Jorge Edwards 02 de noviembre de 2016
En los
tiempos finales de la Guerra Fría, en la época de los grandes trastornos
políticos en la Unión Soviética, de las canciones de protesta que se extendían
por el interior de la Alemania comunista, de los comienzos de la transición
española, me parece que había un conocimiento más claro, una experiencia
directa, vivida, de la situación interna en los países del socialismo real.
Algunos gacetilleros hacían méritos acusándome de los peores crímenes políticos
a propósito de mi libro sobre la Cuba de Fidel Castro, pero la gente que sabía,
la que venía del interior del «sistema», tenía una actitud muy diferente. Un
alto delegado de la Unión Soviética en la Unesco, buen conocedor del idioma
español, me decía que se reunía con otros colegas suyos en Moscú para debatir
sobre mi testimonio cubano. Y algunos militantes aguerridos, gente de
trinchera, me aseguraban que mi versión de los hechos era verdadera, pero que
publicar esas cosas no era oportuno. ¡No había que darles argumentos a los
enemigos de clase!
Tengo
la impresión de que ahora esa memoria interna, que fue una de las experiencias
esenciales del siglo XX, se ha debilitado. Se impone, en cambio, una
desmemoria, una debilidad de la conciencia histórica, que conduce a la
repetición de los errores de un pasado todavía reciente. Observo gestos,
lenguajes, conductas, y me acuerdo de un célebre folleto de Lenin: «El
ultraizquierdismo, enfermedad infantil del comunismo». Ya no se escucha hablar,
sin duda, de esas reservas, esas inserciones de la lucidez en la pura y
desaforada agitación. La autoridad de Lenin, su actitud fundacional, le
permitían hablar en esa forma, y es probable que la llegada de Stalin haya
acabado para siempre con todo eso.
Acabo
de leer el último libro de Julian Barnes, El ruido del tiempo, novela
testimonial sobre la vida del compositor Dimitri Shostakovich en la época de
Stalin y en los primeros años del posestalinismo. El libro, en líneas
generales, no ha tenido demasiada buena prensa, y me pregunto si nuestra actual
indiferencia respecto a los fenómenos del socialismo real, unida a una memoria
histórica más bien débil, no ha influido en esta apreciación. Existe una
tradición de pensamiento crítico inglés, que quizá tiene su origen en viejos
ilustrados ingleses y escoceses, que tiende a señalar desviaciones políticas
sin énfasis excesivo, con algo de sordina, con humor que podríamos llamar
distante. El humor de Bernard Shaw y la imaginación de H. G. Welles no les
impidieron equivocarse a fondo sobre el caso de Stalin. George Orwell, por el
contrario, escribió con impecable lucidez, y un poeta e historiador de años
posteriores, Robert Conquest, hizo un clásico en la materia, El gran terror. En
comparación con ellos, el libro de Barnes es probablemente más delgado, quizá
demasiado fragmentario, algo rápido en su elaboración. Pero tiene momentos
culminantes, que importa conocer y que conviene mucho recordar. Hay un par de
sucesos esenciales, impresionantes, bien narrados. Años después de la muerte
del camarada secretario general Stalin, en tiempos de relativo deshielo, las
autoridades deciden que el autor de la Quinta y la Séptima sinfonías, de Baby
Yar, de maravillosas obras de cámara, no podía representar a su país en eventos
musicales internacionales sin ser militante del partido. El relato del trabajo
del funcionario de confianza, un tal Pospelov, que se encarga de acompañarlo
sin descanso, como su sombra, y de hacerle firmar los registros, es revelador y
sorprendente. Pospelov es el agente perfecto de los organismos de seguridad del
Estado en un régimen totalitario. El que no conoce el socialismo real por
dentro es incapaz de imaginarse la sutileza de los Pospelov de este mundo. En
cada recepción oficial, como por arte de magia, el compositor veía acercarse al
infaltable, al oportuno Pospelov, con una copa del mejor champán para él y con
la más encantadora de sus sonrisas. La presión, al final, sería irresistible.
Descubrimos que la tortura psicológica de los años del deshielo no era menor
que la de las etapas duras, aun cuando tenía una ventaja evidente: eran menos
frecuentes en esos años la llegada de la Policía en horas de la madrugada, la
relegación a Siberia y la desaparición. Al comparar la etapa soviética con los
tiempos actuales, un testigo conocido que me visitó hace poco en Santiago de
Chile me declaró lo siguiente: «Ahora, cuando suena el timbre a las seis de la
madrugada en mi domicilio de Moscú, pienso que es el lechero o el repartidor de
diarios, no la KGB». La diferencia no es poca, con Putin o con quien sea: no
hay que equivocarse a este respecto.
Otro
detalle apasionante que revela El ruido del tiempo tiene que ver con Igor
Strawinsky, el autor genial de Consagración de la primavera, de Sinfonía de los
Salmos, de tantas obras maestras, emigrado de Rusia a Occidente en los primeros
años de la Revolución de Octubre. Shostakovich NIETO admiraba a Strawinsky con
apasionada devoción. Estaba convencido de que era el primero de todos. En uno
de sus viajes al frente de una delegación de artistas soviéticos, pidió ver a
su admirado compatriota. El compositor de Petrushka respondió que por «razones
éticas y estéticas» no deseaba ver a ninguno de los representantes rusos. No
por eso disminuyó la admiración por él de Shostakovich. Pero después de su
forzado ingreso al partido, estaba obligado a menudo a leer discursos que le
entregaban los funcionarios, los Pospelov de turno. Mientras leía uno de esos
papeles en una ciudad norteamericana, antes de un concierto, descubrió con horror
que insultaba a su amado Strawinsky. Se cuenta que interrumpió la lectura y que
esta fue continuada por un funcionario, pero este siniestro detalle no le
consta a Julian Barnes.
Como
ustedes ven, recordar y seguir la investigación de estos fenómenos es más que
necesario. Y la escasa prensa de este libro me parece, en algunos casos,
sospechosa. Pablo Neruda, que escribió una absurda Oda a Stalin, respondió años
después, interrogado por un periodista francés conocido: «Je me suis trompé».
Quizá era difícil no equivocarse, sobre todo bajo presiones burocráticas más
sutiles de lo que uno pensaba, pero persistir en el error, ahora, con toda la
información disponible, como sucede en estos días muy cerca de nosotros, es
bastante más que un error.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico