Francisco Fernández-Carvajal 26 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— La paciencia, parte de la virtud de la fortaleza.
— Paciencia con nosotros mismos, con los demás y en
las contrariedades de la vida corriente.
— Pacientes y constantes en el apostolado.
I. Los textos de la
Misa de hoy, cuando ya faltan pocos días para que termine el año litúrgico,
recogen una parte del discurso del Señor en el que hace referencia a los
acontecimientos finales de la historia. En esta larga alocución se entremezclan
diversas cuestiones relacionadas entre sí: la destrucción de Jerusalén
–ocurrida cuarenta años después–, el final del mundo y la segunda venida de
Cristo, llena de gloria y majestad. Jesús anuncia también las persecuciones que
sufrirá la Iglesia y las tribulaciones de sus discípulos. Este es el pasaje que
nos propone el Evangelio de la Misa1,
al final del cual el Señor nos exhorta a la paciencia, a la perseverancia, a
pesar de los obstáculos que se puedan presentar: In patientia vestra
possidebitis animas vestras, con vuestra paciencia salvaréis vuestras
almas.
Los Apóstoles recordarían más tarde la advertencia del
Señor: No es el siervo mayor que su señor. Si me han perseguido a Mí
también a vosotros os perseguirán2.
Con todo, estas tribulaciones no escapan a la Providencia divina. Dios las
permite porque serán ocasión de bienes mayores. La Iglesia se enriqueció en el
amor a Dios y salió siempre vencedora y fortalecida en todas sus adversidades,
como lo había anunciado el Señor: en el mundo tendréis grandes
tribulaciones; pero tened confianza, Yo he vencido al mundo3.
En este caminar en que consiste la vida vamos a sufrir
pruebas diversas, unas que parecen grandes y otras de poco relieve, en las
cuales el alma debe salir fortalecida, con la ayuda de la gracia. Estas
contradicciones vendrán unas veces de fuera, con ataques directos o velados, de
quienes no comprenden la vocación cristiana, de un ambiente paganizado adverso
o de quienes expresan una verdadera oposición a todo lo que a Dios se refiere;
en otras ocasiones, surgirán de las limitaciones propias de la naturaleza
humana, que no permiten, ¡tantas veces!, alcanzar un objetivo si no es a base
de un empeño continuado, de sacrificio, de tiempo... Pueden venir dificultades
económicas, familiares...; pueden llegar la enfermedad, el cansancio, el
desaliento... La paciencia es necesaria para perseverar, para estar alegres por
encima de cualquier circunstancia; esto será posible porque tenemos la mirada
puesta en Cristo, que nos alienta a seguir adelante, sin fijarnos demasiado en
lo que querría quitarnos la paz. Sabemos que, en todas las situaciones, la
victoria está de nuestra parte.
La paciencia, según San Agustín, es «la virtud por la
que soportamos con ánimo sereno los males». Y añadía: «no sea que por perder la
serenidad del alma abandonemos bienes que nos han de llevar a conseguir otros
mayores»4. Esta virtud lleva a soportar con buen ánimo, por amor a Dios,
sin quejas, los sufrimientos físicos y morales de la vida. Frecuentemente
tendremos que ejercerla sobre todo en lo ordinario, quizá en cosas que parecen
triviales: un defecto que no se acaba de vencer, aceptar que las cosas no
salgan como nosotros querríamos, los imprevistos que surgen, el carácter de una
persona con la que hemos de convivir en el trabajo, gentes bien dispuestas pero
que no entienden, aglomeraciones en el tráfico, retraso de los medios públicos
de transporte, llamadas imprevistas que impiden terminar el trabajo a su hora,
olvidos... Son ocasiones para afirmar la humildad, para hacer más fina la
caridad.
II. La paciencia es
una virtud bien distinta de la mera pasividad ante el sufrimiento; no es un no
reaccionar, ni un simple aguantarse: es parte de la virtud de la fortaleza, y
lleva a aceptar con serenidad el dolor y las pruebas de la vida, grandes o
pequeñas, como venidos del amor de Dios. Identificamos entonces nuestra
voluntad con la del Señor, y eso nos permite mantener la fidelidad en medio de
las persecuciones y pruebas, y es el fundamento de la grandeza de ánimo y de la
alegría de quien está seguro de recibir unos bienes futuros mayores5.
Son diversos los campos en los que el cristiano debe
ejercitar esta virtud. En primer lugar consigo mismo, puesto que es
fácil desalentarse ante los propios defectos que se repiten una y otra vez, sin
lograr superarlos del todo. Es necesario saber esperar y luchar con
perseverancia, convencidos de que, mientras nos mantengamos en el combate,
estamos amando a Dios. La superación de un defecto o la adquisición de una
virtud, de ordinario, no se logra a base de violentos esfuerzos, sino de
humildad, de confianza en Dios, de petición de más gracias, de una mayor
docilidad. San Francisco de Sales afirmaba que es necesario tener paciencia con
todo el mundo, pero, en primer lugar, con uno mismo6.
