Por Ricardo Hausmann
CAMBRIDGE – Cuando sabemos
que a algún amigo le ha sucedido una catástrofe, sentimos empatía y un poco de
vértigo al mismo tiempo. Nos preguntamos si nos podría pasar lo mismo: ¿Es la
catástrofe producto de alguna característica peculiar del amigo que por fortuna
no compartimos? O ¿somos igualmente vulnerables? De serlo, ¿podemos evitar una
suerte similar?
La misma lógica se aplica a
los países. El fin de semana del 16 y 17 de julio, a los venezolanos se les
brindó la oportunidad de cruzar la frontera con Colombia por hasta 12 horas.
Fue un evento que hizo recordar la caída del Muro de Berlín. Más de 135.000
personas aprovecharon ese respiro para
ir a Colombia a comprar productos de primera necesidad. Viajaron cientos de
kilómetros y convirtieron su dinero por apenas el 1% de las divisas que habrían
recibido si se les hubiera permitido cambiar a la tasa oficial que se aplica a
los alimentos y medicinas. Pero de todos modos encontraron que valía la pena,
en vista del hambre, la escasez y la desesperación que reinan en su nación.
La prensa internacional ha
informado sobre el colapso de la economía, como también del sistema de salud, la seguridad personal, el orden constitucional y los derechos humanos en
Venezuela. Todo esto está pasando en el país que tiene las reservas de petróleo
más grandes del mundo, apenas dos años después de que terminara el auge del
precio del crudo más prolongado de la historia. ¿Por qué? ¿Podría suceder en
otro lugar?
Los detalles particulares de
cada situación siempre son, precisamente, particulares y por eso no viajan
bien. Pero ello nos puede proporcionar un falso sentido de seguridad; si se la
examina de manera adecuada, la experiencia venezolana proporciona lecciones
importantes para otros países.
La crisis de Venezuela no es
resultado de la mala suerte. Por el contrario, la buena suerte proveyó la
cuerda con la que el país terminó ahorcándose. La crisis es la consecuencia
inevitable de las políticas gubernamentales.
En el caso venezolano, estas
políticas han incluido expropiaciones, controles de precios y de cambio, exceso
de endeudamiento en épocas de vacas gordas, reglamentación antiempresarial,
cierres de fronteras, y más. Consideremos, por ejemplo, este pequeño absurdo:
en varias ocasiones, el presidente Nicolás Maduro ha negado la autorización
para que se impriman billetes de denominación más alta. En la actualidad, el
valor del billete más alto es menos de US$0,10. Esto causa estragos en el
sistema de pagos y, además, en el funcionamiento de los bancos y de los cajeros
automáticos, lo que es una fuente de constantes molestias para la ciudadanía.
Por lo tanto, la pregunta
relevante es: ¿por qué un gobierno habría de adoptar políticas perjudiciales y
por qué una sociedad habría de aceptarlas? El caos en el que ha caído Venezuela
puede parecer imposible de creer. Pero, de hecho, es producto de creencias.
El que una política parezca
disparatada o sensata depende del paradigma conceptual, o sistema de creencias,
que usamos para interpretar la naturaleza del mundo que habitamos. Algo que
puede considerarse disparatado bajo un paradigma, puede ser del más puro
sentido común en otro.
Por ejemplo, entre febrero
de 1692 y mayo de 1693, el normalmente sensato pueblo de Massachusetts acusó a
mujeres de practicar brujería y las condenó a la horca. Si uno no cree en la
brujería, esta conducta parece incomprensible. Pero si uno cree que el demonio
existe y que se posesiona de almas de mujeres, entonces ahorcarlas, quemarlas o
lapidarlas, parece ser una política pública razonable.
El paradigma del chavismo
venezolano achacó la inflación y la recesión a una conducta empresarial
traidora, que debía ser controlada mediante una mayor reglamentación, más
expropiaciones y el encarcelamiento de un mayor número de gerentes. La
destrucción de personas y organizaciones se percibía como un paso en la
dirección correcta. El país iba a sanar deshaciéndose de esas brujas.
Los paradigmas conceptuales
que tienen las sociedades para comprender la naturaleza del mundo que habitan
no pueden estar anclados solamente en hechos científicos, ya que, a lo más, la
ciencia puede establecer la verdad de creencias individuales; no puede diseñar
un sistema de creencias que lo incluya todo, ni tampoco asignar un valor moral
a las consecuencias.
La política se trata de la
representación y evolución de sistemas alternativos de creencias. Rafael Di
Tella, de la Universidad de Harvard, ha demostrado que las creencias de los
ciudadanos constituyen un determinante fundamental de las políticas públicas
que se adoptan. En los países donde se considera que los pobres tienen mala
suerte, se desea la redistribución de la riqueza, pero no es así donde se
piensa que son flojos. Cuando la ciudadanía cree que las empresas son
corruptas, quiere una mayor reglamentación; y, con suficiente reglamentación,
las únicas empresas que tienen éxito son las corruptas. De modo que quizás sea
posible que las creencias se autoperpetúen.
Consideremos a Donald Trump,
quien ha sido nominado candidato a la presidencia de Estados Unidos por el
Partido Republicano. Según él y sus numerosos partidarios, los líderes de su
país son unos alfeñiques explotados por astutos poderes extranjeros que se
hacen pasar por aliados. El libre comercio es un invento de los mexicanos para
arrebatar puestos de trabajo a Estados Unidos. El calentamiento global es
un embuste de los chinos para destruir la
industria estadounidense.
De esto se desprende que
Estados Unidos debería dejar de desempeñar un papel de liderazgo en la creación
de un orden global funcional basado en reglas y valores universales, y en su
lugar debería emplear su poder para obligar a otros a someterse. Bajo el
paradigma actual, como lo sostiene Joseph Nye de la
Universidad de Harvard, esto implicaría la destrucción unilateral de la fuente
más importante del poder “inteligente” de Estados Unidos. Sin embargo, de
acuerdo a la visión del mundo que posee Donald Trump, ello significaría un paso
adelante.
Gran parte de esto puede que
se aplique al voto del Reino Unido a favor de abandonar la Unión Europea.
¿Estaban realmente las reglas de la UE y los inmigrantes frenando el progreso
de la nación, lo que implica que el Brexit abrirá el paso a una mayor
prosperidad? O ¿es la desaceleración económica que se ha producido desde el
referendo un indicio del gran valor de la integración y del libre movimiento de
los europeos para la vitalidad del propio Reino Unido?
El peligro que Venezuela
pone de manifiesto —y que posiblemente también lo haga Gran Bretaña dentro
de poco— es el daño que un sistema disfuncional de creencias puede ocasionar
al bienestar de una nación. Si bien lo más probable es que el credo chavista
que destruyó a Venezuela termine por colapsar bajo el peso de su propio
catastrófico fracaso, la lección que deja es que adoptar un sistema de
creencias potencialmente disfuncional acarrea un costo extremadamente alto. En
lo que se refiere a cambios a gran escala en los paradigmas de creencias,
Venezuela muestra lo prohibitivo que pueden llegar a ser esos experimentos.
♦♦♦
Este texto fue publicado en
inglés por Project-sindicate y traducido al
castellano para Prodavinci por Ana María Velasco.
02.08-16
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