Por Simón García
Debemos definir y trabajar
por el final que preferimos porque marcará la transición que tendremos. Es
indeseable que años de injusticias, calamidades y destrucciones puedan
reproducirse después del cese de este régimen. Si ello ocurre, como lo
piden las gritonas minorías extremistas, no habremos superado el autoritarismo
sino cambiado el signo de sus ejecutores.
Sectores de la población,
como la clase media empujada al empobrecimiento, todos los que han visto mermar
su nivel de vida, los anulados por una creciente imposibilidad de consumir o
quienes han perdido beneficios o reivindicaciones, están llenos de rabia y de
una mezcla de ansias de revancha con sed de justicia. De allí nace una energía
que será un motor insuficiente para los cambios, si los partidos democráticos
no se ocupan en refinarla.
Es natural, que el castigo
de la crisis y las políticas duras del régimen induzcan en la oposición
comportamientos similares a los que rechazamos en el grupo gobernante. Pero es
causa de extravío que esa inducción se calque en acciones sin objetivos claros
y normalice una polarización incompetente para destrancar el juego.
Decía Don Quijote al galeote
que “quien canta sus males espanta”. Así que, aunque estamos mal, como lo
indica el empate apropiadamente calificado de catastrófico, no hay que
asustarse ni acudir a fugas que nos hundan más en la tragedia nacional que
somos.
Hay que repensar al país y
formular una estrategia que supere la lógica bipolar asumida como ley
inmodificable. Ello exige una comprensión de Venezuela que sólo puede provenir
de una fuerza intelectual capaz de proponer y sustentar un proyecto
civilizatorio, justo y socialmente avanzado de país a la altura de las
revoluciones que impulsan al mundo actual.
Todos, el país entero
quedará encunetado en la crisis si nos refugiamos en las trincheras
emocionales, prisioneros del afán por ser vencedores únicos y cultores de un
hegemonismo que calcule un final apocalíptico donde una de las partes sea
exterminada.
Reconquistar la democracia,
enderezar la economía y recomponer las relaciones sociales no es tarea
exclusiva de una brigada de héroes sino de líderes políticos con
responsabilidad, sentido de país y noción de futuro. Tres valores poderosos
deben inscribirse en sus banderas: verdad, justicia y solidaridad.
Es la vía para situarse en
una perspectiva que permita contar con un proyecto de país avalado parcialmente
por fuerzas hoy rivales, pero compartido por la mayoría social que aún no
encuentra la versión de cambio que lo atraiga y convenza.
La autonomía de pensamiento
necesaria para salir de la trampa de la polarización sectaria. Una actitud que
solo puede provenir de un tercer lado, no para competir o sustituir a los
partidos, sino para influir, exigir y corregir a la élite política que se
pierde en pequeñas jugadas.
Ese lado intenta expresarse,
de diversas formas, en el terreno de la opinión y en la elaboración de
propuestas y respuestas prácticas. Puede moderar el enfrentamiento chocón,
ofrecer puntos de equilibrio, construir espacios despolarizados y hay que
decirlo sin temor: ayudar a que emerja una sociedad y una cultura cívica en la
que puedan competir y coexistir los contendores que hoy se destruyen.
17-11-19
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