Roberto Mena 16 de abril de 2016
Ser
Misionero de Misericordia es encarnar con renovado amor la imagen del buen
pastor profetizada por Ezequiel: “Como un pastor vela por su rebaño cuando se
encuentra en medio de sus ovejas dispersas, así velaré yo por mis ovejas. Las
recobraré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y
brumas” (Ez 34,12).
Jesús
es el buen pastor, a quien representa el ministerio pastoral en la Iglesia y en
el mundo, modelo supremo de nuestra conducta.
La
misericordia de Dios Padre se revela en el pastoreo de Cristo Jesús, en
cuyo amor hasta la muerte por nosotros se cumplen las palabras proféticas:
“Buscaré la oveja perdida, retornaré a la descarriada, curaré a la herida,
confortaré a la enferma; y a las gordas y robustas, las custodiaré; las
pastorearé con justicia” (Ez 34,16).
Predicando
la misericordia divina no pretende el Papa una reconciliación de la Iglesia con
la sociedad y la cultura actuales a costa de ignorar la cruda realidad del
pecado.
La
predicación de la misericordia y el perdón se comprende a luz de la
buena noticia del Evangelio.
La
Iglesia anuncia y ofrece el perdón de los pecados que Cristo nos ofrece
cargando Él con nuestras culpas, al tiempo que con suave imperio nos pide como
le pidió al paralítico, después de haberlo curado, no volver a pecar: “Mira,
has recobrado la salud; no peques más, no sea que te suceda algo peor” (Jn
5,14); y a la adúltera después de librarla del castigo cruel de la ley mosaica:
“Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (Jn 8,11).
Este
es anuncio de la buena noticia de la salvación, porque en Cristo nos
han sido perdonados los pecados, es inseparable de la exhortación a la
conversión.
Dios
perdona siempre nuestros pecados, pero quiere que cambiemos. Dios nos da así
motivo para la alegría.
El
profeta Sofonías, en el siglo VII antes de Cristo, concluye su libro de
profecías con un canto de exultación por la restauración de Israel, una
vez que Dios ha perdonado los pecados de su pueblo, que el profeta censura
duramente los pecados del pueblo, amenazando a quienes oprimen a los justos con
el “día del Señor” (So 1,14-18)[4].
Es
nuestra convicción de cristianos que quieren ser fieles a Cristo en tiempos de
intemperie y dificultad para la fe cristiana; pero no tememos nada ni
tampoco nos repliega sobre nosotros mismos el espíritu laicista y secularizador de
nuestros días, que pretende que vivamos al margen no sólo de la revelación de
Dios en Jesucristo, sino de la misma ley moral que el Creador ha dejado impresa
en la conciencia del ser humano.
No
tenemos miedo ni nos sentimos extraños a un mundo que amamos y que es el
nuestro, pero ante el cual damos testimonio de su origen y destino, del amor
que lo sostiene y que se ha revelado en Jesucristo.
Nuestra
misión es anunciar la misericordia de Dios fieles a la exhortación de Cristo:
siendo “misericordiosos como el Padre es misericordioso” (Lc 6,36), la
invitación de Cristo convertida en lema del Año Santo.
Hablar
acerca del amor incluso por nuestros enemigos incluye que practiquemos las
obras de misericordia, siguiendo la exhortación del Papa, y sabiendo
que Dios “hace salir el sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e
injustos” (Mt 5,45).
Solo
así puedo dar un pleno sentido a la súplica de la gracia de la indulgencia
plenaria, de suerte que el Espíritu Santo sea nuestro guía y apoyo.
El
Espíritu Santo es quien conduce los pasos de los creyentes para que cooperen en
la obra de salvación realizada por Cristo; y por su suave acción en nosotros
todos podamos contemplar la misericordia de Dios.
Que
así nos lo consiga la Virgen María, Madre clementísima y dulce Madre de
Misericordia.
[1]
San Agustín, Sermón 46, 29-30: CCL 41, 555-557.
[2] Francisco, Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), n. 5.
[2] Francisco, Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), n. 5.
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