Por Pbro. Armando Janssens
Los dos anuncios están
puestos en afiches bien llamativos en el centro de la sala de emergencias
de una clínica caraqueña. Ambos tienen su explicación por medio de un sencillo
y comprensivo dibujo: un celular debidamente colocado en un círculo de tránsito
con su línea diagonal roja de prohibición; la otra, con la conocida figura de
una enfermera con el dedo delante de la cara pidiendo amablemente
silencio a los presentes. Todos lo pueden ver sin mayor esfuerzo.
Durante mi estancia de
ocho horas en esta sala de emergencias de alrededor de 20 cubículos, mientras
acompañaba a un conocido con urgencias considerables, pude observar la
dedicación explícita de los pocos médicos, las enfermeras y las numerosas
asistentes. Con una amabilidad y un servicio notorio atienden la variedad de
situaciones que se tejen a lo largo de la tarde. Ponen el suero en la vena y
encuentran los puntos de dolor para aliviarlos. Con diferentes actitudes
para prestar atención a los enfermos y sus parientes, su amabilidad es constante
y debo admirar la fluidez del trato de la gente. Me reconcilia con el
servicio de estas sencillas clínicas que reciben con frecuencia críticas no tan
positivas.
Sin embargo, con una
evidencia incuestionable, las dos solicitudes de los anuncios de no utilizar
los teléfonos celulares y guardar un silencio propio para un ambiente de
enfermos son claramente obviadas, desconocidas y negadas por casi todos los
presentes.
Casi sin excepción, todo el
personal que sirve a los enfermos, pero especialmente ellos y sus parientes,
usan en cualquier momento sus celulares para comunicarse en voz alta con las
amistades y las familias para explicar ampliamente sus dolencias y
solicitar lo necesario y lo olvidado. En voz bastante audible oigo la
solicitud de traer comida, pero con poca sal, la pasta de dientes olvidada y la
ropa de cambio para quedarse en la noche. La joven asistente,
mientras atiende eficazmente a mi amigo enfermo, habla con su novio para
asegurar que terminado su turno, él la espere para salir juntos a celebrar el
fin de semana.
Como se puede imaginar, la
solicitud de silencio es más simbólica que real. Todos hablan en tono
normal, los niños gritan y ríen según la situación. Esta bulla social es hasta
agradable y refleja un ambiente de familia o pequeña comunidad. Con frecuencia
solicitan en los altoparlantes cierta mesura en el conversar de la gente,
mas con poco impacto. Después de un par de minutos todo regresa a la bulla tan
típica de nuestro ambiente caribeño.
Me hace recordar que, a mi
llegada a Venezuela hace muchos años, visité las distintas escuelas
de la parroquia. Al principio no sabía si los muchachos estaban de recreo o en
clase y me costó diferenciar, de acuerdo con mi experiencia, pues las escuelas
eran más bien santuarios de silencio y atención. Aquí la bulla dentro de los
salones era frecuente y la maestra debía hacer esfuerzo para mantener un
orden mínimo entre sus alumnos. Sin embargo, igualmente debo reconocer que los
niños y niñas aprenden bastante bien y se sienten en general muy incorporados a
su escuela y aprendizaje.
La experiencia en la vida
pública es similar a lo experimentado en la sala de emergencias de la clínica.
Todos conocemos el permanente desorden en el tránsito y no solamente con las
motos. Los semáforos tienen todo tipo de interpretaciones y usos, según
el conductor en cuestión. Muy poca gente cumple el reglamente de tránsito y
la policía parece comulgar con eso. No es nada extraño observar que,
delante de ellos, los motorizados hagan sus combinaciones contrarias a lo
exigido, sin una reacción correctiva de parte de las autoridades. Y –quizás
muchos de los lectores no están de acuerdo– el tránsito en nuestro país no es
peor que en la mayoría de los países desarrollados.
No obstante, igualmente, en
la vida privada, se observa esta falta de rigidez en normas y acuerdos.
Los horarios son expresión clara de eso. Normalmente ponerse de acuerdo a
las nueve, significa más bien antes de las diez. En la mayoría de
nuestras iglesias se respeta la hora indicada del inicio de los servicios
religiosos, pero la realidad también obliga que aquí se ceda con frecuencia.
Durante largos años
intenté exigir puntualidad en las actividades y reuniones, mas me daba
cuenta de que la gente me percibía con cierto fastidio. Lo dejé de lado y
me adecué algo a lo acostumbrado. Así evité –con cierto humor negro– que sobre
mi tumba escribieran como recordatorio: “Enseñaba siempre la puntualidad”.
El sabor caribeño seguirá
afrontando la modernidad tecnológica y su puntualidad, pero digan lo
que digan humanizará en algo la vida de nuestra gente. Se impondrán
horarios adaptados a cada uno sin perder la eficiencia necesaria. Trabajo
intenso, en determinados momentos, se cruza con momentos de mayor flexibilidad.
“¡Que tú sí sea sí, que tú
no sea no!” pero con salsa del trópico.
17-07-16
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