Por Carolina Gómez-Ávila
Las ideologías que tantos
adeptos captaron en el siglo XX ya no cautivan a las masas. Los aspirantes a
ejercer el poder han acudido al sincretismo para crear nuevos adefesios con los
cuales hacer renacer la esperanza -moneda de intercambio electoral- y la fe en
el líder -garantía de lealtad sin cuestionamientos.
A finales del siglo pasado, un
hombre con un proyecto personalista y totalitario inventó una ideología que
insuflara ambas -esperanza y fe- en cantidad suficiente para eternizarse en el
poder. Lo logró a través una propuesta siempre inacabada, siempre perfectible,
siempre por construir, en la cual acomodaría lo que necesitara para sus fines.
La llamó “el socialismo del siglo XXI”.
No fue casual. Este hombre
sabía del fuerte núcleo socialdemócrata de la población y observó que sus
principales sottocapi se identificaban con interpretaciones variadas
y confusas del pensamiento de izquierda. Notó que el socialismo podía ayudarle
a canalizar las populares aspiraciones de igualdad y distribución de la riqueza
y que el naciente siglo XXI le permitiría incluir todo lo demás que quisiera,
incluso si contradecía postulados socialistas, presentándolo como una evolución
endógena a través de las variantes bolivariana -para exaltar y fidelizar a
militares-, la zamorana -para cebar el odio de clases- y la robinsoniana -para
ideologizar desde el sistema educativo a quienes lo sostendrían en el poder.
Antes de devenir en dictadura,
el socialismo del siglo XXI sufrió una mitosis. Los Poderes Fácticos que habían
entronizado a este hombre invirtiendo ingentes recursos, quedaron fuera de la
ecuación de mando a pesar de que les permitieron conservar cuotas de poder
económico. Como no obtuvieron rédito político sobre el capital abonado, lo
intentan ahora con otro mamarracho ideológico.
Se trata de la antipolítica,
siempre pretendiendo llegar al poder sin pasar por el ejercicio partidista que
manda la democracia. Con simpleza ha llamado socialismo a la aplicación de una
política económica de sometimiento y control, proponiendo el libre mercado como
vengador de todo lo que hayamos perdido en los últimos 3 lustros. La
antipolítica fundamenta su discurso en el ataque a los políticos, acusándolos
de defender oscuros intereses o de no interpretar adecuadamente la realidad
social que, sin embargo, está excluida de su propia agenda cuyo centro es la
gestión económica. Su objetivo final es que toda decisión política desaparezca
y sea sustituida por lo que dicte un mercado sin interferencias. De esta
manera, las aspiraciones que la sociedad tenga acerca de la democracia, la
legitimidad, la igualdad y la justicia tendrían más relación con la libre
competencia y la presión de los monopolios que con los criterios que sólo
pueden defenderse a través de la actividad política.
Como la antipolítica se vale
del discurso de eficiencia gerencial salpicado con algunos conceptos
seudorrepublicanos o seudodemocráticos, es fácil que estas ideas percolen entre
compatriotas desesperados y desinformados que no se creen obligados a entender
las relaciones de poder, abandonando el ejercicio ciudadano y convirtiéndose en
clientes dispuestos a apoyar otro proyecto de dominación igual de cruel, aunque
lo llamen “el liberalismo del siglo XXI”.
18-11-17
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