Por Ricardo Hausmann
CAMBRIDGE – De los 24
equipos que calificaron para el campeonato de fútbol UEFA Copa de Europa de
este año, sólo uno proviene de Alemania. Tres son del Reino Unido: Inglaterra,
Gales e Irlanda del Norte. Esto parece un tanto curioso. Después de todo, los
alemanes orientales y occidentales se volvieron a unir recién en 1991, y los
bávaros se unieron a los prusianos solamente en 1871, mientras que las
anexiones/uniones de Irlanda, Gales y Escocia al Reino de Inglaterra se
remontan a 1177, 1542 y 1707, respectivamente.
Entonces, ¿por qué los
turingios, los sajones y los suabos apoyan al mismo equipo de Alemania,
mientras que los ciudadanos del Reino Unido son hinchas de tantos equipos?
(Escocia y Gibraltar también tienen los propios). ¿No tendrían ellos un equipo
más fuerte si escogieran a los mejores jugadores para que los representaran a
todos?
Supuestamente, los
ciudadanos británicos comprenden esto, pero prefieren tener sus propios equipos
nacionales en lugar de uno más fuerte de todo el Reino Unido —aun cuando ello
signifique ser vencidos por la pequeña Islandia—. Después de todo, si solamente
fuera cuestión del equipo mejor, igual se podría ser hincha del Barcelona. Para
que un equipo nos represente, de algún modo tiene
que ser nosotros.
Desde este punto de vista,
el voto del Brexit sorprende menos. La campaña de “Permanecer” se enfocó en los
beneficios económicos de quedarse en la Unión Europea y en los costos de
abandonarla, algunos de los cuales se cobraron inmediatamente después de que se
anunciaran los resultados: la libra esterlina se desplomó y los mercados
bursátiles acabaron con un par de billones de dólares de patrimonio.
No obstante, el 52% de
quienes votaron optó por un país donde no se permita que polacos ni rumanos
vivan, trabajen ni compitan por un puesto en el equipo económico británico.
Permitirles la entrada podría producir un equipo mejor, pero este ya no sería nuestro equipo.
Desde cierta perspectiva, se
trata solamente de otro caso en que la emoción derrota a la lógica económica.
Sin embargo, las emociones son los algoritmos, legados por la evolución, con
los cuales tomamos la mayor parte de las decisiones, incluso las políticas; el
análisis económico de costo-beneficio que no se conecta con nuestra brújula
emocional, no mueve la aguja.
El meollo del asunto reside
en el sentido de “nosotros”. ¿Qué significa ser miembro de la Unión Europea,
Nigeria, Iraq, Turquía, Suiza o cualquier otra entidad política?
El sentido de nosotros es
una subrutina del cerebro basada en el sentido del yo, el que es una de las
muchas creaciones de nuestros cerebros: la sensación de ser una entidad
continua que experimenta cosas, recuerda su historia, puede actuar y tiene
sentimientos y metas —lo que el eminente neurocientista Antonio Damaso llama
un ser autobiográfico. Nuestro cerebro también
está muy consciente de la existencia de otros seres,
que tienen sus propios sentimientos e intenciones, y es particularmente apto
para captar lo que los demás están pensando, sintiendo y planeando.
Empleamos este mismo aparato
mental para desarrollar el sentido de “nosotros”: las personas que nos importan
y a quienes apoyamos. Pensamos en este “nosotros” como si fuera un individuo
con autobiografía, temperamento, predisposiciones y aspiraciones. Consideramos
a las empresas como personas jurídicas, y hablamos acerca de países como si
fueran una persona compuesta con características claras: a los alemanes les
encanta el orden, los italianos son apasionados y los británicos poseen la
capacidad de permanecer impasibles. Y es evidente que el sentido de “nosotros”
implica un sentido de “ellos”: aquellos cuyo bienestar consideramos menos
fundamental que el propio.
