Fernando Mires 22 de diciembre de 2016
Para
quienes nos ocupamos de la política el dictamen de Max Weber en su clásico “Política como Profesión”
(Reclam, Stuttgart 1992) relativo a que
es imposible hacer política de acuerdo a la ética del Jesús del Sermón de la
Montaña, es ampliamente conocido y entre los weberianos es casi un lugar común.
Como esclarecido hijo de la Ilustración, Weber adhería al postulado kantiano orientado
a separar radicalmente lo teológico de lo filosófico, y por supuesto, de lo
científico. En ese punto están de acuerdo con Kant los principales
representantes de la cristiandad moderna y no va a ser aquí el lugar en donde
se intentará una revisión de los principios de la secularización, bien común
que tantas luchas ha costado obtener.
Pero
una cosa es aceptar que los principios de la religión no pueden ser los mismos
que los de la política y otra afirmar que religión y política no tienen nada
que ver entre sí. Por una parte, aún no siendo políticos, los seres religiosos
viven en un mundo político y lo que dicen o hagan puede traer consigo enormes
consecuencias políticas. A la inversa, los políticos, aún sustentando una ética
no religiosa, o siendo agnósticos o ateos, son personas que, por lo menos en
nuestro occidente republicano, están impregnadas de una ética y/o moral general
que, como dijo una vez J. Ratzinger, “algo” tiene que ver con lo que una vez,
mucho antes de Jesús, se escuchó decir en el Sinaí. (“Werte in Zeiten des
Umbruchs”, Freiburg 2005, p.52) O como
ha reiterado Böckenforde (“Recht, Staat, Freiheit”, Suhrkamp, Frankfurt 1991)
la política no sería posible sin soportes que no son políticos.
En
verdad, ningún político llega a la política en estado de virginidad cultural;
por el contrario, cada uno porta la tradición, la moral y la religión que los
formaron antes de acceder a la política. Así se explica que en muchas naciones
occidentales existan partidos políticos de inspiración cristiana. Por cierto,
no se trata de partidos confesionales, y un ateo, así como un miembro de
cualquiera religión, puede, sin problemas, militar en dichos partidos. En la
Democracia Cristiana alemana, para poner un ejemplo, hay militantes musulmanes
y judíos de nacionalidad alemana, lo que no niega la inspiración cristiana del
partido. Por el contrario, significa simplemente que algunos musulmanes y
judíos han encontrado ahí cierta base religiosa o ética que no encuentran en
otros partidos. Mas, la inspiración del partido sigue siendo (formalmente)
cristiana, y el cristianismo tiene, según me parece, algo que ver con Cristo:
Jesús. Luego, la contradicción entre cristianismo y política no es, como
advirtió Jaques Maritain, absoluta (“Humanisme Integral” en “Oeuvres”, Saint
Paul, Fribourg Suisse), de tal modo que para el gran filósofo era perfectamente
posible practicar una política inspirada en la religión. Eso no quiere decir
que el cristianismo sea político. Quiere
decir simplemente que es posible vivir la política portando valores obtenidos
en el ejercicio de la cristiandad, hecho que han demostrado con creces algunos
gobernantes cristianos de la era moderna.
Pero
Max Weber nos dice lo contrario: no se puede ser político y al mismo tiempo
aplicar normas de sumisión predicadas por el Jesús del Sermón de la Montaña,
particularmente el mandato que nos ordena amar a nuestros enemigos y poner la
otra mejilla en caso de ser golpeados en una (Mateo 5: 39). Yo, por ejemplo,
nunca lo haría y eso no impide contarme entre los “fans” más entusiastas de
Jesús.
Esa es
una de las razones por la cual pienso que Max Weber entendió sólo el texto del
Sermón de la Montaña, pero no su sentido. En ese punto debo recordar que gran
parte de la filosofía semióloga, desde Wittgenstein y Saussure, pasando por
Frege y Lacan hasta llegar a Derrida, sostiene que un texto no hay que
entenderlo literalmente sino en la dirección que impone su sentido. Con mayor
razón si se trata de un texto religioso.
