Por Ezequiel Abdala, 26/10/2016
De la gente que pensaba que podría cambiar su
vida con el premio que sacara de una caja de Ace, hemos pasado a los que creen
que pueden sacar a una dictadura con apenas pisar el asfalto que rodea el
palacio de Miraflores. Que eso es llegar, tocar el suelo, ver el Palacio y el
dictador huir. Que en algún patio hay una espada de Bolívar enterrada en una
piedra y, cuando una mano opositora la saque, el tirano saldrá corriendo y
Venezuela, como en la canción de los carismáticos, se salvará. Así de fácil y
así de rápido, como en la casa de Rebeca. Un, dos, tres y listo.
No sé.
Hoy pasé largo rato pensando en esas y otras
posibilidades mientras escuchaba repetido cual letanía el “Vamos a Miraflores”
que tantas y tantas gargantas voceaban como la panacea a todos nuestros males.
Me abrumó la fuerza y popularidad que tiene la propuesta entre la masa. Y si no
me sedujo –sólo el elixir de la eterna juventud podía tener más propiedades,
parece– fue porque después de tantos años de chavismo ya estoy lo suficientemente
curado en salud como para saber de qué manera terminan esas improvisaciones
heroicas y las consecuencias que traen.
No quise preguntarles ‘¿cómo llegar a
Miraflores?’ ni mucho menos ‘¿y al llegar qué haremos?’, porque semejante
maldad es solo equiparable a descubrirle la identidad del Niño Jesús a quien no
la sabe, y esos pecados contra la inocencia me barrunto que deben tener en el
infierno un puesto reservado.
Total que andaba yo dedicándome a ese ejercicio
de imaginación, intentando descubrir cuáles eran esos oscuros mecanismos por
medio de los cuáles el llegar de improviso y sin nada a Miraflores implica
necesariamente la ida de Maduro, cuando -¡por fin!- comenzaron a subirse los
líderes de la MUD a la tarima. Que tanto como tarima, tampoco: un camión con
cornetas en el que había más hacinamiento que en mi panadería cuando hacen pan,
que no es siempre porque no hay harina.
Estuvieron largo rato en un cónclave público,
deliberando a la vista de todos, hasta que Chúo Torrealba comenzó a hablar. O a
desgañitarse. No tenía casi voz y le salían unos berridos desgarrados que
sonaban feísimo, a los que había que agregar las fallas de audio. Pero se
entendía lo que decía. Y lo que decía era increíble: estaba anunciando un plan
concreto, que incluía una huelga general, la destitución legislativa del
presidente y una marcha a Miraflores. Lo que hacía tan solo una semana parecía
imposible, lo que ni en el mejor de los sueños nadie hubiera previsto, estaba
pasando. Pero pasaba, y esto sí fue el Macondo de García Márquez con el
Yoknapatawpha de Faulkner, en medio de una pita brutal.
-¡Ponte las bolas!
-¡Hoy es el día!
-¡Ni un día más!
-¡A Miraflores!
-¡Si ustedes no van iremos nosotros!
Yo alucinaba y recordaba a Bolívar. “Instrumentos
ciegos de su propia destrucción”. Chúo, por su parte, seguía dejando la
garganta en su lectura, que precisamente por eso, por ser lectura y no
discurso, por ser algo informativo y no una arenga, no sufrió tanto con la
monumental pita que recibía. Le siguió otro político cuyo nombre se me perdió
pero cuya suerte fue exactamente la misma, y luego Freddy Guevara.
Si con Chúo la cosa fue alucinante, con Freddy
fue demencial. Porque también lo linchaban. A Freddy. El retaquito radical del
partido de Leopoldo. De cobarde y eunuco para abajo. ¡Freddy! Que si no ha
quemado Venezuela es porque no ha conseguido gasolina. A él también lo pitaban
e insultaban. Y él trataba de surfear la ola. Pero qué va. No había
manera. La gente estaba indignada. Querían ir a Miraflores ya, despotricaban de
los que estaban en tarima, decían que no entendían nada, que estaban hartos de
ellos, y arremetían de ese modo inclemente que sólo tiene la masa.
