Steven Levitsky y
Daniel Ziblatta 21 December 2016
La
elección de Donald Trump ha planteado una pregunta que pocos estadounidenses se
imaginaron: ¿nuestra democracia está en peligro? Con la excepción de la Guerra
Civil, la democracia estadounidense nunca se ha derrumbado. De hecho, nunca ha
existido una democracia tan rica y establecida como la de Estados Unidos. Sin
embargo, la pasada estabilidad no garantiza la supervivencia futura de la
democracia.
Hemos
dedicado dos décadas al estudio del surgimiento y la caída de la democracia en
Europa y América Latina. Nuestras investigaciones muestran varias señales de
alarma.
La más
clara es el ascenso de políticos antidemocráticos en las instituciones
políticas. Con base en un cuidadoso análisis de la desaparición de la
democracia en Europa durante la década de 1930, el eminente especialista en
Ciencias Políticas Juan J. Linz diseñó una “prueba de fuego” para identificar a
los políticos que se oponen a la democracia. Sus indicadores incluyen una
deficiencia para rechazar terminantemente la violencia, una disposición para
restringir las libertades civiles de sus rivales y la negación de la
legitimidad de los gobiernos electos.
Los
resultados de Trump para esta prueba son positivos. Durante la campaña alentó
la violencia entre sus seguidores; suplicó enjuiciar a Hillary Clinton; amenazó
con tomar acciones legales contra los medios de comunicación que no lo
favorecían, y sugirió que podría no aceptar los resultados de la elección.
Esta
conducta contraria a la democracia ha continuado desde que ganó la elección.
Con el falso argumento de que perdió el voto popular por “millones de personas
que votaron ilegalmente”, Trump desafió abiertamente la legitimidad de proceso
electoral. Al mismo tiempo ha mostrado un desdén notable hacia los informes de
las agencias de inteligencia de Estados Unidos que sostienen que Rusia recurrió
al hackeo para favorecerlo en la votación.
Trump
no es el primer político estadounidense con tendencias autoritarias (otros
ejemplos notables son el gobernador de Luisiana Huey Long y Joseph McCarthy, el
senador de Wisconsin). Sin embargo, sí es el primero en la historia moderna de
Estados Unidos en ser elegido presidente. Esto no se debe necesariamente a que
los estadounidenses se hayan vuelto más autoritarios (el electorado siempre ha
tenido una veta autoritaria). Más bien muestra que los filtros institucionales
que supuestamente servirían para protegernos de los extremistas, como el
sistema para elegir al candidato de un partido, y los medios noticiosos
fallaron.
Muchos
estadounidenses no están preocupados por las inclinaciones autoritarias de
Trump porque confían en que el sistema de vigilancia entre los distintos
órganos gubernamentales lo limiten.
No
obstante, las salvaguardas institucionales que protegen la democracia de
Estados Unidos pueden ser más débiles de lo que se imaginan. Una constitución
bien diseñada no es suficiente para asegurar una democracia estable: esa
lección la aprendieron muchos dirigentes independentistas de América Latina
cuando adoptaron el modelo constitucional estadounidense a principios del siglo
XIX y lo único que lograron fue ver cómo sus países se sumían en el caos.
Las
instituciones democráticas deben reforzarse mediante fuertes normas informales.
Como un juego de básquetbol improvisado en el que no hay árbitro, las
democracias funcionan mejor cuando las reglas no escritas, conocidas y
respetadas por todos los jugadores, garantizan un mínimo de civilidad y
cooperación. Las normas funcionan como las columnas para la democracia y evitan
que la competencia política se convierta en un conflicto caótico y sin límites.
Entre
las reglas informales que han sostenido a la democracia estadounidense destacan
los límites partidistas y el juego limpio. Durante un largo periodo en la
historia de Estados Unidos, los dirigentes de ambos partidos han resistido la
tentación de usar su control temporal de las instituciones para maximizar la
ventaja partidista, sin sobrepasarse con el poder conferido por esas
instituciones.
Existía
una comprensión compartida de que las prácticas que van en contra de la mayoría
como, por ejemplo, las obstrucciones por parte del senado se usarían muy
excepcionalmente; que el senado concordaría (dentro de lo razonable) con la
nominación por parte del presidente de los jueces de la Suprema Corte, y que
los votos de importancia extraordinaria (como para una destitución) requerían
un consenso bipartidista. Esas prácticas ayudaron a evitar un descenso hacia
las virulentas luchas partidistas que destruyeron a muchas de las democracias
europeas en los años treinta.