Por
supuesto, no quiero decir que los textos de los evangelistas, sobre todo los de
los sinópticos, no tienen importancia literal. Por el contrario: sólo podemos
acceder al sentido de un texto atendiendo al texto y, desde luego, al
con-texto. Sin texto ni con-texto no hay sentido posible. Pero a la vez, la
inteligibilidad del texto sólo aparece cuando descubrimos su sentido. Es la
misma diferencia que existe entre el hablar y el decir. Hasta un loro habla,
pero no dice. Sólo accedemos al decir a partir del hablar. Mas, si sólo
atendiéramos al hablar y no al decir no habría poesía ni religión y con eso
estoy sugiriendo que todo texto religioso es poético. Esa fue la razón, creo
yo, por la cual Jesús, a diferencias de San Pablo y Mahoma, nunca escribió una
sola palabra.
La
expresión de Jesús era metafórica, imaginativa, metonímica, parabólica y
alegórica, en fin, poética. Y en la poesía hay una relación muy flexible entre
el significante y el significado. Eso es lo que lleva a sostener que para
entender una poesía debemos orientarnos por el sentido más que por el
significado acordado a las palabras. El texto religioso no puede, por esa misma
razón, ser sólo entendido como un simple documento histórico sino más bien como
un proyecto que debe ser interpretado en cada tiempo y en cada lugar de modo
distinto. Dicho en breve: no hay religión sin exégesis. Y no hay exégesis sin
atender a las condiciones que conforman nuestra realidad, que no es la misma
que la de los profetas, salmistas y apóstoles de los textos bíblicos. La
religión para que sea religión debe ser siempre actualy actualizada.
2.
Volviendo
al texto del Sermón de la Montaña que Max Weber considera inútil desde una
perspectiva política, si atendemos a su sentido será posible comprender que
también es posible ponerlo en “forma política”. Veamos: según el texto debemos
amar a nuestros enemigos y si nos golpea en una mejilla, hemos de poner la
otra. Esa sería el “habla” del texto. Pero ¿qué nos dice su sentido? Para
saberlo tenemos que hacer un leve ejercicio hermenéutico, o como se dice desde
Lyotard y Derrida: “de-constructivo”.
Jesús
ordena “amar a nuestros enemigos”. Eso supone – y es lo que no advirtió
Weber- que para amar al enemigo
necesitamos de un enemigo. Pero, Jesús –esto es muy importante- nunca ordenó no
tener enemigos. No podría haberlo dicho por la sencilla razón de que, como toda
religión, la suya, la judía, tiene un enemigo al que hay que derrotar: “el
mal”. Y ese “mal” ya sea como patología,
como enfermedad, o como maldad, aparece siempre presente en forma humana. Ni
los vegetales ni los animales pueden ser “malos”, lo que quiere decir que así
como la bondad, la maldad también es una propiedad del alma. Pero ¿por qué amar
al enemigo? ¿No basta simplemente con no odiarlo?
Mirando
con cierta atención el problema, tenemos que convenir que amar al enemigo no es
más que una deliberada redundancia. Si el primer mandamiento mosaico dice “amar
a Dios sobre todas las cosas”, el segundo dice “amar al prójimo como a ti
mismo”; no mucho más, ni mucho menos: “como a ti mismo”. Y ¿quién es el
prójimo, o el próximo? Pregunta
elemental mas no por eso poco importante.
Creo
que no cometo herejía si afirmo que es posible distinguir entre dos tipos de
prójimos: los prójimos genéricos que son todos los seres humanos, y los
prójimos relacionables (en la familia, en la sociedad, en la nación, en las
creencias, en la política etc.)
Amar
al próximo genérico es un corolario del primer mandamiento –y he ahí la
redundancia- pues todo prójimo al haber sido creado por Dios, es, desde esas
perspectiva, un hermano.
