Rafael Luciani 16 de abril de 2016
@rafluciani
El 16
de marzo de 1980, el beato Mons. Oscar Arnulfo Romero se refirió a la situación
de El Salvador con estas palabras: «Hay mucha violencia, hay mucho odio, hay
mucho egoísmo. Cada uno cree tener la verdad y echarle la culpa de los males al
otro. Nos hemos polarizado. Esta palabra ya corre corrientemente como una
realidad que se vive, sin darnos cuenta. Cada uno de nosotros está polarizado,
se ha puesto en un polo de ideas intransigentes, incapaces de reconciliación.
Odiamos a muerte. No es ese el ambiente que Dios quiere. Es un ambiente
necesitado como nunca del gran cariño de Dios, de la gran reconciliación».
En
condiciones sociopolíticas de polarización siempre gana el victimario, el que
está en el poder, pues hace que veamos a los otros como a enemigos valorados
maniqueamente: «yo soy bueno... tú eres malo». Las posiciones siempre son
antagónicas e incompatibles: «tú eres… yo soy…». Y cada quien busca sus propias
razones que justificaban «su verdad», así sea injustificable de cara a los
mismos hechos de la realidad. Moralmente, la polarización produce la pérdida de
religación con el otro, la carencia de asidero ético respecto al valor absoluto
de la vida humana y la desconexión con lo cotidiano. Quien polariza absolutiza
su ideología política a cualquier costo y convierte al ser humano en un número
más, en una cifra o un costo sociopolítico necesario para la sobrevivencia del
régimen.
Es
aquí cuando el poder deja de ser una relación de servicio humanizador y se
convierte en un fetiche, en una realidad sagrada que sustituye a la vida de las
personas y relativiza la dureza de la sobrevivencia cotidiana. Y es que la
polarización va permeando todo nuestro ser, nuestra conciencia, el modo como
nos miramos los unos a los otros, la forma como nos tratamos y las palabras que
usamos para referirnos a los demás. Como lo describió Mons. Romero en el texto
ya citado: «cada uno de nosotros está polarizado, se ha puesto en un polo de
ideas intransigentes, incapaces de reconciliación. Odiamos a muerte».
Cuando
las ideologías se vuelven absolutas pierden su sentido, ponen de lado su
trascendencia y se convierten en meros mecanismos de control social para
garantizar la permanencia en el poder político. Se vuelven vacías porque sus
líderes son incapaces de reaccionar frente a los hechos concretos, perdiendo el
sentido de la cotidianidad y no escuchando más el clamor ético de aquellos a
quienes deben representar.
Monseñor
Romero vivió la polarización tratando de superarla al asumir un camino
distinto, un modo de actuar y unas palabras que buscaran, en todo momento,
humanizar, unir, reconciliar. Sólo así podía frenar la fuerza incontrolable del
odio. Su opción por las víctimas fue absoluta sin dejar por ello de hablarle a
los perpetradores del mal, sin dejar de dirigirse a los victimarios para que
cambiaran y dieran nuevamente prioridad a las necesidades del pueblo. Romero no
fue víctima de la polarización ni del odio. Esto le dio la autoridad moral de
quien hablaba con verdadera libertad a todos.
Muchos
años antes, en 1963, el Papa Juan XXIII pronunciaba palabras similares que nos
llevan a pensar en la necesidad de optar por la despolarización o tener que
padecer sus nefastas consecuencias: «la violencia jamás ha hecho otra cosa que
destruir, no edificar; encender las pasiones, no calmarlas; acumular odio y
escombros, no hacer fraternizar a los contendientes, y ha precipitado a los
hombres y a los partidos a la dura necesidad de reconstruir lentamente, después
de pruebas dolorosas, sobre los destrozos de la discordia».
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico