Humberto García Larralde 04 de octubre de 2018
Confieso
ser cobarde a la hora de encarar los horrores del régimen de Maduro. La imagen
del niño de 12 años con menos de 11 kg. de peso que murió de inanición, la del
joven Vallenilla fusilado a sangre fría por un miserable soldado cuando ejercía
su derecho a la protesta pacífica, los relatos de torturas y tratos viles a
estudiantes presos y tantos más, me aplastan. Trato de evitar los detalles de
cada nuevo vejamen. Porque son demasiados, muchísimos.
Ahora
son los miles de compatriotas que, a diario, huyen del hambre a pie por
carreteras de países hermanos, muchas veces con niños, pero siempre sin dinero.
Pero no hay escapatoria de tanto horror, por más que se intente evitar sus
imágenes. La inevitable pregunta es, ¿Por qué someter al pueblo a tanto
sufrimiento, por qué tanta maldad? Uno está acostumbrado a ver al crimen y al
atropello a los demás como una anomalía, como algo que transgrede la
convivencia entre humanos y que, por tanto, la sociedad busca castigar.
Pero
cuando la maldad se convierte en sistema, escapa de nuestra comprensión. Lo que
podía parecer una infantilidad, que el sufrimiento de los venezolanos se debe a
gente malvada, se convierte en realidad palpable que clama por su análisis como
categoría
Es
menester entender que la maldad se manifiesta como resultado de decisiones y
acciones de quienes tienen poder sobre los demás. No existe a priori ni ocurre
por accidente. ¿En qué condiciones se convierte la maldad en elemento
distintivo de un régimen? Ofrezco tres dimensiones para abordar esta pregunta,
de ninguna manera excluyentes entre sí. La primera, sicológica, apunta a
traumas personales que se expresan en la forma de resentimientos, odios y sed
de venganza que terminan siendo descargados a través de actos de maldad. Es el
caso de los sociópatas y sicópatas. Valga la confesión impúdica de Delcy
Rodríguez: “la revolución Bolivariana es nuestra venganza personal”.
No
siendo experto en el tema, no añado comentarios. La defensa de privilegios
basados en injusticias, atropellos y/o despojos que afectan a otros, representa
otra dimensión de la maldad. Es la maldad del gánster –o del potentado– que
estamos acostumbrados a ver en películas y series televisivas1 . El capo y/o
sus mafiosos descargan su maldad sobre quienes interfieran con sus fuentes
(ilegales) de lucro y posición social, o amenacen con hacerlo. Sin duda que el
régimen de expoliación en que se convirtió la Revolución Bolivariana está en la
base de extendidas maldades cometidas contra los venezolanos.
La
negativa a rectificar políticas que claramente han provocado hambre y muerte se
debe a que éstas –la intervención discrecional del estado, los controles,
expropiaciones y las normas punitivas–, son fuente de riquezas para las mafias
militares y civiles que hoy depredan al país. Que ello se exprese en una
pavorosa hiperinflación que empobrece drásticamente a las mayorías, que hayan
destruido la empresa petrolera y provocado el colapso de servicios públicos
básicos, causando gran malestar a la población, les rueda: ¡“El show –el
saqueo—debe continuar”! Y como en todo saqueo lo que amasan unos es
necesariamente en detrimento de otro(s), es menester someter como sea a quien
se interponga.
Los
asesinatos cometidos por militares en la región minera de Guayana, en barrios
populares con robo frecuente de enseres de la vivienda de la víctima, las
confiscaciones de transportistas en aduanas o fronteras, y de negocios de todo
tipo, son actos de maldad de este orden. Tales crímenes por parte de la fuerza
pública revelaban antes grietas en el Estado de 1 En la medida en que acciones
de guerra son vistas como respuesta a las injusticias del bando contrario –todo
depende del lado desde donde se mire–, entrarían también bajo esta
consideración. Derecho. Hoy se han convertido en sistema, amparado en la
desaparición de todo contrapoder de supervisión y denuncia. Diosdado y El
Aissami son figuras emblemáticas de ese sistema.
