Fernando Mires 13 de julio de 2016
Difícil
explicar la persistente negativa del PSOE, ya no para formar parte de un
gobierno de coalición sino para permitir que el PP -el partido que nos guste o
no obtuvo la primera mayoría- gobierne a España después de haber superado su
votación en las segundas elecciones. Si el PSOE tuviese otra alternativa,
valga. Pero no la tiene pues si se une con Podemos termina definitivamente de
existir. Por lo demás, nadie exige al PSOE muestras de simpatías a Rajoy.
Simplemente se le solicita que mediante una decisión responsable no convierta a
España en un país ingobernable. ¿Qué es lo que se lo impide?
¿Grandes
diferencias programáticas? No. Entre los programas del PP y del PSOE hay más
similitudes que semejanzas. ¿La corrupción del PP? Tampoco. En materia de
corrupción el PSOE no le ha ido a la zaga, lo sabe toda España. ¿Lucha de
liderazgos? Mucho menos. Los líderes de ambos partidos, Rajoy y Sánchez, son
personas más bien opacas, incapaces de dar una visión nueva a un supuesto
“cambio” al que todos apelan y nadie sabe en que consiste. ¿Perder adhesiones?
Y aunque así fuera, la cantidad de adhesiones que perdería el PSOE si convierte
a España en nación ingobernable sería abrumadora. ¿Perder su identidad de
izquierda ante la izquierda radical que representa Podemos? La respuesta podría
ir, quizás, por ese lado.
Como
sea, desde que apareció Podemos, PSOE tendrá que compartir su identidad
opositora. Y no solo con Podemos, también con Ciudadanos, partido que se erige
como portador de los valores de la democracia liberal en contra del
“economismo” anti-político del PP. Pero para alcanzar la hegemonía en esa lucha
de identidades el PSOE requiere ser oposición y para ser oposición Rajoy debe
gobernar. Todo lo que se aparte de ese raciocinio elemental traspasa los
límites de la razón política.
¿Estamos
entonces frente a un tema que va más allá de la lógica, vale decir, de una
cuestión de honor en contra de un partido mayoritario pero estigmatizado no
solo por el PSOE sino por toda la clase política del país? Por momentos esa es
la impresión que surge cada vez que escuchamos las declaraciones de Sánchez.
Contrasta
la incapacidad del PSOE para abrir camino a la gobernabilidad con el
pragmatismo que asumieron hace ya mucho tiempo los socialistas alemanes cuando
acordaron formar coalición con los conservadores de la CDU/CSU. Primero bajo la presidencia del canciller
Kurt Georg Kissinger (1966) y después bajo Ángela Merkel (2005).
Cierto
es que Rajoy no es Merkel. Pero tampoco es Kohl. De algún modo tiene en común
con este último el vicio de gobernar con mafias y clanes financieros. Pero por
otro lado posee una flexibilidad pragmática, una alergia a asumir actitudes
fundamentalistas y un europeísmo que lo deja más cerca de Merkel que de
cualquier otro gobernante europeo. Podría decirse entonces que Rajoy es Kohl y
Merkel a la vez. Esa simbiosis, si bien hace difícil co-gobernar, no impide en
absoluto facilitar su investidura como presidente. Por el bien de todos,
incluyendo en ese todo al propio PSOE. Si eso no sucede a corto plazo,
deberemos suponer que fuerzas irracionales se han apoderado de la mente de la
política española.
No hay
por cierto una racionalidad objetiva válida para todo tiempo y lugar. Las
culturas, incluso las naciones, poseen determinadas características singulares.
Lo que es racional en Alemania no tiene por qué serlo en España. La
racionalidad, digámoslo así, es y será una racionalidad concertada. Sobre todo
lo es en un campo en el cual interactúan tantos actores, como es el de la
política. No obstante, existen ciertos parámetros, si no universales, comunes a
la política occidental. Uno de ellos indica que una democracia plural está
formada por partidos que no solo disputan. Además, cuando es necesario,
convergen entre sí.