Debo
aclarar que amar al prójimo genérico no tiene mucho que ver con la noción del
amor-deseo. Es un amor que más bien surge de ese reconocimiento del otro, el que está más
cerca del amor-respeto que del amor-deseo. Ahora, si trasladamos esa noción del
amor-reconocimiento, o amor-respeto, a la relación con el enemigo,
significa que tanto desde la visión
religiosa como desde la política no tenemos otra alternativa que respetar
(amar) al enemigo sin que el enemigo deje de ser un enemigo (adversario,
opositor). Si no lo hacemos no actuamos ni de modo religioso ni político. Sólo
así nos explicamos porque para la mayoría de los filósofos políticos, desde
Maquiavelo a Schmitt y desde Arendt a Mouffe, el enemigo político, a
diferencias del enemigo personal, no es alguien a quien se odia sino aquel a
quien hay que derrotar. Por lo tanto, amar (reconocer, respetar) al enemigo, y
a diferencias de lo que pensaba Max Weber, es perfectamente posible. Más
todavía, enfrentar al enemigo y luego derrotarlo, luchando en contra de su
maldad, pero respetándolo como humano, es una de las premisas elementales de
toda lucha política.
Lo
dicho es tanto más cierto si convenimos en que el enemigo político no sólo es
un prójimo genérico sino, además, un prójimo relacional.
Todos
sabemos que la enemistad puede ser una relación tanto o más intensa que la
amistad. Por lo mismo, si un enemigo nos es indiferente, no es un verdadero
enemigo. El enemigo de verdad es preocupante, peligroso. Luego, al enemigo
debemos tomarlo muy en serio. Eso supone que para combatirlo necesitamos saber
muy bien quien es y como es. Esa es, por lo demás, la diferencia entre el
enemigo ideológico y el enemigo político. Mientras el primero se presenta de
modo casi paranoico en una “clase”, en una “raza”, en una “estructura”, en un
“imperio”, en una “tradición o cultura”, el segundo se presenta de modo
personal, concreto y definido: con nombre y apellido. El enemigo en la política
no es, en la religión cristiana, ni una “cosa” ni una “idea”. Antes que nada es
un ser humano, y si no lo fuera, aquel mandato que nos impone amarlo, estaría
de más.
La
política tiene lugar en ese espacio creado para combatir el mal que representa
el enemigo, aunque respetando al enemigo. Luego, hay un más que interesante
punto de contacto entre política y religión. En ambas prácticas está permitido
tener enemigos siempre y cuando no los odiemos. Si los odiamos, abandonamos el
espacio de la religión y el de la política a la vez. Solo así podemos entender
por qué todos aquellos dictadores y tiranos que propagan el odio al enemigo han
sido anti-religiosos y antipolíticos a la vez. Todos, de una manera u otra, han
“deshumanizado” al enemigo a fin de odiarlo y después destruirlo. Veamos
algunos ejemplos.
Adolf
Hitler al propagar el odio a los judíos los llamó “ratas”. Fidel Castro, endilgó a sus enemigos
características no humanas: los llamó “gusanos”. Augusto Pinochet llamó a los
marxistas, “la mala hierba”, y así sucesivamente.
Ratas,
gusanos y mala hierba, no son seres humanos. Luego, cuando llegue el momento
será posible eliminarlos sin problemas de conciencia.
La
deshumanización del enemigo recurre hoy a medios más sutiles. Ya no se lo
excluye de la especie humana, basta con identificarlo como enemigo de la
nación. Tanto Amahdinejad como Chávez, califican a sus enemigos, sean
estudiantes, obreros o mujeres, como agentes del “imperio”. Chávez los llama
incluso, “los apátridas”. Todos los asesinatos colectivos han comenzado con la
distorsión del lenguaje.
3.
Queda
por resolver el tema de la otra mejilla que es, por cierto, el que más irrita a
Max Weber.
