Francisco Fernández-Carvajal 16 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— La espera de la vida eterna no nos exime de una vida
de trabajo intenso.
— El trabajo, uno de los mayores bienes del hombre.
— El quehacer profesional, hecho de cara a Dios, no
nos aleja de nuestro fin último: nos debe acercar a él.
I. En estos últimos
domingos, la liturgia nos invita a meditar en los novísimos del hombre, en su
destino más allá de la muerte. En la Primera lectura de hoy1 el
Profeta Malaquías nos habla con fuertes acentos de los últimos tiempos: Mirad
que llega el día, ardiente como un horno... Y Jesús nos recuerda en el
Evangelio de la Misa2 que
hemos de estar alerta ante su llegada en el fin del mundo: Cuidado que
nadie os engañe...
Algunos cristianos de la primitiva Iglesia juzgaron
como inminente esta llegada gloriosa de Cristo. Pensaron que el fin de los
tiempos estaba cerca y por eso, entre otras razones, descuidaron su trabajo y
andaban muy ocupados en no hacer nada y metiéndose en todo.
Dedujeron que no valía la pena, dada su precariedad, dedicarse de lleno a los
asuntos de aquí abajo. Por eso, San Pablo les llama la atención, como leemos en
la Segunda lectura de la Misa3,
y les recuerda su propia vida de trabajo entre ellos, a pesar de su intensa
labor; les vuelve a repetir la norma de conducta que ya les había aconsejado: Cuando
viví entre vosotros os lo dije: el que no trabaje, que no coma. Y a los que
andan sin hacer nada les recomienda que trabajen para ganarse el pan.
La vida es realmente muy corta y el encuentro con
Jesús está cercano; un poco más tarde tendrá lugar su venida gloriosa y la
resurrección de los cuerpos. Esto nos ayuda a estar desprendidos de los bienes
que hemos de utilizar y a aprovechar el tiempo, pero de ninguna manera nos
exime de estar metidos de lleno en nuestra propia profesión y en la entraña
misma de la sociedad. Es más, con nuestros quehaceres terrenos, ayudados por la
gracia, hemos de ganarnos el Cielo. El Magisterio de la Iglesia recuerda el valor
del trabajo, y exhorta «a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de
la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados
siempre por el espíritu evangélico». Para imitar a Cristo, que trabajó como
artesano la mayor parte de su vida, lejos de descuidar las tareas temporales,
los cristianos deben «darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les
obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal
de cada uno»4.
Así debe ser nuestra actuación en medio del mundo:
mirar frecuentemente al Cielo, la Patria definitiva, teniendo muy bien
asentados los pies aquí en la tierra, trabajar con intensidad para
dar gloria a Dios, atender lo mejor posible las necesidades de la propia
familia y servir a la sociedad a la que pertenecemos. Sin un trabajo
serio, hecho a conciencia, es muy difícil, quizá imposible, santificarse en
medio del mundo. Lógicamente, un trabajo hecho de cara a Dios debe adecuarse a
las normas morales que lo hacen bueno y recto. ¿Conozco bien estas reglas que
hacen referencia a mi trabajo en el comercio, en el ejercicio de la medicina,
de la enfermería, en la abogacía..., la obligación de rendir por el sueldo que
recibo, el pago justo a quienes trabajan en mi empresa?
II. La posibilidad
de trabajar es uno de los grandes bienes recibidos de Dios, «es una estupenda
realidad, que se nos impone como una ley inexorable a la que todos, de una
manera o de otra, estamos sometidos, aunque algunos pretendan eximirse.
Aprendedlo bien: esta obligación no ha surgido como una secuela del pecado
original, ni se reduce a un hallazgo de los tiempos modernos. Se trata de un
medio necesario que Dios nos confía aquí en la tierra, dilatando nuestros días
y haciéndonos partícipes de su poder creador, para que nos ganemos el sustento
y simultáneamente recojamos frutos para la vida eterna (Jn 4,
36)»5.
El trabajo es medio ordinario de subsistencia y lugar
privilegiado para el desarrollo de las virtudes humanas: la reciedumbre, la
constancia, la tenacidad, el espíritu de solidaridad, el orden, el optimismo
por encima de las dificultades... La fe cristiana nos impulsa además a
«portarnos como hijos de Dios con los hijos de Dios»6,
a vivir un «espíritu de caridad, de convivencia, de comprensión»7,
a quitar de la vida «el apego a nuestra comodidad, la tentación del egoísmo, la
tendencia al lucimiento propio»8,
a «mostrar la caridad de Cristo y sus resultados concretos de amistad, de
comprensión, de cariño humano, de paz»9.