Ahora,
cuando alguien o muchos se apartan demasiado de esos parámetros –es lo que está
ocurriendo en la España de hoy- hay que aceptar la posibilidad de que pueda
haber otras razones, aparentemente no racionales, que actúan como fuerzas
movilizadoras. En ese punto puede ocurrir en política algo muy similar a lo que
suele suceder a las personas cuando se observan en ellas formas alteradas
(irracionales) de comportamiento.
¿Por
qué los socialistas españoles no pueden actuar de un modo tan lógico como lo
hicieron en el pasado los socialistas alemanes? ¿Qué es lo que diría sobre este
caso un buen psicoanalista?
Un
buen psicoanalista diría seguramente lo mismo que diría un buen historiador:
Cuando no es posible entender el comportamiento de personas o grupos hay que
buscar explicaciones en el pasado.
Y
bien, si establecemos un paralelo entre el pasado político alemán y el español,
observaremos que ambos tienen, si no algo en común, algo muy parecido: un
trasfondo tenebroso. Un pasado que ha conformado dos naciones “post”. La
política alemana como post-nazi. La política española como post-franquista. Lo
que no tienen en común, sin embargo, ha sido la forma como ambas naciones
salieron de ese pasado.
El
pasado nazi fue destruido en Alemania. Destruido, dicho en sentido metafórico y
literal a la vez. La Alemania actual emergió desde ruinas históricas y materiales.
Esa fue la razón por la cual muchos alemanes creyeron que el pasado, después de
haber sido castigados los líderes simbólicos del nazismo, yacía sepultado bajo
ruinas. No se podía, después de todo, enviar a la cárcel al 90% de la
población. Esa que supo del Holocausto sin decir nada en contra.
Así,
la gran mayoría de la población alemana de post-guerra dio por muerto al
pasado, y como suele ocurrir con los muertos, no se habló más de eso. Los que
se dedicaron a la política encontraron en su mayor parte asilo en los nuevos
partidos conservadores “cristianos”. Otros, los menos, lo hicieron en las filas
de la socialdemocracia. Muchos ex nazis se convirtieron en la Alemania
comunista–como no- en eficaces miembros de la burocracia y de la policía secreta.
En
breve, pese a la gran cantidad de publicaciones destinadas a “remover” el
pasado (Vergangenheitsbewältigung), la mayoría de la ciudadanía alemana de
post-guerra eligió como alternativa política la amnesia colectiva. Esa
alternativa no lo podían elegir, aunque tal vez la hubieran querido, los
españoles.
El
franquismo, si bien tuvo sus orígenes en una guerra, no terminó como el nazismo
con una guerra. Gracias al talento político del ex falangista Adolfo Suárez, a
la inteligencia de Felipe González, a la repentina cordura de Santiago
Carrillo, a la serenidad de un rey y a la buena voluntad de una ciudadanía
cansada de odiarse y matarse, nació la España política de nuestros días. Fue
esa una España de compromisos y negociaciones. Hay que decirlo también, de
simulaciones. El pasado, en esas condiciones, no podía ser enterrado como
intentaron hacerlo los alemanes. Ese pasado continuó viviendo en las calles, en
los bares, en la vecindad, al interior de cada familia. Los odios no
desaparecieron, pero sí fueron cuidadosamente disimulados. A esa conclusión es
posible llegar después de la lectura, no solo de libros de historia sino de
diversas novelas en las cuales nos ha sido relatada la vida cotidiana de la
España post-franquista.
En una
de esas novelas- hablaré ahora en primera persona- escrita por el notable
Javier Marías (“Así empieza lo malo”, Alfaguara 2014), subrayé una vez un
párrafo que me llamó mucho la atención. Se trata de las palabras dirigidas por
un hombre de edad a un joven de los años setenta. Dice así: “España entera está
llena de hijos de putas en mayor o menor grado, individuos que oprimieron y
sacaron tajadas, que medraron y se aprovecharon, que contemporizaron; en el
mejor de los casos”
Con
esos hijos de putas, desde la perspectiva de los ayer vencidos, fue necesario
convivir para asegurar la estabilidad política de la transición y así llegar a
la moderna España de hoy.