Poner
la otra mejilla tiene un significado que va más allá de la literalidad. Ello se
deduce del hecho de que lo que más caracteriza a un enemigo no es precisamente
que nos golpea en las mejillas. Creo en ese sentido que si no estamos hablando
de lo que ocurre en una sala de torturas, donde a uno lo golpean no sólo en las
mejillas, lo más probable es que en la vida política –y a esa se refiere Max
Weber– uno sale con las mejillas ilesas. En cierto modo poner la otra mejilla
es una expresión, como muchas que usó Jesús, muy radical, radicalidad que tiene
un sentido esencialmente pedagógico.
Poner
la otra mejilla es una frase que por otra parte ha sido interpretada en un
sentido ideológico, a saber, que Jesús era una suerte de pacifista, un
proclamador de la no violencia, algo así como un antecesor de Mahama Gandhi y
Martin Luther King.
Es
cierto que Jesús no era un predicador de la violencia como deja entrever la
poco espiritual interpretación del evangelio de San Mateo en el film de
Passolini. Pero tampoco era un predicador de la paz a todo precio. Hay ejemplos
que muestran lo uno y lo otro, y eso aclara que ni lo uno ni lo otro
constituyen el centro de la prédica de Jesús, como tan bien demuestra el
cristólogo Klaus Berger en su principal libro: “Jesús” (Pattloch, München 2007).
Jesús era violento cuando debía serlo, y manso como un cordero cuando también
debía serlo. Ya volveré sobre ese tema. Por ahora debo destacar el hecho de que
Jesús no podía ser pacifista porque el pacifismo es una ideología y Jesús no
seguía ninguna, ni terrenal ni celestial. Jesús, para los no cristianos, era un
profeta judío, y la tradición religiosa judía no es, como sabemos, pacifista.
Para los cristianos, Jesús es Dios hecho hombre y Dios no puede predicar
ninguna ideología.
Ahora,
volviendo al sentido de “la otra mejilla”, podemos estar de acuerdo con Max
Weber en que poner la otra mejilla tiene un profundo sentido religioso. No
obstante trataré de demostrar y en
contra de la opinión de Weber, que poner la otra mejilla, en su
significado no literal, puede tener bajo ciertas condiciones un enorme sentido
político.
Desde
el punto de vista religioso poner la otra mejilla aparece como un acto de
mansedumbre, de renuncia a la violencia, de amor sin límites al ser humano.
Pero significa algo más. Significa no responder con la misma moneda a quien nos
ofende. Significa no asumir la misma actitud del ofensor. Y no por último,
significa no aceptar ser convertido en el doble mimético de quien ofende.
Quien
nos ofende incurre en una actitud que en términos religiosos podemos llamar
satánica. Satánica, pues el ofensor espera que caigamos en el fondo de su
propia maldad. Del mismo modo que cada palabra o gesto de amor es una
invitación a compartir el amor, cada palabra o gesto de odio es una invitación
a compartir el odio. Así como el ser bueno quiere seducirnos para que
participemos de su bondad, el malvado nos ofende para que compartamos su
maldad. Por esa razón el ofensor es un seductor. Al invitarnos a usar su
palabra sucia, a recurrir a la violencia, a realizar un acto de venganza,
intenta que seamos iguales a él. Y si lo logra, seremos, definitivamente,
iguales a él. Alcanzado ese punto desaparecerá la diferencia entre ofensor y
ofendido. Esa será la hora del triunfo final de la ofensa.
