RAFAEL LUCIANI 24 de septiembre de 2016
@rafluciani
El
bienestar institucional de un país se mide por la capacidad que tengan sus
dirigentes y funcionarios de promover relaciones incluyentes que busquen
soluciones inspiradas en el bien común. Y, en nuestro caso, nos estamos
acostumbrando a vivir con pesadez y sin esperanza, deshumanizándonos día a día,
con instituciones públicas que no están atentas a los signos de estos tiempos
en la Venezuela de hoy.
En
situaciones como la nuestra se afianzan los procesos de deshumanización, que
van desde el ámbito personal y psicológico, hasta el institucional que afecta a
toda la vida pública. El problema es que no sólo se afectan los modos como
vivimos la cotidianidad, sino también como pensamos y discernimos la presencia
del otro en nuestras vidas, cómo lo valoramos y tratamos, cómo le hablamos y
consideramos. A tal punto que vemos cómo crece la indolencia institucional
frente al hambre del otro y a las urgentes necesidades de su salud, aun cuando
está en riesgo su vida. Indolencia que ya no puede ser considerada como mera
indiferencia, sino como complicidad, por acción u omisión, frente al deterioro
sostenido de toda una nación. Y es que se trata de la pérdida de toda
moralidad, cuando absolutizamos a la ideología, el poder y el dinero, y ya no
vemos al otro, a la persona que está muriendo a nuestro alrededor.
La
deshumanización es un proceso psicosocial por medio del cual se llega a percibir
a otro ser humano como un mero objeto carente de dignidad. Esto acontece entre
personas e ideologías que descartan al otro sólo por pensar de forma distinta
–social, política o religiosamente– asumiendo actitudes xenofóbicas,
discriminatorias y excluyentes. Se trata de una actitud que induce al
aislamiento individual hasta el punto de no poder ya ver nada positivo ni
racional en el comportamiento de las otras personas o grupos sociales a causa
de la absolutización de las propias formas de entender la realidad. Esto es
posible cuando se pierde todo criterio de vida compartida.
Falta
recuperar el sentido del «bien común» a la hora de discernir y actuar. Para
ello, urge no considerar a las propias posiciones como absolutas para entender
que las cosas tienen que cambiar por el bien de todos. Francisco aporta dos
criterios que pueden ser útiles hoy en día. Primero, debemos preocuparnos por
lo que sucede y no vivir con indiferencia ya que «un pueblo que no mantiene
viva sus preocupaciones, un pueblo que vive en la inercia de la aceptación
pasiva, es un pueblo muerto». Segundo, es necesario valorar al otro, pero a
partir de su mundo de vida, de sus necesidades y problemas, porque «para buscar
efectivamente el bien del otro, lo primero es tener una verdadera preocupación
por su persona, valorarlos en su bondad propia. Pero una valoración real exige
estar dispuestos a aprender de ellos» y estar dispuestos a cambiar.
Pensar
desde el bien común es lo que permitirá recuperar la moralidad perdida de
muchos que lideran hoy al país. El Papa aporta tres criterios. Primero, el
deber de la solidaridad, que exige poner los dones propios al servicio de los
otros. Segundo, el deber de la justicia social, que requiere corregir las
relaciones de inequidad socioeconómica por el bienestar de todos. Tercero, el
deber de la caridad social, que aspira institucionalizar el sentido de la
responsabilidad para con los más pobres, los hambrientos y enfermos hoy, a
nuestro alrededor. Esto significaría aceptar la ayuda humanitaria internacional
ante la crisis que vivimos. Como lo recordó una vez Nelson Mandela: «no se
trata de pasar la página, sino de volver a leerla, pero esta vez juntos».
Rafael
Luciani
Doctor
en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani
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