ÁLEX GRIJELMO 3 MAY 2015
Qué difícil es condenar algo sin
condenarlo. Por ejemplo, los dirigentes de Herri Batasuna (HB) desaprobaron
algunos atentados de ETA, y usaban ese verbo para huir del que tanto se les
reclamaba y que no acabó nunca de subir a sus labios.
Diccionario en mano, “condenar”,
“desaprobar” y “reprobar” son sinónimos. “Condenar” expresa “reprobar una
doctrina, unos hechos (...)”. Y “desaprobar” significa “reprobar, no asentir a
algo”. Así pues, tanto “condenar” como “desaprobar” equivalen a “reprobar”, que
se define a su vez como “no aprobar, dar por malo”.
Sin embargo, el uso que venimos
otorgando a “condenar” hace que lo percibamos como un juicio más severo.
Algunos lingüistas consideran que no hay
sinónimos absolutos en español. La carcasa propia de cada palabra y su dispar
etimología ya nos las hacen diferentes entre sí. Y quizás “condenar” suena más
duro que “desaprobar” porque viene desde el latín condemno con una idea inserta
en ella: cum damno. Y ese daño que evoca “condenar” no lo sugiere en ningún
caso el verbo “des-aprobar”, de menor historia.
“Desaprobar” deja caer parte de su
fuerza en el prefijo des-, especializado en denotar la negación o inversión del
verbo que le sucede (función que también puede ejercer re-, como ocurre
precisamente en “reprobar”). Así, igual que se desconvoca lo convocado o se
desetiqueta lo etiquetado, se desaprueba lo aprobado. Con esas analogías,
“desaprobar” sugiere una decisión más de marcha atrás que de paso adelante,
merced a la connotación que se infiere de estos usos paralelos. Por tanto,
“desaprobar” y “condenar” pueden no entenderse como sinónimos absolutos, pese a
lo que viene a indicar el Diccionario.
En el caso similar de los verbos que
retratan una emoción negativa sobre algún hecho, encontramos aún más
posibilidades diferenciadoras. De mayor a menor fuerza, se pueden emplear “me
desgarra”, “me rebela”, “me horroriza”, “me indigna”, “me repugna”, “me asquea”,
“me enfurece”, “abomino de”, “lo aborrezco”, “me fastidia”, “me apena”, “me
desazona”, “me desagrada”, “me disgusta”, “no me agrada”, “no me gusta”, “no me
parece bien”.
De todas esas opciones y algunas más
disponía Pablo Iglesias el 25 de abril cuando le preguntaron en La Sexta (min.
1.54.50 del vídeo) por el encarcelamiento de alcaldes y opositores en
Venezuela, acusados de conspiración contra el Gobierno. (Un delito, por cierto,
que si se regulara igual en España acarrearía la detención incluso de algunos
políticos del PP). Y el dirigente de Podemos respondió: “A mí no me gusta que
se detengan alcaldes”. Esa misma respuesta la había expresado ya en Cuatro (13
de marzo. min. 05.30): “De manera clara y sin ningún tipo de ambigüedad: no me
gusta que se detengan alcaldes”. Y en Tele 5 (23 de febrero, min. 32.15): “Soy
muy claro en esto, y sin ningún género de duda: a mí no me gusta”... Un
contertulio de Cuatro le reprochó su blandura, pero Iglesias sólo añadiría otro
verbo distinto: “No nos parece bien que se detenga a un alcalde”. En todos los
casos empleó la técnica de la litotes o atenuación, tan estudiada entre los
eufemismos: “no me gusta” en lugar de “me disgusta”; “no me parece bien” en
lugar de “me parece mal”.
Cada vez que decimos algo, dejamos de
decir otra cosa. Y Pablo Iglesias dijo “no me gusta” pero dejó de decir que
esas detenciones le indignan, o le horrorizan, o le espantan. Y que por ello
las condena y reclama que se revoquen.
Nos rodean muchas cosas que no nos
gustan. A unos no les gustan los macarrones; a otros no les gusta el amarillo.
En ese ámbito se mueve la expresión elegida por el dirigente de Podemos. Y así
como quienes sienten aversión al amarillo o evitan los carbohidratos no
condenan ni ese color ni la pasta italiana como peligros para la democracia,
Pablo Iglesias tampoco halló motivo para condenar, ni desaprobar siquiera, la
detención de opositores en Venezuela. Cuando dijo “no me gusta” desvió al
terreno de los sentidos lo que se planteaba en el terreno de las convicciones.
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