Pensé en Chile.
Pensé
que allá también hay fuerzas activas que no provienen de la vida racional. Por
un lado, una parte del país hipnotizada frente a una de las programaciones
televisivas más vulgares del mundo, dedicada a consumir basura hasta llegar más
allá de la estupidez colectiva. Por otro, demostraciones políticas, a veces por
motivos banales, que terminan con una violencia inusitada, con heridos y hasta
con muertos. Pensé en lo difícil que es discutir políticamente en ese país, y
en el porqué la transición hacia la democracia no se ha traducido en una
transición en y de las mentes. Pensé en quienes han convertido a la política en
sistemas de pensamientos ritualizados. Pensé en el porqué los dirigentes de los
partidos, no hablemos de los presidentes, son tan incapaces –digámoslo claro,
tan cobardes- cuando llega el momento de tomar decisiones fundamentales o de
decir un claro “si” o un claro “no”. Pensé en esa pobre gente que se refugia en
grandes explicaciones ideológicas para no verse obligados a confrontarse con la
realidad que los rodea. Pensé, no por último, en la imposibilidad de conversar
con personas que estimo pues llega un punto en el cual todo aparece referido a
un pasado que continúa existiendo en tiempo presente. Pensé en Chile y pensé en
España otra vez.
Hay
mucho odio reprimido en Chile. Lo mismo en España. Es por eso que a veces la
historia de esos dos países se cruza como se cruzó en la mencionada novela de
Javier Marías, cuando por ejemplo el autor se refiere a los “centros
pinochetistas” establecidos en Madrid o cuando menciona a ese general chileno
que asistió a los funerales de Franco embutido en una capa y portando unos
anteojos muy negros que lo hacían aparecer como lo que era: un siniestro
vampiro.
¿Pero
no ha pasado ya en España demasiado tiempo? Los sobrevivientes que restan de
ese pasado cada vez más remoto ya no somos tantos. No obstante, debemos tener
en cuenta que el tiempo de la política no es ni puede ser el tiempo de la
biología.
Es
cierto, la gran mayoría de los actores políticos de la España de hoy no ha
vivido bajo una dictadura. Pero sí fueron hijos y nietos de quienes la
vivieron. Su infancia y su juventud fue nutrida por relatos –cada vez más
deformados por el paso del tiempo- de padres y abuelos. En ellos fue anidando
un deseo, si no de venganza, de vindicación. Esa es quizás la razón por la cual
todos hablan en España de “el cambio” sin precisar de qué cambio se trata. La
mayoría de los españoles quieren, evidentemente, dejar atrás un pasado que
nunca han vivido.
Cierto
es también que Rajoy no es, ni con mucho, un franquista. Pero algunos necesitan
que lo sea para cumplir una misión que ellos consideran histórica. Y si Rajoy
no es un franquista, ese es el punto, pertenece a la clase o a la estirpe o a
la raza o a la casta o a la cultura de los que ayer sí lo fueron. Como ocurre
en las grandes tragedias, los que no pagaron por sus hijos deberán pagar por sus
padres. ¿Irracionalidad? Por supuesto. Absoluta irracionalidad. Pero, como toda
irracionalidad, la de los españoles también tiene sus razones.
Sin
embargo, a pesar de tanta irracionalidad, el PSOE deberá sacar alguna vez la
tranca que ha puesto en la política de su propio país. La razón es obvia: si no
lo hace pondrá en juego su propia sobrevivencia. Y el instinto de vida, es mi
profundo convencimiento, terminará siempre imponiéndose por sobre el de la
muerte. Sobre todo, digo yo, cuando se trata de la vida propia. Es el leve
matiz que separa a la irracionalidad de la locura.
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