Para
explicarme, he de recurrir a un ejemplo: Si el otro golpea mi mejilla, yo
respondo con un golpe en el mentón; si el otro
me cruza el estómago con una cuchillada yo respondo con un balazo que le
hará saltar las sienes. Sobre el cuerpo inerte del ofensor, celebraré entonces
un triunfo que no es el mío, sino de aquel que desde las cavernas de su maldad
soltará una carcajada cuando al contemplarse en el espejo no aparezca su rostro
sino el mío: el del vencido. Así nos explicamos por qué en aquel momento en que
iba a ser hecho prisionero por la
soldadesca y uno de sus seguidores desenvainara la espada –con lo que nos
enteramos de que los amigos de Jesús usaban espadas- para defender a su
maestro, Jesús ledijo: “guarda la espada, quien toma la espada perecerá con la
espada”. Ahora, yo pienso que esa frase trasciende el espacio religioso.
Ni
usar espadas ni golpear mejillas son artes de la política. De ahí que cuando
Weber dice que poner la mejilla no nos sirve para la política, tiene razón,
pero en otro sentido a como él imaginaba, a saber: que los usos políticos
excluyen la violencia, de modo que quien la practica abandona, de por sí, el
espacio político. En cambio, quien pone la otra mejilla se mantiene en el
espacio de la política. En este sentido podemos distinguir tres niveles de
enfrentamiento:
* El de la violencia (verbal o fáctica) que
ocupa el espacio de la guerra
* El de la polémica verbalizada que ocupa el
espacio de la política
* El del enfrentamiento entre un enemigo
violento contra uno no violento (político)
En el
primer caso, el de la guerra, es imposible poner la otra mejilla. Luego, si Max
Weber hubiera dicho que poner la otra
mejilla en la guerra es un absurdo, habría tenido toda la razón del mundo. En
el segundo caso, el de la política, la observación de Weber está de más puesto
que la política por definición excluye la violencia. El tercer caso, y a ese no
se refiere Max Weber, es que poner la otra mejilla frente a un enemigo armado
hasta los dientes puede ser, bajo determinadas condiciones, un medio de lucha
político. En ese último caso, el contrincante político tiene dos posibilidades.
Una
posibilidad es que si el contrincante político tiene medios militares
suficientes puede intentar el paso que lleva de la política a la guerra,
abandonando el espacio político y situarse en el del enemigo. Otra, es
atrincherarse en el espacio político enfrentando las armas de la guerra con
armas políticas, obligando al enemigo a abandonar su territorio de lucha para
que se interne en el espacio polémico donde, por lo general es más débil. Está
casi de más decir que tanto en uno como en otro sentido hay múltiples ejemplos
históricos, y en muchos casos la decisión corresponde a un cálculo previo más
que a una cuestión de principios.
Pasar
a la lucha armada sin contar con un contingente militar es una locura que se ha
pagado muy caro en la historia. Ese fue, a mi juicio, el error de la fracción
judía de los zelotas quienes al proclamar la lucha armada para enfrentar al
imperio romano condujeron a su pueblo a una derrota espantosa. En cambio, tanto
judíos cristianos como fariseos –justamente quienes renunciaban a las armas-
lograron sobrevivir a las grandes masacres para levantar después alternativas
autónomas e independientes: los primeros, más allá del pueblo judío; y los
segundos, al interior del pueblo judío.
Abandonar
la lucha política para pasar a la acción militar en contra de un enemigo
militar ha llevado en algunas ocasiones a la realización de insurrecciones de
masa o revoluciones armadas exitosas, de eso no cabe duda. Pero ese tránsito
que conduce a hacer abandono de la lógica política ha tenido como resultado, en
la mayoría de los casos, la extrema militarización de las fuerzas insurgentes
lo que, como ya hemos visto, significa interiorizar la lógica del enemigo hasta
el punto de llegar a ser igual o peor que el enemigo.
¿No
surgió de la insurrección en contra de
la monarquía francesa la sangrienta dictadura de Robespierre al lado de la cual
la monarquía era un régimen angelical? ¿No surgió de la lucha armada en contra
del zarismo, ese totalitarismo cuyo ejecutor providencial fue Stalin? ¿No fue la muy breve dictadura de Batista en
Cuba una especie de dicta-blanda comparada con la dictadura salvaje de los
Castro?
