Ángel Rafael Lombardi 28 de marzo de 2016
Un
político con vocación de tirano es un trastornado mental. En América Latina el
ambiente siempre ha sido propicio para estos desarreglos sociológicos. En 1992,
apareció en los escenarios públicos venezolanos, luego de una pomposa rendición
de inspiración mirandina, un Teniente Coronel que venía a vengarnos a todos. En
nombre de la guerra primero y del “corazón de la Patria” después, los
desclasados de todas las estirpes encontrarían su lugar en el mundo: el rayo
purificante de un alarido salvador. Hoy, luego del trago con cicuta, hemos
descubierto la falsedad de esas buenas intenciones, y sí en cambio, el odio
desparramado como flechas en el viento.
“La
bondad de un segundo Diluvio”, bien pudiera ser el título de ésta más reciente
travesía de 24 penosos años bajo la estela de los rencores y los odios urgidos
de una reparación imposible. La marca del despojo es la huella perenne de los
resignados a un destino como clase social inferior. Este síndrome del
auto-desprecio ya es pendular, manifestación indudable de raquitismo ciudadano.
El mito del pueblo encubre los rasgos de su propia miseria.
José
Tomás Boves (1782-1814) es nuestro arquetipo del resentido perdonavidas en ésta
danza de los agravios que es nuestra existencia social. El “Padre de la
Democracia” (Juan Vicente González, 1810-1866), en un sentido populista
sangriento, fue éste asturiano que hizo del saqueo su programa político aunque
haya sostenido las banderas del Rey. Toda una historia del tamaño de nuestros
rencores (Octavio Paz, 1914-1998) cuya persistencia es tectónica en el tiempo.
El igualitarismo venezolano es una consigna epidérmica, un slogan obligatorio
para los políticos avaros de poder en grande e incansables mentirosos. La
realidad social venezolana siempre ha sido estructuralmente impúdica.
La
fallida era roja terminó sembrando nuevas causales para justificar, una vez más,
otros torbellinos y venganzas, alimentadas por el desengaño de la más feroz
frustración. Individuos tristes y cansados penando en colas de inevitable
promiscuidad a la caza de alimentos y medicamentos invisibles. La amargura nos
corroe y nos vuelve celosos del escaso bienestar ajeno que se hace presente en
la “nueva clase” y sus ostentosos vehículos y camionetas que se pasean por
nuestras destartalada vialidad como trofeos mal habidos. La era chavista como
estafa histórica descomunal.
La
Republica del Rencor es el nuevo epitome de una nacionalidad crepuscular que a
pesar del petróleo y todas sus ventajas no fuimos capaces de aprovechar con un
mínimo de racionalidad.
Oportunidades
perdidas de una grandeza forjada en una Independencia inútil a la vista de los
anémicos logros en el presente. El alimento del venezolano es idéntico al del
malquerido: la rabia por no ser correspondido, el dolor de un despecho árido:
el maltrato permanente vuelto costumbre.
La
mediocridad de nuestras rutinas sociales nos delata. El civismo es sólo una
pantomima del absurdo. No hay cabeza política que haga del desinterés su
fanatismo, sólo el cálculo por la prebenda como buitres. Nunca antes unos muy
pocos se habían robado tanto de lo que correspondía al futuro de muchos. Venezuela
luce inerme con su juventud deprimida y reprimida, y no son metáforas.
Puesto
que todo nos hiere hemos postergado la esperanza y encumbrado al escepticismo.
La cultura del fraude nos hace multiplicar los proyectos que terminan en la más
ramplona provisionalidad. Asistimos como comparsas y víctimas de un ritual del
desencanto porque quienes destruyeron intencionalmente al país hoy adoptan un
autismo político, es decir, el resguardo de sus faltas dentro de un
ensimismamiento belicoso, un fortín de barro desde donde niegan que se
equivocaron. El lastre que todo ello produce es un rencor sin norte, la
sensación de orfandad más absoluta, el sabernos estafados. “Es fácil hacer el
mal: todo el mundo lo consigue; asumirlo explícitamente, reconocer su inexorable
realidad es, en cambio, una insólita hazaña”, (Cioran, 1911-1995). Disfrazados
de Diablos benévolos nuestros políticos dan por sentado la maldad sin
consecuencias. La voracidad de nuestras angustias anticipa un desenlace
desolador. La paz, la melancólica paz, nos abandona.
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