Fernando Mires 26 de noviembre de 2016
El
dilema de Aristóteles continúa vigente. ¿Cómo mantener una democracia si esta
es la voz de las mayorías y las mayorías al tener muchos intereses e ideales
contrapuestos nunca se van a poner de acuerdo entre sí? ¿No está cada
democracia destinada a fracasar, a producir demagogos que prometen el oro y el
moro para luego convertirse en autócratas o dictadores?
Si
revisamos el mapamundi podríamos concordar con Aristóteles. No vamos a hablar
de África ni de Asia. Ni siquiera de América Latina. Europa Occidental, hasta
hace poco baluarte de la democracia liberal, está viendo nacer dentro de sí a
autocracias plebiscitarias apoyadas en movimientos xenófobos. Incluso en los EE
UU asoma el peligro del discurso de Trump, abiertamente misógino y xenófobo. La
democracia universal parece estar efectivamente en peligro.
Pero
¿no es ese vivir en peligro la condición natural de la democracia, “la peor
forma de gobierno con excepción de todas las demás”, dicho con la muy conocida
frase de Churchill?
No por
conocida menos aguda, la frase de Churchill es la respuesta más adecuada a
Aristóteles. Pues esa frase encierra, entre líneas, dos verdades. Primero: dice
que todas las otras formas de gobierno, al prescindir de la participación
popular, no son representativas. Segundo: Churchill no dijo “la mejor” sino “la
menos peor”.
“La
menos peor” quiere decir la menos peor realizada por seres humanos que al ser
humanos son inciertos, falibles y erráticos. Nada creado por los humanos, menos
en la política, puede alcanzar el ideal de la perfección absoluta. Frente a ese
ideal todos nuestros ideales son sub-ideales.
Desde
la caverna donde habitamos podemos ver rayos luminosos. Pero a la luz plena no
accederemos nunca, a menos que seamos dioses. Esa habría sido la respuesta de
Platón a Aristóteles. Y parece que en ese punto Platón (y Churchill) tenía
razón. La democracia es la peor de las formas de gobierno hasta ahora conocidas
con excepción de todas las demás. No tenemos otra mejor.
Y
bien, esas imperfectas democracias de nuestro tiempo se encuentran amenazadas,
particularmente en la periferia europea
(Rusia y Turquía) en el Este de Europa (Polonia y Hungría), en el Reino
Unido del Brexit, probablemente en la Francia de la Le Pen y en la Alemania de
la AfD hasta llegar a los EE UU de Donald Trump.
La
mayoría de quienes se refieren a esos peligros nos hablan en distintos tonos de
la amenaza populista.
Populismo
se ha convertido en un “concepto regulativo” (Kant) destinado a designar a
procesos, movimientos y partidos que tienen características similares: a saber,
el extremo nacionalismo, la xenofobia, la homofobia, y muchas otras. Se trata
de nuevos actores políticos que interpelan a sectores sociales atemorizados
frente a la ola migratoria proveniente del Oriente Medio como consecuencia de
las guerras desatadas por el ISIS y los bombardeos realizados por el eje
Siria-Rusia.
Sin
embargo, no son pocos los que también hacen extensivo el calificativo de
populista a movimientos y partidos que avanzan desde la izquierda no
tradicional como son Podemos en España y Siriza en Grecia. Por lo mismo,
determinados autores nos hablan de populismos de izquierda y populismos de
derecha. Otros podrán hablarnos, además, de populismos religiosos y de populismos
laicos. Al llegar a estos puntos comienzan los grandes problemas.
El
concepto populismo, al aludir a fenómenos tan diferentes, es decir, a todos los
partidos, movimientos y líderes que de una u otra manera apelan al pueblo desde
dicotomías no tradicionales (izquierda/ derecha, conservadores/ liberales,
demócratas/ republicanos) hacen imposible que dicho concepto cumpla una mínima
función regulativa.
Hoy,
todo lo que no se ajuste al ideal de la sociedad perfecta (Aristóteles) o al de
la sociedad abierta (Popper) o al de la sociedad intercomunicativa (Habermas)
se convierte, casi por arte de magia, en populismo. A fin de cuentas la palabra
populismo puede ser usada para designar lo que cada autor considere conveniente
desde el punto de vista de su ideología o desde su ideal social. El populismo,
podría decirse, ha llegado a ser todo lo que no nos gusta en la política. Hay
en efecto tantas definiciones de populismo como autores que han escrito sobre
populismo. La palabra populismo ha llegado a ser una dama para todo servicio.
Para
unos, populismo se define por la apelación al pueblo. Pero ¿puede concebirse la
política sin apelar al pueblo? Para otros, por la relación masa –líder
carismático. Pero ¿puede haber un movimiento sin líder y sin carisma? Si así
fuera, Hitler y Mandela serían lo mismo, ambos eran líderes y poseían carisma.