De acuerdo a lo que sostiene Joshua Greene,
director del Moral Cognition Lab de la Universidad de Harvard, nuestros
sentimientos morales evolucionaron como soporte de la cooperación entre los
humanos. Del mismo modo que la evolución nos dio el deseo sexual en lugar de
argumentos racionales para asegurar la procreación, ella nos ha hecho
desarrollar sentimientos de empatía, afecto, disgusto e ira para responder a comportamientos
de otros. Nuestros sentimientos morales limitan el abuso del bien común por
parte de individuos, lo que se expresa en el conflicto entre “yo” y “nosotros”,
y al mismo tiempo mantienen la coherencia del grupo, para dar soporte a la
competencia entre “nosotros” y “ellos”.
El desarrollo tecnológico y
cultural ha exigido un sentido de “nosotros” cada vez más amplio. En el curso
de los últimos 10.000 años, a medida que pasamos de pequeñas bandas
cazadoras-recolectoras a asentamientos agrícolas, la urbanización y más allá,
la red de personas con quienes debemos interactuar y cooperar se expandió, de
pequeñas bandas a estados-naciones y eventualmente a una entidad como la Unión
Europea.
Cuando los seres humanos
vivían de la agricultura de subsistencia, su radio de interacción era reducido:
no tenían necesidad de hablar unos con otros y, en consecuencia, los idiomas
divergieron. Es por ello que en Camerún, un país un poco más pequeño que
España, se hablan 230 idiomas. En contraste, cuando la Revolución Industrial
aumentó el valor de los mercados más grandes, se crearon Italia (1861-1871) y
Alemania (1870-1871) mediante la unificación de estados más pequeños sobre la
base del sentimiento nacionalista y de un idioma común, los cuales, en
realidad, tuvieron que ser creados.
Un sentido de “nosotros”
compartido evidentemente hace que la vida sea más fácil para las entidades
políticas. Si este no existe, ¿en nombre de quién estaría actuando el Estado,
el que se supone debe tomar decisiones, definir y proteger los derechos, e
imponer obligaciones? Si “nosotros” incluye exclusivamente, por ejemplo, a los
alauitas de Siria, a los kikuyu de Kenia o al grupo étnico Han de China, todos
los demás tendrán un incentivo para rebelarse.
Es claro que los países que
comparten una lengua y una religión pueden desarrollar un sentido de “nosotros”
con mayor facilidad que otros. Pero el mundo está lleno de estados que son muy
diversos en estas dos dimensiones, en los que evoluciona un sentido de
“nosotros” alternativo y que la política redefine constantemente.
En Estados Unidos, por
ejemplo, el sentido de “nosotros” inicialmente incluía sólo a los anglosajones
blancos protestantes, no a los irlandeses, italianos o polacos católicos ni a
los judíos —y menos aún a los afroamericanos—. A través de la esfera de la
política, en especial, se desarrolló un sentido de “nosotros” más inclusivo.
Frente a la ausencia de un
idioma y de una religión común, el sentido de “nosotros” de la Unión Europea
debe basarse en una cultura y en valores compartidos, productos de siglos de
interacción. Y qué estupendo legado es este: el Renacimiento, la Ilustración,
varias revoluciones industriales, ciencias y artes fantásticas, y la mayor
parte de los deportes. Cabe preguntarse por qué los billetes de euro lucen
motivos indistintos en lugar de figuras con atractivo universal como da Vinci,
Newton, Voltaire, Rembrandt, Cervantes, Chopin o Beethoven, que representan
mejor el patrimonio cultural de Europa.
El proyecto europeo tendrá
éxito solamente cuando desarrolle un sentido de “nosotros” europeo tan potente
que parezca bien, por ejemplo, permitir a los búlgaros vivir y trabajar en
Birmingham. Cuando todos sean europeos, todos podrán vivir en el lugar de
Europa que les plazca. Es posible que hasta se transformen en el equipo a
batir.
30-06-16
http://prodavinci.com/2016/06/30/actualidad/futbol-el-brexit-y-nosotros-por-ricardo-hausmann/
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