Por Marco Negrón
Es difícil encontrar
una metáfora más potente del menosprecio del poder por la ciudad y los
ciudadanos que la caraqueña Avenida Urdaneta, en cuyos escasos dos kilómetros
se concentra la mayor cantidad de despachos del alto gobierno, desde la
Presidencia de la República hasta el Banco Central y no menos de cuatro o cinco
ministerios. También, en épocas más prósperas, llegó a alojar las sedes centrales
de varios de los bancos privados más importantes del país.
Junto con la Baralt, la
Fuerzas Armadas y la Bolívar ella fue planteada ya a fines de la década de 1930
en el Plan Rotival y construida en los cincuenta. Se trató de una operación de
penetración del centro histórico que, al amparo de la ideología modernizadora
de la época, consideraba esencial facilitar el acceso del automóvil para que
los viejos cascos de las ciudades no murieran, tesis duramente cuestionada por
la realidad pero que no le impidió convertirse en la “principal vía comercial”
de la capital.
El tratamiento dado a cada
una de esas avenidas fue diferente: contrariamente al concepto original de
bulevar parisino esbozado por Rotival, la Bolívar, montada sobre un terraplén,
fue construida como autopista vedada a los peatones; la Baralt y la Fuerzas
Armadas se construyeron como avenidas urbanas normales, con tres canales por
sentido y aceras con acabado en concreto, de dimensiones razonablemente
generosas para los parámetros de entonces. Las medidas de la Urdaneta no fueron
diferentes, pero su característica distintiva se plasmó en las aceras: en vez
del acabado en concreto, fueron rematadas en mosaico con un limpio y hermoso
diseño que recordaba el de la playa de Copacabana en Río de Janeiro y le
otorgaba un aire de especial distinción: un gesto sutil a través del cual se
subrayaba la particular importancia que se otorgaba a la vía.
Hoy ella es irreconocible:
el dibujo original se difumina bajo capas de mugre cuando no ha desaparecido
del todo, sustituido por parches colocados sin criterio alguno, obras a todas
luces de albañiles neófitos si se juzga por el desprolijo acabado; aquí y allá
se encuentran restos de mobiliario urbano que en algún momento se decidió
eliminar sin retirar las planchas y pernos que los fijaban al pavimento,
convirtiéndose en escondidas amenazas al caminan-te. Las sucesivas crisis
financieras le pusieron la guinda a la torta: los edificios de los bancos
intervenidos pasaron a manos del Estado a través de Fogade y en muchos
se instalaron dependencias públicas que muestran total desapego hacia el
inmueble, induciendo su deterioro prematuro. Por supuesto, al calor de esta
debacle universal los comercios de calidad han ido desapareciendo, los
vendedores ambulantes (y las motocicletas) invaden las aceras; los quicios de
los edificios se han convertido en el refugio donde pasan la noche los muchos
indigentes que la habitan. La calzada, generosa en huecos, la saturan filas
interminables de humeantes “camioneticas”, el incalificable transporte público
superficial caraqueño, que van dejando o recogiendo pasajeros donde mejor les
parece.
Por supuesto, las ciudades
cambian y con ellas sus calles; pero una cosa es cambiar y otra degradarse. La
Urdaneta sigue siendo la sede del poder, por lo que, inevitablemente, refleja
la calidad de quienes lo detentan. Por eso, cuando veamos que ella recupera su
esplendor, sabremos que ha habido un cambio positivo en quienes la habitan y
que la nación entera comienza a salir del foso al que ha sido conducida por la
desidia, incompetencia y corrupción de quienes, abusivamente, pretendieron
ampararse bajo el manto de la revolución.
29-11-16
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