CARLOS PADILLA ESTEBAN 26 de noviembre de 2016
Tiene
el Adviento mucho de espera y anhelo. Mucho de paz y sosiego. Mucho de alegría
y sueños. Mucho de nostalgia y deseo. Porque todavía no tengo lo que sueño,
porque todavía no alcanzo lo que persigo. Así es mi vida, incompleta, en
búsqueda. Como los caminos de María y José a Ein-karem o a Belén o a Egipto.
Trae
el Adviento una corriente de aire fresco al alma para que no me estanque. Para
que me ponga con prontitud en camino.
Es
como un despertar a una vida nueva que se me regala para que no me duerma. Una
vida que comienza hoy, ahora, en el momento presente en el que digo que sí, que
estoy dispuesto a recorrer mil caminos.
Es un
tiempo de espera y de esperanza. De expectativas concretas. De sueños
inmensos. Cuando el mundo no es como yo quisiera y la vida es más pobre de lo
que yo deseo.
Necesito
esa paciencia que normalmente me falta. Quiero preparar el corazón para la vida
que comienza entre mis manos rotas.
Quiero
prepararlo en oración, con calma, sin pausa, de rodillas. Prepararlo para que
no llegue Jesús sin que yo lo sepa, cuando menos lo espere y mi alma tal
vez no esté bien dispuesta.
Me
gusta el Adviento lleno de luces y noches oscuras. Del calor de un hogar. Del
frío de esas calles vacías. Ese frío de la espera. En medio de esa calma
infinita del Niño que nace.
Una
persona rezaba: “Las estrellas calmas me muestran el amplio horizonte.
Y yo sigo soñando. La oración me sostiene. Ese canto callado que
brota de mi alma. Y sonrío muy quedo. Apenas lo comprendo. Sólo sé que las
lágrimas lavan toda mi alma. Calman mi voz cansada. Levantan mi nostalgia. Me
llenan de esperanza. No sé qué tiene mi alma, que anhela el infinito”.
Anhelo
el infinito. Anhelo una vida plena. La oración me sostiene. Cada día. Cada
hora. Me gusta el Adviento. Quiero renovarme por dentro. Volver a
comenzar. Alzar de nuevo mi mirada al infinito. Para no quedarme en lo que
ahora me inquieta, en lo finito que pesa y me turba.
Tiene
algo el Adviento que rompe los límites marcados por mis manos. Cuando me pongo
triste, o pierdo la esperanza. Quiero mirar más lejos, más hondo. Quiero
creer en esa vida eterna que le da sentido a todo lo que vivo.
Se
cierran las puertas de la misericordia al comenzar este Adviento. Aún recuerdo
cómo se abrían el Adviento pasado. Un año de misericordia. Se abren las puertas
de mi alma cargada de misericordia. Y brota ese río de gracias que he podido
tocar con mis manos.
Se me
ha pegado la misericordia al alma, a la mirada. Se
me ha quedado en las manos, en la piel.
Son
vivencias sagradas las que han jalonado este año. Momentos de un Dios
que me ama como soy, en mi indigencia. Un Dios misericordia en medio de mi
nada.
Ahora comienzo
el Adviento con el deseo de seguir yo siendo una puerta abierta de misericordia
para tantos que buscan posada, un poco de consuelo y algo de esperanza.
Para
todos los que tienen en su alma un deseo de infinito que nada lo calma. Para
todos los heridos por una herida de abandono. Para los que cargan muy dentro
una soledad muy honda.
Quiero
que cada momento de mi vida me deje en el alma profundas vivencias de Dios.
Para no olvidarme de lo importante.
Decía
el padre José Kentenich: “Lo que podemos constatar, es que puede ser
que la cabeza sepa muchas cosas, pero el corazón no se encuentra enraizado, no
está arraigado en lo Eterno. Por eso, es un hecho que la tendencia a
tener vivencias religiosas aparezca como lo más necesario, como el
contrapeso que Dios espera y requiere hoy de nosotros”[1].
Necesito
arraigarme más en Dios, tocar a Dios, tenerlo sostenido en mi vasija rota, para
poder darlo. Tener vivencias de niño abrazado al Dios de misericordia
que me abraza y sostiene.
Es
cierto que no quiero acumular vivencias, pero quiero que mi vida esté
marcada de encuentros profundos con Dios. No tengo que buscar grandes
vivencias para sobrevivir. No hace falta.
Pero
sí tengo que cuidar en mi alma las experiencias que he tenido. Para no
olvidarlas. Porque son momentos sagrados en los que Dios me abraza.
No
quiero olvidar este año de la misericordia. No quiero olvidar el
amor que Dios me ha dado. El amor que he tocado en otros brazos que han sido
conmigo misericordiosos. No quiero olvidarme de tantas veces que mis propias
manos han sido fuente de misericordia para otros.
Porque
es algo sagrado. Es lo que queda en el alma cuando todo ha pasado. Es el agua
pegada a mi piel al acabar de pasar el torrente. Es la gracia de Dios pegada a
mis huesos después de haber amado y haber sido amado. Es esa presencia
permanente de Dios la que me cambia por dentro.
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