Paciencia también con quienes nos relacionamos más a
menudo, sobre todo si, por cualquier motivo, hemos de ayudarles en su
formación, en su enfermedad... Hay que contar con los defectos de las personas
que tratamos –muchas veces están luchando con empeño por superarlos–, quizá con
su mal genio, con faltas de educación, suspicacias... que, sobre todo cuando se
repiten con frecuencia, podrían hacernos faltar a la caridad, romper la
convivencia o hacer ineficaz nuestro interés en socorrerles. La caridad nos
ayudará a ser pacientes, sin dejar de corregir cuando sea el momento más
indicado y oportuno. Esperar un tiempo, sonreír, dar una buena contestación
ante una impertinencia puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de
esas personas, y siempre llegan al Corazón del Señor, que nos mirará con
especial aprecio y amistad.
Paciencia con aquellos acontecimientos que llegan y
que nos son contrarios: la enfermedad, la pobreza, el excesivo calor o frío...,
los diversos infortunios que se presentan en un día corriente: el teléfono que
no funciona o no deja de comunicar, el excesivo tráfico que nos hace llegar
tarde a una cita importante, el olvido del material de trabajo, una visita que
se presenta en el momento menos oportuno... Son las adversidades, quizá no muy
trascendentales, que nos llevarían a reaccionar quizá con falta de paz. Ahí nos
espera el Señor; en esos pequeños sucesos se ha de poner la paciencia,
manifestación del ánimo fuerte de un cristiano que ha aprendido a santificar
todas las menudas incidencias de un día cualquiera.
III. Caritas
patiens est7,
la caridad está llena de paciencia. Y al mismo tiempo esta virtud es el gran
soporte de la caridad, sin el cual no podría subsistir8.
Para el apostolado, singular manifestación de la caridad, la paciencia es
absolutamente imprescindible. El Señor quiere que tengamos la calma del
sembrador que echa su semilla sobre el terreno que ha preparado previamente y
sigue los ritmos de la estaciones, esperando el momento oportuno, sin
desánimos, con la confianza puesta en que aquel pequeño tallo que acaba de
aparecer será un día espiga granada.
El Señor nos da ejemplo de una paciencia indecible. De
las muchedumbres que se le acercan dice en ocasiones que viendo no
miran, y oyendo no escuchan, ni entienden9;
a pesar de todo le vemos incansable en su predicación y dedicación a las
gentes, recorriendo siempre los caminos de Palestina. Ni siquiera los Doce que
le acompañan en todo momento demuestran un gran aprovechamiento: aún
tengo muchas cosas que enseñaros -les dice la víspera de su
partida-, pero por ahora no podéis comprenderlas10.
El Señor contaba con sus defectos, con su manera de ser, y no se desalienta.
Más tarde, cada uno a su manera, será un testigo fiel de Cristo y del
Evangelio.
La paciencia y la constancia son imprescindibles en
esta labor que, en colaboración con el Espíritu Santo, hemos de llevar a cabo
en nuestra propia alma y en las de nuestros amigos y familiares que queremos
acercar al Señor. La paciencia va de la mano de la humildad, se acomoda al ser
de las cosas y respeta el tiempo y el momento de las mismas, sin romperlas;
cuenta con las limitaciones propias y las de los demás. «Un cristiano que viva
la virtud recia de la paciencia, no se desconcertará al advertir que quienes le
rodean dan muestra de indiferencia por las cosas de Dios. Sabemos que hay
hombres que, en las capas subterráneas, guardan –como en la bodega los buenos
vinos– unas ansias incontenibles de Dios que tenemos el deber de desenterrar.
Ocurre, sin embargo, que las almas –la nuestra también– tienen sus ritmos de
tiempo, su hora, a la que hay que acomodarse como el labrador a las estaciones
y al terruño. ¿No ha dicho el Maestro que el reino de Dios es semejante a un
amo que salió a distintas horas del día a contratar obreros a su viña (Mt 20,
1-7)?»11. ¿Y cómo no vamos a ser pacientes con los demás, si el Señor
ha derrochado tanta paciencia con nosotros y sigue haciéndolo? Caritas
omnia suffert, omnia credit, omnia sperat, omnia sustinet12,
la caridad a todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y todo lo soporta,
enseñó San Pablo. Y también lo escribió para nosotros. Si tenemos paciencia,
seremos fieles, salvaremos nuestras almas y también las de muchos otros que la
Virgen Nuestra Madre pone constantemente en nuestro camino,
1 Lc 21,
12-19. —
2 Jn 15,
20. —
3 Jn 16,
33. —
4 San
Agustín, Sobre la paciencia, 2. —
5 Cfr. Santo
Tomás, Comentario a la Epístola a los Hebreos, 10, 35.
—
6 Cfr. San
Francisco de Sales, Epistolario, frag. 139, en Obras
selectas de..., p. 774. —
7 1
Cor 13, 4. —
8 Cfr. San
Cipriano, Sobre el bien de la paciencia, 15, en Folletos M.
C., nº 321. —
9 Mt 13,
13. —
10 Jn 16,
12. —
11 J.
L. R. Sánchez de Alva, El Evangelio de San Juan, Palabra.
3ª ed., Madrid 1987, nota 4, 1-44. —
12 1
Cor 13, 7.
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