Por
último, están las construcciones ideológicas, maniqueas, del fascismo, que
“legitiman” toda acción requerida para aplastar a quienes amenazan las
“conquistas” del pueblo. “Verdades” reveladas por la mitología, la Historia
(con mayúscula) o por dogmas religiosos cerrados, presagian destinos
providenciales que motivan la acción a su favor de sectas diversas. “El fin
justifica los medios”. No hay freno moral, ético o, mucho menos, legal, que
debe interponerse a su consecución. Más bien, la ética y la moral se determinan
a partir de su funcionalidad para con el fin trascendental.
Se
disuelve toda referencia entre bien y mal, entre lo que es correcto y lo que es
incorrecto, que no derive de aquél2 . Por eso a la moral “revolucionaria” le
hace cosquillas la observación de derechos humanos consagrados en la
Declaración Universal de las NN.UU., en las legislaturas de la mayoría de los
países y en los estatutos de tantas organizaciones internacionales, a pesar de
constituir quizás la conquista más importante de la humanidad. Se le atribuye a
Stalin haber afirmado que la muerte de un individuo es una tragedia, la de
miles, una mera estadística. Las fuerzas inexorables de la Historia no se
sujetan a pequeñeces. Pero los que comandan el régimen de expoliación
venezolano no necesitan creer realmente las sandeces que profieren para cometer
sus maldades. Éstas cumplen dos propósitos: alimentan el odio y el espíritu de
secta de sus seguidores, facilitando su regimentación en bandas violentas; y
sirven para absolver conciencias.
Cuando
Maduro y los suyos niegan que el pueblo padece hambre o que la tragedia de su
emigración masiva es un “montaje”, se amparan en un imaginario platónico en el
que “el pueblo” no es la gente de carne y hueso que padece sus desatinos, sino
un ente idealizado construido con base en clichés y embustes: “su” pueblo. El
refugio en esa falsa realidad no solo facilita la evasión del horror que han
urdido, sino que “justifica” las maldades cometidas contra los venezolanos.
Por
último, como el fin justifica los medios, los sicópatas y sociópatas
mencionadas arriba obtienen reconocimiento, siempre que rindan pleitesía a las
verdades reveladas en los clichés. Sus perversiones se refuerzan con la
absolución ideológica, construyendo un sistema de contravalores que sirve para
reclutar a los peores.
Los
“malos”, que existen en toda sociedad, de pronto son los que mandan. En
Venezuela estas tres fuentes de la maldad se entrelazan y refuerzan entre sí.
Maduro, bajo directrices cubanas, ha sembrado una mentalidad de guerra para
justificar sus atropellos. De ahí la afinidad de militares inescrupulosos con
el régimen, pero, sobre todo, por su complicidad en el saqueo de la nación
La
formación militar, basada en la obediencia sin discusión, mandos autoritarios y
el uso de la violencia (la muerte) como instrumento de acción, o la amenaza de
ella, es fácil presa de embelesos fascistas. El problema fundamental es cómo
derrotar la maldad cuando ésta se convierte en sistema. Los testimonios recogen
que Hitler, refugiado en su bunker ante el asedio de tropas soviéticas a las
afueras de Berlín, echaba pestes al pueblo alemán porque no había estado “a la
altura” de sus designios.
Lejos
de explorar posibilidades de rendición negociada, manda a reclutar adolescentes
y a fusilar en el acto a quién intentase desertar. Es menester aislar la
manzana podrida de la maldad, derrotando los incentivos perversos que le dan
beligerancia. La defensa de los derechos humanos y políticos que el régimen
neofascista ha conculcado, y su conexión con las aspiraciones de los
venezolanos por una vida mejor debe ser siempre el norte.
2 De
ahí la famosa “banalidad del mal” con que Hannah Arendt acuñó la amoralidad con
que Adolf Eichmann envió centenares de miles de judíos a su exterminio.
Humberto
García Larralde
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