La
llamada resistencia pacífica que reconoce entre sus mentores a figuras como
Gandhi y Mandela, más que pacífica debe denominarse política, entre otras
razones porque ni Gandhi ni Mandela renunciaron a la acción armada si el caso
lo requería. Es por eso que ambos lograron derrotar a grandes contingentes
preparados para el enfrentamiento militar, pero no para la lucha política. Aún
más decisivas fueron las luchas de los movimientos sociales pacíficos en contra
de las dictaduras comunistas del Este europeo. La gente que salió a las calles
a protestar en Berlín, Praga y Varsovia, enfrentaron a milicias adiestradas
para luchar en contra de ejércitos, pero no frente a multitudes pacíficas.
Las
Nomenklaturas, sin embargo, no habían vacilado en el pasado en enviar sus
tanques en contra de las multitudes pacíficas. Ya había ocurrido el año 1956 en
las rebeliones de Polonia, Alemania del Este y sobre todo Hungría, y en Praga
el año 1968. Pero esta vez los disidentes contaban con un nuevo aliado: la
televisión, cuyas antenas dirigidas hacia el Oeste informaban minuto a minuto
lo que ocurría en cada lugar. Con ello fue demostrado que el espacio político,
para que sea definitivamente político, debe ser, antes que nada, público.
Los
dictadores del mundo comunista se encontraban bajo la observación pública
mundial. Esa es la razón por la cual los dictadores post-modernos cree haber
aprendido la lección y trata de apoderarse de todas las redes televisivas de la
nación. Pero, como es su costumbre, llegan tarde. Hoy, los movimientos
democráticos no son televisivos: son digitales.
Es una
lástima que los primeros cristianos no hubieran dominado la internet para
propagar las palabras del maestro, pero de un modo u otro los evangelistas se
las arreglaron para llevar la noticia de la crucifixión a todas partes. En
cierta medida, Mateo, Marcos, Lucas, y algunos malamente llamados apócrifos,
sabían organizarse en redes que, si no eran digitales, eran al menos
apostólicas.
4.
Bajo
determinadas poner la otra mejilla no significa claudicar frente al enemigo;
todo lo contrario: significa desenmascararlo. Recordemos que Jesús dijo: hay
que amar (respetar) al enemigo pero -reitero- nunca dijo: no tengas
enemigos.Tampoco dijo: hay que dejarse derrotar por el enemigo. Dio sólo a
entender que para no convertirse en el propio enemigo no hay que actuar como el
enemigo. Quiero decir, el Jesús que ordenó a Pedro, “no uses la espada, el que
hierro mata a hierro muere” fue el mismo que dijo: “Yo no traigo la paz, yo
traigo la espada” ¿Contradicción? De
ninguna manera.
La
espada de Jesús es la palabra, no su espada literal que nunca -a diferencias de
Pedro- portó consigo. La espada de Jesús era tan literal como la mejilla puesta
frente al enemigo. La palabra de Jesús es, si se quiere, la espada de Dios:
aquella que cayendo sobre los mortales los divide en tres partes: los que están
dispuestos a luchar por el bien y los que están dispuestos a defender al mal. Y
en el medio los que “no saben lo que hacen” a los cuales, por inocentes, no
podemos sino perdonar, del mismo modo como perdonamos al lobo cuando devora a
un manso cordero.
Es
difícil saber que ocurrencia tuvo el buen Dios cuando convertido en Jesús
aterrizó en la tierra de los hebreos. No pudo haber elegido un peor momento. No
sólo luchaban los judíos contra Roma. Además, estaban muy divididos entre sí.
Por un lado, los zelotas, dispuestos a dar la vida por la liberación de su
pueblo. Por otro, los saduceos, dispuestos a abandonar la propia religión a
cambio de que se les concediera la ciudadanía romana. En el medio, los
ritualizados fariseos y, por si fuera poco, sectas fanáticas como las de los
esenios del Mar Muerto quienes rechazaban la vida terrenal en aras de la
infinitud del alma. Y en medio de todo ese caos, aparece Jesús aportando lo
suyo, que no fue poco. De ahí que Jesús, dijera lo que dijera, actuara como
actuara, no podía eludir las repercusiones políticas de sus palabras. Y así
ocurrió.