Sin
embargo, las normas de contención partidista se han erosionado en las últimas
décadas. En 1998, con el juicio a Bill Clinton que fue promovido por los
republicanos se abandonó la idea de un consenso bipartidista sobre el juicio
político. El filibusterismo, que alguna vez fue algo raro, se ha convertido en
una herramienta de rutina para el bloqueo legislativo. Como han demostrado los
politólogos Thomas Mann y Norman Ornstein, el declive de la contención
partidista ha hecho que las instituciones democráticas sean cada vez más
disfuncionales.
El
rechazo de los republicanos a elevar el techo de la deuda en 2011, que puso las
tasas crediticias estadounidenses en riesgo a cambio de una ganancia
partidista, y el rechazo del senado a considerar al candidato del presidente
Obama para la Corte Suprema (con lo cual permitió, en esencia, que los
republicanos roben un asiento en la corte) ofrecen un panorama alarmante de la
vida política sin contención partidista.
Las
normas para la contención presidencial también están en riesgo. La ambigüedad
de la constitución sobre los límites de la autoridad ejecutiva puede tentar a
los presidentes para tratar de distender esos límites. Aunque el poder
ejecutivo se ha expandido en décadas recientes, en última instancia ha estado
regido por la prudencia y la contención de los presidentes.
A
diferencia de sus predecesores, Trump rompe reglas de manera constante. Hay
señales de que busca disminuir el papel tradicional de los medios noticiosos
mediante Twitter, mensajes de video y eventos públicos para burlar a los
equipos de prensa de la Casa Blanca y comunicarse directamente con los votantes,
copiando a líderes populistas como Silvio Berlusconi de Italia, Hugo Chávez de
Venezuela y Recep Tayyip Erdogan de Turquía.
Una
norma incluso más básica que es amenazada hoy en día es la idea de la oposición
legítima. En una democracia, los rivales partidistas deben aceptar plenamente
el derecho del otro a existir, competir y gobernar.
Los
demócratas y los republicanos pueden disentir profundamente pero deben verse
como estadounidenses leales y aceptar que el otro bando algún día ganará las
elecciones y dirigirá al país. Sin esa aceptación mutua, la democracia peligra.
A lo largo de la historia, los gobiernos han usado el argumento de que sus
oponentes son desleales, criminales o una amenaza al estilo de vida de una
nación para justificar actos de autoritarismo.
La
idea de la oposición legítima ha estado arraigada en Estados Unidos desde
principios del siglo XIX, interrumpida solo por la Guerra Civil. Sin embargo,
eso podría estar cambiando ahora, con el creciente cuestionamiento por parte de
los derechistas extremos de la legitimidad de sus rivales liberales. Durante la
última década, Ann Coulter escribió éxitos editoriales en los que describe a
los liberales como traidores, y el movimiento birther cuestionó la nacionalidad
estadounidense del presidente Obama.
Tal
extremismo, alguna vez confinado a los márgenes de la política, ahora es parte
central. En 2008, Sarah Palin, la candidata republicana a la vicepresidencia,
vinculó a Barack Obama con el terrorismo. Este año, el Partido Republicano
nominó a un birther como su candidato presidencial. La campaña de Trump se
centró en el argumento de que Hillary Clinton era una criminal que debería
estar en la cárcel; se coreó “¡Enciérrenla!”, en la Convención Nacional
Republicana. En otras palabras, los dirigentes republicanos, incluyendo al
presidente electo, respaldaron la opinión de que la candidata demócrata no era
una rival legítima.
Entonces
el riesgo que enfrentamos no solo es el de un presidente proclive a lo no
liberal, sino que la elección de ese mandatario sucedió cuando las vallas de
contención que protegen a la democracia estadounidense no están tan firmes.
La
democracia estadounidense no está en riesgo inminente de derrumbarse. Si
prevalecen las circunstancias normales, las instituciones se las arreglarán a
lo largo de la presidencia de Trump. Sin embargo, no está tan claro cómo le irá
a la democracia en una crisis.
En
caso de una guerra, un ataque terrorista de gran magnitud o bien disturbios o
protestas a gran escala (los cuales son totalmente posibles) un presidente con
tendencias autoritarias e instituciones desestabilizadas podría significar una
amenaza grave a la democracia estadounidense. Debemos estar en guardia. Las
señales de alerta son reales.
Steven
Levitsky y Daniel Ziblatta son profesores de la Universidad de Harvard.
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