IBSEN MARTÍNEZ 20 de septiembre de 2016
El
frenesí confiscatorio que se apoderó de Hugo Chávez durante los años de precios
altos del crudo que siguieron inmediatamente a las más sonadas y claras
victorias del caudillo llanero sobre sus adversarios buscaba quebrar el
espinazo de toda iniciativa privada, etapa previa al predominio total del
Estado sobre la economía.
Quizá
tintineaba en la fidelista cabezota de Hugo Chávez un antecedente cubano: la
catastrófica “ofensiva revolucionaria” que en 1968 llevó a Fidel Castro a
confiscar 170.000 pequeñas empresas para arrancar de cuajo la mentalidad
capitalista y crear el Hombre Nuevo. Chávez, émulo de Fidel, creyó posible
instaurar su vagaroso socialismo del siglo XXI armado de una petrochequera,
importando todo lo consumible, prescindiendo de la empresa privada y, más aún,
destruyéndola deliberadamente. Chávez se salió con la suya en esto de acabar
con todo el aparato productivo privado, único capaz, desde siempre y hasta
entonces, de generar bienes y servicios suficientes para el mercado venezolano.
Los resultados han sido catastróficos, pero mi bagatela de hoy no va de eso.
Prefiere detenerse en el entusiasmo con que los pelabolas recibieron las
confiscaciones.
Antes
de proseguir, y en obsequio del lector no venezolano, me detendré en esa
palabra, pelabolas, porque es mucho lo que ella entraña. Significa,
esencialmente, lo mismo que descamisado en la parla protoperonista de los años
cuarenta. Pero la envuelve un matiz caribeño: un pelabolas es no solo un
pobretón, un excluido, como se estila ahora decir. Un pelabolas es también un
mendigo desvergonzado y a menudo estentóreo: un lambucio, versión venezolana de
lo que en Colombia llamarían lambón, voz esta que no debe confundirse con
lambiscón, y que interpreta cabalmente uno de los muchos significados y
sentidos que encierra pelabolas: un servil comedor de sobras, pero contento de
su suerte. De esa materia está hecha eso que un politólogo llamaría “la base
social del chavismo-madurismo”.
Releo
y, la verdad, no me avergüenza la incorrección política que un podemita español,
por ejemplo, pudiese hallar en esta digresión sobre el pelabolas venezolano
que, ayer no más, aplaudía a rabiar cada confiscación decretada por Chávez, a
menudo por televisión, con frecuencia en mitad de un arrebato oratorio,
invariablemente sin acudir a tribunales mercantiles y sin la debida
indemnización. La hubris de Chávez lo llevó a enamorarse de la exclamación
“confísquese” que, a cada tanto, se escapaba como una jaculatoria de su
homérico “cerco de los dientes”. La masa pelabolas coreaba: “¡así, así, así es
que se gobierna!”.
Pues
bien, los pelabolas engruesan hoy las largas filas de gente dedicada a la
infructuosa caza y recolección de bienes de consumo subsidiados. También la
empobrecida clase media, pero el núcleo duro de la fila de hambrientos, son los
notoriamente enflaquecidos pelabolas que ayer saludaban las expropiaciones. Me
apresuro a señalar que, una vez expropiadas, las empresas eran ocupadas y
saqueadas por hordas de pelabolas “autogestionarios” que, igual que hormigas
carnívoras, abandonaban de prisa la carcasa monda y lironda de la res
confiscada.
Los
demóscopas nos dicen que el pelabola se ha fundido en ese 81% de venezolanos
que quieren ver a Maduro fuera del poder. Es posible que así sea, pero me late
que solo están disgustados con Maduro porque lo creen un pelele mezquino y
torpón.
Los
pelabolas no han roto con el socialismo del siglo XXI. Desaprueban al Maduro
que creen tacaño, no al Maduro violador de derechos humanos que encarcela y
mata adversarios. Aún adhieren al ideal bolivariano: ser lambucio.
¿Está
el pelabolas en verdad interesado en un revocatorio y una “transición”? No lo
creo: todavía piensa que con Chávez mendigaba mejor.
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