No voy
a recurrir a ninguno de esos pasajes que son usados para demostrar la
politicidad de la palabra de Jesús. No hablaré de la multiplicación de los
panes, ni de la reivindicación de las mujeres, ni de los ricos que no van al
cielo, ni de su internacionalismo que lo lleva a conversar con los samaritanos,
ni de su subversión frente a los días festivos, ni de los mercaderes del
templo, ni de su promesa de destruir el templo, ni de su entrada triunfal a
Jerusalén, ni del juicio político a que fue sometido por Pilatos, ni de su
dolorosa pasión, ni siquiera de su crucifixión. Para demostrar la repercusión
de la palabra de Jesús en la política, recurriré al ejemplo considerado casi por
unanimidad como el menos político de todos, aquel en que Jesús parece negar
definitivamente a la política, momento que ocurrió cuando los fariseos,
queriendo tenderle una trampa le preguntaron: ¿Debemos pagar los impuestos al
César? La respuesta de Jesús fue tomar una moneda, mirarla, darla vuelta y
decir: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mateo
22:21).
¿Se
trata de una solución de compromiso? ¿O de un pragmático arreglo? ¿O de un
simple negocio: la mitad al César, la otra mitad a Dios? Nada más erróneo. Para entender esa frase
propongo que nos preguntemos que es lo que corresponde al César y qué es lo que
corresponde a Dios.
Al
César corresponden los impuestos. ¿Y qué corresponde a Dios? A Dios pertenece,
según toda teología -cristiana o no- el alma de cada uno. ¿Pueden tener el alma
y el impuesto el mismo significado? A menos que se piense que ser es igual a
tener, como imaginan liberales y marxistas, desde una perspectiva religiosa no
es lo mismo. Ser es mucho más que tener. Luego, el alma del ser no es del César
ni de ningún tirano. Es de Dios. Entregar el alma del ser al César significaría
creer que Dios es el César.
Ahora, ¿cómo se expresa el ser en cada ser? La
respuesta es obvia: a través del conocimiento del ser. Ser es saber que se es.
¿Y cómo lo sabemos? Gracias a la palabra que viene de Dios que es la misma que
fue pronunciada frente a Moisés: “Yo soy el que soy”. O de acuerdo al Evangelio de San Juan: “En el
principio era la Palabra y la Palabra estaba con Dios”.
La palabra
precede al pensamiento porque sin palabra no hay pensamiento. Cuando pensamos,
deletreamos hasta dar forma a una palabra la que unida a otra, hecha oración
gramática, se convierte en pensamiento: camino del ser que conduce a la verdad.
A través de la palabra asentimos; disentimos y por eso mismo, discutimos. Es
por eso que para hablar y decir requerimos de la libertad de palabra. ¿De qué
nos sirve ser libre para pensar si no podemos ex-presar (liberar) nuestro
pensamiento?
Cada
pensamiento proviene de una dicción, la que si no se entiende origina una
contra-dicción. O dicho así: la palabra va dirigida a “otro” para que la
entienda. Si no la entiende, hay un malentendido. El malentendido es una
premisa de la lucha política, afirma J. Ranciére. (“La Mesentente”, Galilee,
Paris 1985). Todo mal entendido debe ser aclarado, razón por la cual necesito
que reconozcan nuestro derecho a decir pues más allá de la palabra sólo habita
la muerte. La libertad de la palabra es el regalo que Dios dio a los mortales para
que lo encontremos. Por lo tanto, la palabra hecha pensamiento no la podemos
regalar a nadie, menos a esos pobres diablos que son los tiranos, Césares o no.
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