Por Simón García
El extremismo es la pólvora
de la polarización. Para los extremistas solo ellos existen. Los únicos puros,
según raseros ideológicos y moralistas. Refractarios al pluralismo. Poseídos
por un sistema de dogmas indiscutibles, blanden su verdad como un sable.
Incapaces de compartir espacios, su delirio es el control. Y someter al
contrario a la disyuntiva de subordinación o exterminio.
Estas características valen
para todo extremismo, provenga de la oposición o del gobierno, aunque este
último es el más nocivo, porque tiene al Estado y mantiene la capacidad de
ejecutar la violencia contra la población. A ambos los horrorizan los
territorios intermedios.
En nuestros extremistas
impera el mantra “dictadura no sale con votos”, soldado al convencimiento sobre
la impotencia de las fuerzas internas para lograr el cambio y a la
inevitabilidad de una invasión de ejércitos extranjeros, pese a la cesión de
autonomía que implica. Inmediatistas por autoritarios, esclavizados al todo o
nada ya, sucumben a los atajos y al pensamiento rápido.
La política extremista
convirtió el 20 de mayo en el viernes negro de la vía electoral. Antes propició
el error fatal del 2005 que entregó toda la Asamblea al gobierno.
Increíblemente lo reprodujo en una elección presidencial, con un 80% del país
enardecido por la incapacidad y corrupción del gobierno. Desechó una victoria
que, si hubiera sido desconocida, tendría hoy a un presidente respaldado por
los votos y a un usurpador sin pretextos leguleyos.
La política extremista
rechaza el diálogo y la negociación porque pretende sustituir la hegemonía
totalitaria del régimen, por otra no compartida. Criminaliza a todos los
componentes de la coalición dominante, incluso a los sectores populares que la
sostienen, porque la refuerza impedir cualquier posible entendimiento entre las
partes en conflicto. Pero, una vez que se dinamita el acuerdo, ¿qué nos queda?
La política extremista es el
abandono de la lucha pacífica y la deriva a la violencia. Es una ingenuidad que
los que no tienen las armas, pidan resolver la crisis a balazos. Sólo las
dictaduras les huyen a las elecciones, porque es el ámbito donde condensa sus
debilidades.
El liderazgo de Juan Guaidó
es radical, no extremista. Planta una confrontación, en la doble acepción de la
palabra, pero abre opciones entre las dos aceradas hojas de los extremistas del
gobierno y de la oposición.
Los avances debidos a Guaidó
y a la Asamblea Nacional crearon fortalezas que permiten aislar al usurpador,
convencer al país de que sólo un entendimiento de amplio espectro hará posible
ponerles fin a los sacrificios de la población y comenzar pronto la
recuperación de condiciones dignas de vida, la democracia, el mercado y
bienestar inclusivo y sustentable.
Estamos en un buen momento
para evitar que se desvanezca el impacto emocional de Guaidó. Sin ignorar que
el cálculo sobre el 23 de febrero fracasó y mostró los límites del fechismo y
del sí o sí. El razonamiento lleva a la urgencia de flexibilizar la ruta y
llenar algunos vacíos estratégicos que le añadan eficacia.
Su riesgo actual consiste en
separarse del país moderado y pisar el peine de la ilusoria aventura de que la
democracia sólo puede renacer de profundizar el conflicto, generalizar el caos
y esperar por la implosión o la invasión.
31-03-19
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