Jean Maninat 24 de abril de 2016
@jeanmaninat
El
reciente fallecimiento del expresidente Patricio Aylwin, líder histórico de la
Democracia Cristiana (DC) chilena, ha hecho revivir -como era de esperar- el papel determinante que jugó en la derrota plebiscitaria del
general Pinochet y la recuperación democrática de Chile. En las brumas del
golpe de Estado en contra del presidente Salvador Allende, quedó la leyenda
negra acerca de la actitud que habría tenido la DC frente a la asonada militar.
Sin embargo, a pesar de las reyertas internas en una oposición variopinta, el
nombre de Aylwin se impuso como el conductor, vox populi, de una eventual
transición -que se avizoraba extremadamente complicada- de ganar el No, como
fue el caso, en el plebiscito de 1988 sobre la permanencia del general Pinochet
en el poder. No era un salto al vacío, había una referencia, una garantía de
que el empeño democrático contaba con un líder para darle continuidad y
garantizar la reconciliación nacional para hacerlo sustentable. Don Patricio,
ganaría las elecciones presidenciales de diciembre de 1989 para dar inicio a la
transición democrática en Chile.
Tras
el triunfo invalorable que significó la conquista de la Asamblea Nacional (AN)
el 6D, la oposición en Venezuela ha difuminado su vocería en varias partituras
vocales, cada una más atenta a sus agendas particulares -todas muy loables- que
en lograr un mensaje y un liderazgo único con el que el país, mayoritariamente
descontento, se identifique. La riqueza coral atestigua de la diversidad que convive en la Unidad
Democrática, pero delata la incapacidad para ponerse de acuerdo en un programa
y un líder que unifique la inmensa insatisfacción que recorre el país. Repetir
que “esto está muy mal y hay que cambiarlo” es necesario pero no suficiente
para desbancar democráticamente a la burocracia aposentada en Miraflores. Una
vez saldados los trámites de la renuncia, la enmienda o el revocatorio quedará
la pregunta: ¿Y quién asume el liderazgo de lo que sigue? La unidad -en la
diversidad- siempre ha requerido de un líder que la represente, llámese
Mandela, Walesa, Havel o el adusto patricio chileno recién fallecido.
En
nuestro país el único que quiere ser presidente es Nicolás Maduro Moros, cueste
lo que cueste, sobre todo: a costa el bienestar de la población. Quizás por eso
tantos líderes de la oposición repiten el mantra de “yo no ando buscando
cargos”, “lo mío es luchar por país”, como si fuese pecaminoso -en una lucha
que se presume constitucional, democrática y electoral– querer dirigir los
destinos de una eventual transición que se anuncia compleja como ninguna. ¿Es
una aspiración a destiempo?
No, si
nos atenemos a los vaticinios de quienes sostienen que el gobierno tiene los
días contados y que su eventual final podría ser seguido por elecciones
presidenciales anticipadas con un líder a la cabeza de la Unidad Democrática.
En las sociedades abiertas y democráticas, el liderazgo político sólo puede ser
legitimado electoralmente, a pesar de lo que proclama la caja de grillos de la
antipolítica reloaded.
¿Después
del diluvio quién? No es una pregunta baladí. Es la interrogante que muchos se
hacen cuando las penurias cotidianas le dan un respiro. ¿Quién nos saca de este
berenjenal? Mejor responder sin complejos, sin
argucias. Precisamente, por lo terrible de la situación hace falta un
líder democrático y un programa conjunto que sirvan de referencia para el
cambio.
¡Yo
tampoco quiero mando! No es la respuesta adecuada de los líderes de la
oposición para el momento que se vive.
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