Fernando Mires 27 de noviembre de 2016
Quienes
una vez accedimos a la vida política siguiendo las noticias que nos llegaban de
la Sierra Maestra, nos identificamos rápidamente con la guerrilla de Fidel
Castro. ¿Quién que no fuera un malvado podía apoyar a Batista? La imagen
mostrando a Cuba convertida en un burdel recorría al mundo. En Cuba había
nacido una revolución y cada uno de nosotros, ni siquiera ventiañeros,
proyectaba hacia la isla sus visiones de futuro.
Definitivamente,
Cuba pasó a ser parte de diversas biografías. El rechazo al comunismo soviético
y la revelación pública de los crímenes cometidos por Stalin, fueron hechos que
impulsaron a no pocos jóvenes de mi generación a buscar una salida política que
no fuera la mediocre oferta de las derechas tradicionales. El discurso del Che
Guevara en Argelia afirmó nuestras convicciones: era posible ser revolucionario
sin ser comunista y antiimperialista sin ser pro-soviético.
La
idea de un socialismo latinoamericano parecía no ser solo una utopía. Si a eso
sumamos las imágenes que nos llegaban desde Vietnam, horrores como los de la
aldea My Lay, poblaciones completas padeciendo bajo el napalm, no parecía haber
otra alternativa más digna que la ofrecida por Cuba.
La
primera fisura colectiva y profunda ocurrió en 1968 cuando Fidel Castro,
confirmando la primera gran capitulación de la revolución cubana, aplaudió la
invasión a Checoslovaquia. Peor aún: la aplaudió aceptando que esa había sido
una violación a la soberanía nacional de ese país.
Aún
sin habernos distanciado públicamente nos repugnó la autocrítica despiadada que
obligaron hacer a Herberto Padilla. Después nos enteramos de la vil persecución
a que fue sometido Reynaldo Arenas. Las declaraciones de Guillermo Cabrera
Infante nos impactaron. Las persecuciones a los homosexuales nos horrorizaron.
El culto al paredón nos recordaba a nuestras lecturas sobre la Francia de las
guillotinas.
Los
que habíamos sabido de los crímenes de Stalin comenzábamos a entender lo que
estaba sucediendo en la isla. Cuba dejó –no de un día a otro, lentamente- de
ser la esperanza, el horizonte, el futuro. Cuba, la Cuba de Fidel, había roto
con muchos de nosotros. El tiempo lo fue confirmando. Castro no era un
libertador. Era, o llegó a ser, un simple dictador latinoamericano en una larga
y siniestra galería de crueles dictadores.
Y sin
embargo, dejo constancia, no me arrepiento de haber apoyado durante un tiempo a
la Cuba de Fidel. Y lo voy a explicar:
Con la
misma pasión con la cual una vez seguí a Cuba, comencé a seguir tiempo después
a las revoluciones democráticas del Este europeo. Apoyé a Solidarnosc y a
Walesa y no temo afirmar que hasta me identifique con ellos. Pero miremos a la
Polonia de hoy. Un país gobernado por un autócrata rodeado de curas fanáticos
amenazando a los derechos humanos y a las libertades públicas. A esas mismas
libertades por las cuales los obreros de Danzig arriesgaron todo en su lucha en
contra de la dictadura comunista.
Con la
misma pasión con la cual seguí a Cuba, me identifiqué con la gesta
antiburocrática iniciada por Gorbachov en la URSS. Pero miremos a la Rusia de
hoy. Un imperio que amenaza a Europa, invade a Ucrania, comete genocidio en
Siria y bombardea a poblaciones indefensas en el Oriente Medio. ¿Debo
arrepentirme por haber apoyado a Gorbachov?
Con la
misma pasión con la cual seguí a Cuba, apoyé a la revolución democrática de
Hungría y a la Checoslovaquia de Havel. Hoy Hungría está gobernada por un
neo-dictador y la Checoslovaquia de Havel no existe. ¿Debo arrepentirme por haber
apoyado al nacimiento de la democracia en esos países?
Con la
misma pasión con la cual seguí a Cuba apoyé a las multitudes disidentes de
Dresden y Leipzig, reunidas en las plazas, todas gritando: “Nosotros somos el
pueblo”. ¿Debo arrepentirme por haberme sentido tan cerca de esa gente solo
porque hoy esa consigna es coreada por una chusma enloquecida de racistas? ¿Los
mismos que en las noches incendian los albergues donde residen indefensos
extranjeros?
Con la
misma pasión con la cual seguí a Cuba, me pronuncié a favor de la llamada
“primavera árabe”. A ese mismo pobre mundo árabe que hoy aparece otra vez
envuelto en guerras fraticidas y pisoteado por nuevas dictaduras. ¿Debo
arrepentirme por haber cifrado algunas esperanzas en ellos?
Con la
misma pasión con la cual seguí a Cuba, apoyo hoy día a las fuerzas democráticas
de la nación venezolana en su larga lucha en contra de la dictadura de Maduro
¿Deberé arrepentirme si después de la salida de Maduro esas mismas fuerzas
democráticas convierten a Venezuela en un lodazal de corrupciones?
No voy
a repetir la letra de la canción de Edith Piaf. Pero tampoco me daré golpes en
el pecho. No. No me arrepiento de nada.
Con el
correr indetenible de los años, he llegado a la conclusión de que uno –al menos
en política- no debe identificarse con nada ni con nadie para siempre. Que el
“para siempre” no forma parte de la condición humana. Que la historia política
está formada por momentos. Y hay momentos luminosos y muchos otros de absoluta
oscuridad. Y así como hay algunos que nos permiten vislumbrar al infierno, hay
otros que nos muestran, si no al cielo, la ilusión de que podemos llegar a ser
mejor de lo que somos.
Antes
de escribir estas líneas he estado mirando con detención una foto. Fue tomada
el 01 de Enero de 1959: Los muchachos de la Sierra Maestra hacen su entrada
triunfal en La Habana con Fidel a la cabeza. No, no fue un error haberme
sentido muy cerca de ellos. El error habría sido seguirlos “hasta la victoria
siempre”. Y eso, en política, nunca hay que hacerlo con nadie. Con nadie.
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