-Ellos no quieren al país, porque si no ya
nos fueran mandado a Miraflores,
gritó una muchacha morena, en hombros de alguien,
con la cara pintada de blanco. La recuerdo bien por el estremecimiento que me
produjo la frase tanto de fondo como de forma. En tarima había una gente
jugándoselo todo, anunciando acciones tremendas, y ella, muy aplaudida dicho
sea, con eso de que no quieren al país.
-Si no salimos hoy / se acaba la Unidad,
comenzó a amenazar entonces la masa, y se volvió
consigna. Lo coreaba un montón de gente. Era un chantaje estúpido, que
condicionaba lo más importante que había logrado la oposición a una insensatez
sin sentido como salir improvisadamente a Miraflores. El fin de toda razón.
Cuando Freddy terminó y anunciaron a Ramos Allup
la gente calló. El respeto, sin embargo, duró poco. A nada de comenzar la
alocución y hablar de la agenda parlamentaria para los próximos días comenzaron
las chiflas y los “¡noooo!”. “No es momento de estar reaccionando emocionalmente
cuando tenemos la partida ganada”, dijo. Pero emoción era lo que sobraba, y
Miraflores lo que más se coreaba. “Les ruego”, imploraba. “Hemos comenzado un
proceso para declarar la responsabilidad política de ese vago”. Pero el anuncio
con insulto tampoco lo lograba. Eso, sus salidas de tono que tanto le aplauden,
no funcionaba en ese momento. “Dejen el atore”, decía regañando. “El 03 de
noviembre vamos a Miraflores”, anunciaba. Y los pitos seguían. “Noooo”, le
gritaban. “Tenemos que ir hoy”, exigían. “Son apenas 8 días”, calculaba ya al
borde, pero la galera, engolosinada, lo pedía para ya. “Hay que hacer las cosas
bien para que no haya derramamiento de sangre”, se imponía y no cedía.
El “compañero” Henrique Capriles le siguió. Mandó
a callar y pidió silencio. Le hicieron caso, pero nomás comenzar fue lo
mismo. Se defendió. “Nosotros no somos unos locos. Estamos para ser
responsables”. Pero la gente los quería temerarios. “Tenemos que aprender que
todos los que estamos aquí no somos todos los que somos”, argumentaba. “¡Pura
paja!”, le respondían. La galera clamaba, exigía algo inmediato, para ya, y él
hablaba de plazos, de dar un día para que el gobierno rectificara, se metía en
honduras impopulares. “Exigimos que levanten la sanción y fijen en las próximas
horas la fecha para poner la huella”. Estallido de cólera. Ya la gente no
quería saber nada de eso. Ni de referéndum ni de elecciones ni de nada. Pero
Capriles no cedía. Se mantenía en sus trece. “Le estamos dando un plazo para
restablecer el orden constitucional”, decía. “¡Cagao!”, le respondían. “Cagao
es el que está en Miraflores”, les devolvía la pelota. “No me pidan que haga
las cosas distintas a lo que somos. No soy golpista ni guerrillero: soy
demócrata”. Y la gente seguía. “Coloquen la fecha para que haya revocatorio”. Y
más lo pitaban. Miraflores ya, le pedían. Él se negaba. “No podemos hacer lo
que el gobierno quiere que hagamos. Hay que dejar que los procesos concluyan y
trabajar juntos. No cometer los errores del pasado”, cerraba.
Entonces vinieron Lilian y María Corina. La
primera soltó varios de los lugares comunes de su repertorio -es la esposa
de un preso, dejemos ya de pedirle tanto-, pero la segunda, ella sí política,
se fue de palos. Habló con una fuerza, una convicción y una dicción
envidiables. Pero se dejó llevar por la emoción y los vítores. Convocó ella
sola una marcha para mañana en la Asamblea, donde, dijo, sería destituido
Maduro (¿?). Buscó el aplauso fácil. Lo obtuvo. Y dejó, al menos para mí,
todavía más grandes las figuras de Henry y Henrique, quienes se crecieron por
encima del público, y soportando la pita y la pela, dejando el cálculo
de popularidad a un lado, fueron responsables, dijeron lo que tenían que
decir y condujeron a la gente por donde la debían conducir.
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