FÉLIX PALAZZI 18 de noviembre de 2017
Da la
impresión de que nos hemos habituado demasiado rápido a leer dramáticas cifras
de homicidios; nos vamos adaptando, poco a poco, a las restricciones cada vez
más acentuadas y a la escasez de alimentos y medicinas; asistimos casi como en
una rutina mensual a despedidas de amigos que logran salir del país en busca de
un futuro mejor; sobrellevamos embates cotidianos de la convivencia en los
medios públicos, en el tráfico vehicular, con el malandro de la cuadra o el
abusador cotidiano.
Lo
cierto es que como sociedad no prevalece la tolerancia, al contrario, existe
una profunda intolerancia en todos los sectores, pero no debemos confundir el
contenido ético de la tolerancia con la indiferencia. Cuando la intolerancia se
instaura como forma común en una sociedad, ésta degenera o bien en la
confrontación o bien en la indiferencia, que es la forma más común asumida por
aquellos que no pueden huir de la realidad o se ven imposibilitados de hacerse
cargo de la misma. La indiferencia no es un valor ético y mucho menos humano,
ya lo recordaba Benedicto XVI: “toda forma de indiferencia es radicalmente
contraria al profundo interés cristiano por el hombre y su salvación. La
verdadera tolerancia presupone siempre el respeto del otro, del ser humano, que
es criatura de Dios”. La tolerancia tiene su principal fundamento en la
dignidad de la persona, pero no existe como posibilidad sin el reconocimiento y
la custodia del valor de la dignidad del otro.
Dignidad
humana
Urge crear espacios y mecanismos de reconocimiento y custodia de la dignidad humana. Esta tarea le corresponde a la sociedad civil organizada y a las instituciones que se puedan sumar en esta tarea.
Una
ideología totalitaria logra imponerse cuando ha alcanzado doblegar el ánimo
colectivo. Su mayor victoria consiste en desarticular las fuerzas vitales que
incentivan cualquier forma de manifestación articulada. La indiferencia y el
relativismo se esconden así bajo solapadas formas de tolerancia y respeto. En
nuestro presente parece haber alcanzado su objetivo.
La V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en el 2007,
advertía: “constatamos un cierto progreso democrático que se demuestra en
diversos procesos electorales. Sin embargo, vemos con preocupación el acelerado
avance de diversas formas de regresión autoritaria por vía democrática que, en
ciertas ocasiones, derivan en regímenes de corte neopopulista. Esto indica que
no basta una democracia puramente formal, fundada en la limpieza de los
procedimientos electorales, sino que es necesaria una democracia participativa
y basada en la promoción y respeto de los derechos humanos. Una democracia sin
valores, como los mencionados, se vuelve fácilmente una dictadura y termina
traicionando al pueblo”.
Límite
Toda tolerancia tiene un límite y su límite es ella misma. La tolerancia se construye no sólo en el reconocimiento de la dignidad del ser humano y su libertad de conciencia, sino también en su servicio a la justicia y la verdad. Es decir, sin el empeño en la búsqueda de la justicia y de instituciones jurídicas que la garanticen es imposible que la tolerancia tenga lugar en nuestra sociedad. Este empeño por la justicia nos corresponde a todos, y no sólo a las instancias partidistas, pues ella empieza en todo acto que reconoce la vida, la custodia y la favorece para, finalmente, protegerla, sólo así hay justicia en nuestros actos y en nuestra sociedad. Fuera de los límites de la tolerancia no hay justicia posible ni tampoco paz. Sólo violencia.
Félix
Palazzi
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