No faltan los que afirman que el populismo es un fenómeno surgido al margen y/o
en contra de las instituciones tradicionales (Panizza). En ese caso Walesa
sería populista porque Solidarnosc surgió al margen de la institucionalidad y
Trump no sería populista porque su candidatura surgió desde el partido
republicano, partido fundacional de la nación. Hay quienes han escrito que
Trump es igual a Chávez, otros que es igual a Pablo Iglesias (al final Trump
termina siendo igual a todo lo que nos disgusta).
Por
supuesto, no han faltado quienes calificaron a Obama de populista, así como el
Wall Street Journal calificó a Hilary de populista. Pero otros afirman que el
populismo se define por su exceso de autoritarismo y bajo nivel de tolerancia.
A partir de ese criterio, Kim Jing- Um, los Castro, Pinochet, y hasta Calígula
serían populistas.
No
faltan quienes ven en el populismo un levantamiento en contra de la democracia.
Si es así, el populismo de los populismos, el de Perón, no sería populista pues
se levantó contra cualquiera cosa menos en contra de una democracia. Esa fue la
razón por la cual Ernesto Laclau vio en el peronismo ciertas posibilidades
democráticas las que después, de rebote, hizo extensivas al kirchnerismo e
incluso al chavismo. Posteriormente concibió al populismo solo como una lógica
de la acción política. Una lógica que no se define por sí misma sino por un
adjetivo (así, habría populismos fascistas, populismos religiosos, populismos
nacionalistas, todo lo que usted quiera). Al populismo antidemocrático hay que
oponer entonces un populismo democrático afirmó en consonancia con Laclau,
Chantal Mouffe, en un artículo muy reciente aparecido en El País (El Momento
Populista).
El
problema es que al agregar a cada populismo un atributo o adjetivo, convertimos
al populismo en un sustantivo, vale decir, en una sustancia, en una “cosa”.
Efectivamente: leyendo a algunos autores de esa legión de analistas dedicados a
analizar al fenómeno populista, se tiene la impresión de que el populismo no es
un atributo sino una cosa en sí. Sin embargo, desde el punto de vista político
la cosificación gramatical del populismo resulta una operación muy
problemática.
Pongamos
un ejemplo. Los movimientos antidemocráticos europeos tienen todos un punto en
común: son racistas. Pero si convertimos al racismo en un mero atributo del
populismo, lo principal se convierte en secundario y lo secundario en
principal. El peligro principal que representa el renacimiento del racismo
pasaría a convertirse en algo de menor importancia frente a la llegada del
populismo. Y así desactivamos de paso la peligrosidad inminente del racismo.
Por si
fuera poco, al subsumir realidades muy diferentes bajo un denominador común,
dejamos de lado las particularidades específicas, es decir, precisamente a la
historicidad de cada situación. Si por ejemplo Trump es populista y Pablo
Iglesias es populista, deber haber una relación de identidad entre Trump e
Iglesias. Por supuesto, la hay. Pero la hay como la hay entre una hormiga y un
elefante: ambos tienen cabeza y ojos, ambos se mueven, ambos caminan en hileras
y ambos mueren. Ergo: una hormiga es igual a un elefante.
Pero
entre la hormiga Iglesias y el elefante Trump hay, convengamos, ciertas
diferencias. El problema es que subsumidas bajo el concepto de populismo estas
se vuelven irrelevantes. En la oscuridad de la noche populista todos los gatos
son negros. Los elefantes y las hormigas también.
Sé que
no va a ser tan fácil despedir al concepto de populismo de las escenas
académicas y políticas. Hay académicos que han construido toda su carrera
alrededor de ese concepto. Y en el espacio político siempre va a servir de
comodín. En las futuras luchas electorales que se avecinan en Alemania, por
ejemplo, las fuerzas democráticas alineadas en torno a Ángela Merkel, a fin de
no caldear el ambiente, no se referirán a sus enemigos principales como lo que
son: racistas. Resulta más fácil llamarlos populistas. La palabra, al fin, saca
de apuros. Sirve para cualquier cosa.
Pero
en el espacio del pensamiento, y en ese nos movemos muchos, no podemos permitir
que un concepto que ha perdido su significación (si es que alguna vez la tuvo)
siga ocupando el lugar central que hoy ocupa.
Como
paradoja, o quizás debido a la fuerza del destino, la palabra populismo –para
decirlo con los mismos términos de Ernesto Laclau- se ha convertido en un
significante vacío, un significante que al aludir a tantas cosas diferentes, ha
perdido su significación, su verosimilitud analítica y su fuerza teórica.
Quizás no hay nada más populista que la palabra populista.
Al pan
hay que llamarlo pan y al vino hay que llamarlo vino.
Por
todas las razones mencionadas y por otras no mencionadas, solicito ante usted,
su señoría, eliminar del vocabulario histórico, sociológico y politológico, la
palabra populismo. Y ojalá para siempre. No sirve para nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico