Francisco Fernández-Carvajal 28 de marzo de 2019
— El
amor infinito de Dios por cada hombre.
— El
Señor nos ama siempre. También cuando le ofendemos, tiene misericordia de
nosotros.
—
Nuestra correspondencia. El primer mandamiento. Amor a Dios en las incidencias
de cada día.
I. En
toda la Sagrada Escritura se habla continuamente del amor de Dios por nosotros.
Nos lo hace saber de muchas maneras. Nos asegura que, aunque una madre se olvidara
del hijo de sus entrañas, Él jamás se olvidará de nosotros, pues nos
lleva escritos en su mano para tenernos siempre a la vista1.
La
Primera lectura de la Misa, del libro del profeta Oseas, es uno de esos textos
que muestran el triunfo emocionante del amor de Dios sobre las infidelidades y
las conversiones hipócritas de su pueblo. Israel reconoce al fin que no le
salvarán alianzas humanas, ni dioses fabricados por sus manos2,
ni holocaustos vacíos, sino el amor, expresado en la fidelidad a la Alianza. Se
vislumbra entonces una felicidad sin límites. La misma conversión es obra del
amor de Dios, pues todo nace de Él, que nos ama con largueza. Yo curaré
sus extravíos –leemos–, los amaré sin que lo merezcan, mi
cólera se apartará de ellos. Seré rocío para Israel, florecerá como azucena,
arraigará como el álamo. Brotarán sus vástagos, como el olivo será su
esplendor, su aroma como el Líbano. Volverán a descansar a su sombra:
cultivarán el trigo, florecerán como la viña, será su fama como la del vino del
Líbano3.
Jamás
podremos imaginar lo que Dios nos ama. Para salvarnos, cuando estábamos
perdidos, envió a su Unigénito para que, dando su vida, nos redimiera del
estado en que habíamos caído: tanto amó Dios al mundo que le dio a su
Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la
vida eterna4.
Este mismo amor le mueve a dársenos por entero de un modo habitual, habitando
en nuestra alma en gracia: Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi
Padre lo amará, y vendremos a él y en él haremos morada5,
y a comunicarse con nosotros en lo más íntimo de nuestro corazón, durante estos
ratos de oración y en cualquier momento del día.
«Hasta
te serviré, porque vine a servir y no a ser servido. Yo soy amigo,
y miembro y cabeza, y hermano y hermana, y madre; todo lo soy, y solo quiero
contigo intimidad. Yo, pobre por ti, mendigo por ti, crucificado por ti,
sepultado por ti; en el cielo intercedo por ti ante Dios Padre; y en la tierra
soy legado suyo ante ti. Todo lo eres para Mí, hermano y coheredero, amigo y
miembro. ¿Qué más quieres?»6.
¿Qué más podemos desear? Cuando contemplamos al Señor en cada una de las
escenas del Vía Crucis es fácil que desde el corazón se nos
venga a los labios el decir: «¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me
he vuelto loco?»7.
II. No
tienes otros iguales, Señor: Grande eres y haces maravillas, tú eres el único
Dios8. Una de las mayores maravillas es el amor que nos tiene. Nos
ama con amor personal e individual, a cada uno en particular. Jamás ha dejado
de amarnos, de ayudarnos, de protegernos, de comunicarse con nosotros; ni
siquiera en los momentos de mayor ingratitud por nuestra parte o cuando
cometimos los pecados más graves. Quizá, en esas tristes circunstancias, ha
sido cuando más atenciones hemos recibido de Dios, como nos muestra en las
parábolas en las que quiso expresar de modo singular su misericordia: la oveja
perdida es la única que es llevada a hombros, la fiesta del padre de familia es
para el hijo que dilapidó la herencia pero que supo volver arrepentido, la
dracma perdida es cuidadosamente buscada por su dueña hasta encontrarla...9.
A lo
largo de nuestra vida, la atención de Dios y su amor para cada uno de nosotros
han sido constantes. Ha tenido presentes todas las circunstancias y sucesos por
los que habíamos de pasar. Está junto a nosotros en cada situación y en todo
momento: Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo10,
hasta el último instante de nuestra vida.
¡Tantas
veces se ha hecho el encontradizo! En la alegría y en el dolor, a través de lo
que al principio nos pareció una gran desgracia, en un amigo, en un compañero
de trabajo, en el sacerdote que nos atendía... «Considerad conmigo esta
maravilla del amor de Dios: el Señor que sale al encuentro, que espera, que se
coloca a la vera del camino, para que no tengamos más remedio que verle. Y nos
llama personalmente, hablándonos de nuestras cosas, que son también las suyas,
moviendo nuestra conciencia a la compunción, abriéndola a la generosidad,
imprimiendo en nuestras almas la ilusión de ser fieles, de podernos llamar sus
discípulos»11.
Como
muestra de amor nos dejó los sacramentos, «canales de la misericordia divina».
Entre ellos, por recibirlos con más frecuencia, le agradecemos ahora de modo
particular la Confesión, donde nos perdona los pecados, y la Sagrada
Eucaristía, donde quiso quedarse como una muestra singularísima de amor por los
hombres.
Por
amor nos ha dado a su Madre por Madre nuestra. Como manifestación de este amor
nos ha dado también un Ángel para que nos proteja, nos aconseje y nos preste
infinidad de favores hasta que llegue el fin de nuestro paso por la tierra,
donde Él nos espera para darnos el Cielo prometido, una felicidad sin límites y
sin término. Allí tenemos preparado un lugar.
A Él
le decimos, con una de las oraciones de la Misa de hoy: Señor, que la
acción de tu Espíritu en nosotros penetre íntimamente nuestro ser, para que
lleguemos un día a la plena posesión de lo que ahora recibimos en la Eucaristía12.
Y le damos gracias por tanto Amor, por tanta atención, que no merecemos. Y
procuramos encendernos en deseos: Amor, con amor se paga. Poéticamente expresa
esta idea Francisca Javiera del Valle: «Mil vidas si las tuviera daría por
poseerte, y mil... y mil... más yo diera... por amarte si pudiera... con ese
amor puro y fuerte con que Tú, siendo quien eres... nos amas continuamente»13.
III. Nos
dice el Evangelio de la Misa: Uno de los letrados se acercó a Jesús y
le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?
Respondió
Jesús: El primero es: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor,
y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu
mente, con todo tu ser14.
Él espera de cada hombre una respuesta sin condiciones a su amor por nosotros.
Nuestro
amor a Dios se muestra en las mil pequeñas incidencias de cada día: amamos a
Dios a través del trabajo bien hecho, de la vida familiar, de las relaciones
sociales, del descanso... Todo se puede convertir en obras de amor. «Mientras
realizamos con la mayor perfección posible, dentro de nuestras equivocaciones y
limitaciones, las tareas propias de nuestra condición y de nuestro oficio, el
alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza
del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce
sobresalto»15.
Cuando
correspondemos al amor a Dios los obstáculos se vencen; y al contrario, sin
amor hasta las más pequeñas dificultades parecen insuperables. Todo se hace
llevadero si hay unión con el Señor. «Todas estas cosas, sin embargo, hállanlas
difíciles los que no aman; los que aman, al revés, eso mismo les parece
liviano. No hay padecimiento, por cruel y desaforado que sea, que no lo haga
llevadero y casi nulo el amor»16.
La alegría mantenida aun en medio de las dificultades es la señal más clara de
que el amor de Dios informa todas nuestras acciones, pues –como comenta San
Agustín– «en aquello que se ama, o no se siente la dificultad o se ama la misma
dificultad (...). Los trabajos de los que aman nunca son penosos»17.
El
amor a Dios ha de ser supremo y absoluto. Dentro de este amor caben todos los
amores nobles y limpios de la tierra, según la peculiar vocación recibida, y
cada uno en su orden. «No sería justo decir: “O Dios o el hombre”. Deben amarse
“Dios y el hombre”; a este último, nunca más que a Dios o contra Dios o igual
que a Dios. En otras palabras: el amor a Dios es ciertamente prevalente, pero
no exclusivo. La Biblia declara a Jacob santo y amado por Dios; lo muestra
empleando siete años en conquistar a Raquel como mujer, y le parecen pocos
años, aquellos años –tanto era su amor por ella–. Francisco de Sales comenta
estas palabras: “Jacob –escribe– ama a Raquel con todas sus fuerzas y con todas
sus fuerzas ama a Dios; pero no por ello ama a Raquel como a Dios, ni a Dios
como a Raquel. Ama a Dios como su Dios sobre todas las cosas y más que a sí
mismo; ama a Raquel como a su mujer sobre todas las otras mujeres y como a sí
mismo. Ama a Dios con amor absoluto y soberanamente sumo, y a Raquel con su
amor marital; un amor no es contrario al otro, porque el de Raquel no viola las
supremas ventajas del amor de Dios”»18.
El
amor a Dios se manifiesta necesariamente en el amor a los demás. La señal
externa de nuestra unión con Dios es el modo como vivimos la caridad con
quienes están junto a nosotros. En esto conocerán todos que sois mis
discípulos...19,
nos dejó dicho el Señor: en la delicadeza en el trato, en el respeto mutuo, en
el pensar del modo más favorable de los otros, en las pequeñas ayudas en el
hogar o en el trabajo, en la corrección fraterna amable y oportuna, en la
oración por el más necesitado...
Pidámosle
hoy a la Virgen que nos enseñe a corresponder al amor de su Hijo, y que sepamos
también amar con obras a sus hijos, nuestros hermanos.
1 Is 49,
15-17. —
2 Cfr. Os 14,
4. —
3 Primera
lectura. Os 14, 2-10. —
4 Jn 3,
16. —
5 Jn 14,
23. —
6 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 76. —
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 425. —
8 Antífona
de entrada. Sal 85, 8. 10. —
9 Cfr. Lc 15,
1 ss. —
10 Mt 28,
20. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 59.
—
12 Oración
después de la comunión. —
13 Francisca
Javiera del Valle, Decenario al Espíritu Santo, Rialp,
Madrid 1974, 4ª edic., p. 139. —
14 Mc 12,
28-30. —
15 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 296. —
16 San
Agustín, Sermón 70. —
17 ídem, De
bono viduitatis, 21, 26. —
18 Juan
Pablo I, Audiencia general, 27-9-1978. —
19 Jn 13,
35.
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