. A Kluiverth le truncaron las muchachadas, las travesuras, las
risas. No le dieron la oportunidad de crecer. Jamás podrá recorrer los pasillos
de una universidad, ni unirse de verdad a la protesta de una causa que
considerara justa. No asistirá más nunca a sus reuniones de boyscouts, ni
jugará beisbol o fútbol o videojuegos o la que pudiera haber sido la
distracción de su preferencia. Kluiverth salió del anonimato para llenarnos a
todos de dolor y lágrimas. ¡Y esa no tuvo que ser la historia con la que
debimos conocerlo! Ese no debió ser su final, ni ser esa su última foto
escolar: luciendo la camisa azul del liceo manchada de sangre y su morral,
todavía en la espalda, repleto de tareas inconclusas.
Pienso en el dolor de sus padres y no logro atinar palabras de
consuelo. No pueden existir, no ante la pérdida de un hijo. Porque debe ser
desproporcionado e incuantificable el dolor que produce el asesinato de un
hijo… Tantos abrazos, regaños y besos que quedaron sin dar. No, no creo que
haya manera de consolar a unos padres que le matan a su muchacho. Porque a
Kluiverth lo asesinaron y era un niño. Un niño, de franela azul, forzado a
abandonar el aula para siempre…
Igual le ocurrirá a Gerardo: el tricampeón de Kenpo, apenas dos años
mayor que Kluiverth. Sus dieciséis años, su disciplina deportiva, sus clases y
sus sueños quedaron cercenados. Lo mataron por no tener celular –se lo habían
robado unos días antes de su muerte- y por atreverse a pedirle a los
delincuentes que le devolvieran la cédula. Un gesto “de valentía” que le costó
la vida. Gerardo no tendrá oportunidad de enorgullecer a Venezuela, a sus
padres, a su familia, a sus compañeros de liceo, a sus amigos ni a él mismo,
porque le arrebataron la oportunidad de lucirse en un campeonato internacional
de Kenpo. Gerardo no seguirá acumulando trofeos y medallas. No se graduará de
bachiller, ni viajará por el mundo demostrando sus destrezas. No, a Gerardo
tampoco lo dejaron vivir. Al tricampeón de Kenpo hubiéramos querido conocerlo
por sus premios y victorias, no por su triste final decidido por unos malditos
malandros que actuaron con la impunidad de quienes saben que, contra ellos,
jamás imperará la ley. ¿Cuántos más correrán la suerte de Gerardo o de
Kluiverth o de los cinco estudiantes que aparecieron ajusticiados
recientemente? ¡Nos están matando a nuestros muchachos! ¡Nos están matando a
nuestros estudiantes! ¿Cómo no solidarizarse con esos padres que se quedan huérfanos
de hijos? ¿Cómo no sentir rabia, dolor e impotencia ante noticias como estas?
Están matando a nuestros muchachos y, un país sin jóvenes, un país sin
estudiantes ¡es un país que no puede palpitar porque no tiene sangre en las
venas!
Ante la escalada de violencia, ante el incremento desbordado de las
cifras de criminalidad y asesinatos en Venezuela; pero, sobre todo, ante la
incapacidad del gobierno para ponerle fin, pienso –cada vez con más frecuencia-
que esa es su estrategia. Que no le ponen freno al hampa, ni a los Colectivos,
ni a los Tupamaros ni a la Resolución 8610 porque saben que es el camino más
expedito para sembrar el terror y el miedo, y así nadie se atreverá a protestar
ni a llevarles la contraria ¿Cuál es la única opción que les queda a los
incompetentes para seguir aferrados como parásitos al poder? La violencia, el
odio y el irrespeto a la vida, por ahora, a esta gente le ha dado resultados.
Nuestros muchachos, con el arrojo y la invulnerabilidad que da la
juventud, han provocado al régimen y sin duda, eso los ha convertido en un
estorbo. Quizá el objetivo sea acabar con nuestros estudiantes – ergo, con el
futuro- porque sólo embruteciendo al país, el gobierno tendrá la garantía de
que estará rodeado de mediocres como ellos. Son demasiados los muchachos que
aún hoy permanecen privados de libertad, o con régimen de presentación o, peor
aún, que murieron víctimas de la represión excesiva ordenada por un Estado que
teme reconocer su fracaso. Razón tiene el historiador Germán Carrera Damas cuando
afirma que los jóvenes dan la vida por la democracia, sin haberla conocido.
Entonces, vistos estos hechos, no quedan dudas de que la muerte es la
política del Estado. No podemos llegar a una conclusión distinta o más sana
cuando las cifras no mienten: 126 niños y adolescentes murieron en manos de
cuerpos de seguridad en 2014, según el estudio realizado por Cecodap. Cuando el
odio se siembra desde las aulas y las alturas del gobierno, no se pueden
esperar resultados distintos, sino un escenario patético sembrado de muertes.
Cuesta comprender el desprecio por la vida que tiene esta gente. Con ellos en
el poder, nos encaminamos a un exterminio como sociedad porque la muerte y la
sangre son sus banderas y sus consignas. Este régimen no cree en los principios
democráticos, mucho menos en el respeto a la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico