Francisco Fernández-Carvajal 16 de junio de
2019
— Una vida nueva. Dignidad del cristiano.
— La gracia santificante, participación en la
naturaleza divina.
— La gracia nos lleva a la identificación con Cristo:
docilidad, vida de oración, amor a la Cruz.
I. Los cristianos,
desde el momento en que se nos infunde la gracia santificante en el Bautismo,
tenemos una nueva vida sobrenatural, distinta de la existencia común de los
hombres; es una vida particular y exclusiva de quienes creen en Cristo, de
aquellos que nacen no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni
de querer de hombre, sino que nacen de Dios1.
En el Bautismo, el cristiano comienza a vivir la misma vida de Cristo2.
Entre Él y nosotros se ha establecido una comunión de vida distinta, superior y
más fuerte e íntima que la de los miembros de la sociedad humana. La unión con
el Señor es tan profunda que transforma radicalmente la existencia del
cristiano, y hace posible que la vida de Dios se desarrolle como algo propio en
el interior del alma. Nuestro Señor habla de la vid y los sarmientos3,
San Pablo la compara a la unión entre el cuerpo y la cabeza4,
pues una misma savia y una misma sangre recorren la cabeza y los miembros.
La primera consecuencia de esta realidad es la dicha
incomparable de hacernos hijos de Dios; la filiación divina no
es un mero título. Cuando alguien adopta a otro como hijo le da su apellido y
sus bienes, le ofrece su cariño, pero no es capaz de comunicarle algo de su
propia naturaleza ni de su propia vida. La adopción humana es algo externo: no
cambia a la persona ni le añade perfecciones o cualidades que no sean meramente
externas (mejores vestidos, más medios para aumentar su cultura...). En la
adopción divina es distinto: se trata de un nuevo nacimiento, que produce una
admirable mejora de la naturaleza de quien es adoptado. Carísimos -escribe
San Juan-, nosotros somos ya ahora hijos de Dios5.
No es una ficción, no es otorgar un título honorífico, porque el mismo
Espíritu de Dios está dando testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de
Dios6. Es una realidad tan grande y tan alegre que le hace escribir
a San Pablo: no sois extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los
santos y miembros de la familia de Dios7.
¡Cuánto bien hará a nuestra alma considerar a menudo
que Cristo es la fuente de la que mana a raudales esta nueva vida que se nos ha
dado! Por Él -escribe San Pedro- Dios nos ha dado las
grandes y preciosas gracias que había prometido, para hacernos partícipes por
medio de estas mismas gracias de la naturaleza divina8.
Ante tal dignidad, la cabeza y el corazón se inclinan
para dar continuas gracias al Señor, que ha querido poner en nosotros tanta
riqueza, y nos decidimos a vivir conscientes de las joyas preciosas que hemos
recibido. Los ángeles miran al alma en gracia llenos de respeto y de
admiración. Y nosotros, ¿cómo vemos a nuestros hermanos los hombres, que han
recibido o están llamados a recibir esa misma dignidad? ¿Cómo nos comportamos,
llevando un tesoro de tan altísimo valor? ¿Sabemos de verdad lo que vale nuestra
alma, y lo manifestamos en la conducta, en la delicadeza con que evitamos aun
lo más pequeño que desdiga de la dignidad de nuestra condición de cristianos?
II. Al principio,
después de la primera creación, la criatura era nueva, perfecta, según la había
hecho Dios. Pero el pecado la envejeció y causó en ellas grandes estragos. Por
eso, Dios hizo otra nueva creación9:
la gracia santificante, una participación limitada de la
naturaleza divina, por la que el hombre, sin dejar de ser criatura, es
semejante a Dios, participa íntimamente en la vida divina.
Es una realidad interior que produce «una especie de
resplandor y luz que limpia todas las manchas de nuestras almas y las torna
hermosísimas y muy brillantes»10.
Esta gracia es la que une nuestra alma con Dios en un estrechísimo lazo de amor11.
¡Cómo deberemos protegerla, convencidos de que es el mayor bien que tenemos! La
Sagrada Escritura la compara a una prenda que Dios pone en los corazones de los
fieles12, a una semilla que echa sus raíces en el interior del hombre13,
a un manantial de aguas que manará sin cesar hasta la vida eterna14.
La gracia santificante no es un don pasajero y
transitorio, como ocurre con esos impulsos y mociones para realizar u omitir
alguna acción, a los que llamamos gracias actuales; es «un
principio permanente de vida sobrenatural»15,
una disposición estable radicada en la misma esencia del alma. Porque determina
un modo de ser estable y permanente –aunque se puede perder por el pecado
mortal–, se la llama también gracia habitual.
La gracia no violenta el orden natural, sino que lo
supone, lo eleva y perfecciona, y ambos órdenes se prestan mutua ayuda, porque
uno y otro de Dios proceden16.
Por eso, el cristiano, lejos de renunciar a las obras de la vida terrena –al
trabajo, a la familia...–, las desarrolla y las perfecciona, coordinándolas con
la vida sobrenatural, hasta el punto de ennoblecer la misma vida natural17.
Con esta dignidad hemos de vivir y de comportarnos en
todas nuestras acciones; en ningún momento del día debemos olvidar los dones
con que hemos sido favorecidos. Nuestra existencia será bien diferente si en
medio de los quehaceres diarios tenemos presente el honor que nos ha hecho
nuestro Padre Dios: que –por la gracia– nos llamemos hijos suyos, y que de
verdad lo seamos18.
III. La
gracia santificante diviniza al cristiano y le convierte en hijo de Dios y en
templo de la Trinidad Santísima. Esta semejanza en el ser debe reflejarse
necesariamente en nuestro obrar: en pensamientos, acciones y deseos –a medida
que progresamos en la lucha ascética–, de modo que la vida puramente humana
vaya dejando paso a la vida de Cristo. Se ha de cumplir en nuestras almas aquel
proceso interior que indican las palabras del Bautista: conviene que él
crezca y yo mengüe19.
Hemos de pedir al Señor que se haga cada vez más firme en nosotros esta aspiración:
tener en el corazón los mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en
el suyo20; y desterrar el egoísmo, el pensar excesivamente en nosotros
mismos, cualquier síntoma de aburguesamiento... Por esto, quienes se ufanan de
llevar el nombre de cristianos, no solo han de contemplar al Maestro como un
perfectísimo Modelo de todas las virtudes, sino que han de reproducir de tal
manera en sus costumbres la doctrina y la vida de Jesucristo que sean
semejantes a Él21,
en el modo de tratar a los demás, en la compasión por el dolor ajeno, en la
perfección del trabajo profesional, imitando los treinta años de vida oculta en
Nazaret...
Así se repetirá la vida de Jesús en la nuestra, en una
configuración creciente con Él que realiza de modo admirable el Espíritu Santo,
y que tiene como término la plena semejanza y unión, que se consumará en el Cielo.
Pero, considerémoslo serenamente en nuestra oración, para llegar a esa
identificación con Cristo se precisa una orientación muy clara de toda nuestra
vida: colaborar con el Señor en la tarea de la propia santificación, quitando
obstáculos a la acción del Paráclito y procurando hacer en todo lo que más
agrada a Dios, de tal manera que podamos decir, como Jesús: Mi alimento
es hacer la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a su obra22.
Esta correspondencia a la gracia –que se ha de hacer realidad día tras día,
minuto a minuto– se podría resumir en tres puntos principales: ser dóciles a
las inspiraciones del Espíritu Santo, mantener en toda circunstancia la vida de
oración, a través de las prácticas de devoción que hemos concretado en la
dirección espiritual, y cultivar un constante espíritu de penitencia.
Docilidad, porque
el Espíritu Santo «es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a
asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra
vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera»23 en
nuestro personal crecimiento interior y en el abundante apostolado que hemos de
ejercer entre nuestros amigos, parientes y colegas.
Vida de oración,
«porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor
y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la
amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino,
y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo»24.
Unión con la Cruz,
«porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la
Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada
cristiano»25, aceptando en primer lugar las contradicciones, grandes o
pequeñas, que nos llegan, y ofreciendo al Señor cada día otras muchas pequeñas
mortificaciones a través de las cuales nos unimos a la Cruz con sentido de
corredención, purificamos nuestra vida y nos disponemos para un diálogo íntimo
y profundo con Dios.
Examinemos hoy, al terminar nuestra oración, cómo es
nuestra correspondencia a la gracia en estos tres puntos, porque de ella
depende el desarrollo de la vida de la gracia en nosotros. Le decimos al Señor
que no queremos contentarnos con el nivel alcanzado en la oración, en la
presencia de Dios, en el sacrificio...; que, con su gracia y con la protección
de Santa María, no nos detendremos hasta llegar a la meta que da sentido a
nuestra vida: la plena identificación con Jesucristo.
1 Jn 1,
13. —
2 Cfr. Gal 3,
27. —
3 Jn 15,
1-6. —
4 1
Cor 12, 27. —
5 1
Jn 3, 2. —
6 Rom 8,
16. —
7 Ef 2,
19. —
8 2
Pdr 1, 4. —
9 Cfr. Santo
Tomás, Comentario a la Segunda Carta a los Corintios, IV,
192. —
10 Catecismo
Romano, II, 2, n. 50. —
11 Cfr. ibídem,
I, 9, n. 8. —
12 Cfr. 2
Cor 5, 5. —
13 Cfr. 1
Jn 3, 9. —
14 Jn 4,
14. —
15 Pío XI,
Enc. Casti connubii, 31-XII-1930. —
16 Cfr. ídem,
Enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929. —
18 Cfr. 1 Jn 3, 1. —
19 Jn 3, 30. —
20 Flp 2, 5. —
22 Jn 4,
24. —
23 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 135. —
24 Ibídem,
136. —
25 Ibídem,
137.
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