El trabajo será, además, el medio para acercar muchas almas a Cristo. Por el
contrario, la pereza, la ociosidad, la chapuza, la labor mal acabada traen
graves consecuencias. La ociosidad enseña muchas maldades10,
pues impide la propia perfección humana y sobrenatural del hombre, debilita su
carácter y abre las puertas a la concupiscencia y a muchas tentaciones.
Durante siglos parecía a muchos que para ser buenos
cristianos bastaba una vida de piedad sin conexión alguna con la tarea
realizada en la oficina, en la Universidad, en el campo... Es más, muchos
tenían la convicción de que estos quehaceres temporales, los asuntos profanos
en los que un hombre que vive en el mundo está inmerso de una forma o de otra,
eran un obstáculo para encontrar a Dios y llevar una vida de plenitud cristiana11.
La vida oculta de Jesús nos enseña el valor del trabajo, de la unidad de vida,
pues con su labor diaria estaba también redimiendo el mundo. Es en medio de
esas tareas donde procuramos cada día encontrar al Señor (pidiéndole
ayuda, ofreciendo la perfección de aquello que tenemos entre manos,
sintiéndonos partícipes de la Creación en aquello que ejecutamos, aunque
parezca pequeño y de escasa importancia...) y ejercer la caridad (cultivando
las virtudes de la convivencia con quienes están a nuestro lado, prestándoles
esos pequeños servicios que tanto se agradecen, rezando por ellos y por su
familias, ayudándoles a resolver sus problemas...). ¿Tratamos al Señor en
nuestro trabajo ordinario? ¿Le tenemos presente?
III. El
trabajo no solo no nos debe alejar de nuestro fin último, de esa espera
vigilante con la que la liturgia de estos días quiere que nos mantengamos
alerta, sino que debe ser el camino concreto para crecer en la vida cristiana.
Para eso, el fiel cristiano no debe olvidar que, además de ser ciudadano de la
tierra, lo es también del Cielo, y por eso debe comportarse entre los demás de
una manera digna de la vocación a la que ha sido llamado12,
siempre alegre, irreprochable y sencillo, comprensivo con todos13,
buen trabajador y buen amigo, abierto a todas las realidades auténticamente
humanas: Por lo demás, hermanos -exhortaba San Pablo a los
cristianos de Filipo-, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo,
de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de
alabanza, tenedlo en estima14.
Además, el cristiano convierte su trabajo en oración
si busca la gloria de Dios y el bien de los hombres en lo que está realizando,
si pide ayuda al comenzar su tarea, en las dificultades que se presentan, si da
gracias después de concluido un asunto, al terminar la jornada..., ut
cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta
finiatur... para que nuestras oraciones y trabajos empiecen y acaben
siempre en Dios. El trabajo es camino diario hacia el Señor. «Por eso el hombre
no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor,
manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no solo en el
espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia
labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias,
porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de
sus promesas»15.
La profesión, medio de santidad para el cristiano, es
también fuente de gracia para toda la Iglesia, pues somos el cuerpo de
Cristo y miembros unidos a otros miembros16.
Cuando alguno lucha por mejorar, a todos favorece en su caminar hacia el Señor.
Además, un trabajo bien hecho ayuda siempre al bienestar humano de la sociedad.
«El sudor y la fatiga, que el trabajo necesariamente lleva en la condición actual
de la humanidad, ofrecen al cristiano y a cada hombre, que ha sido llamado a
seguir a Cristo, la posibilidad de participar en el amor a la obra que Cristo
ha venido a realizar (cfr. Jn 17, 4). Esta obra de salvación
se ha realizado a través del sufrimiento y de la muerte de cruz. Soportando la
fatiga del trabajo en unión con Cristo crucificado por nosotros, el hombre
colabora en cierto modo con el Hijo de Dios en la redención de la humanidad. Se
muestra verdadero discípulo de Jesús llevando a su vez la cruz de cada día
(cfr. Lc 9, 23) en la actividad que ha sido llamado a
realizar»17.
En el ejercicio de nuestra profesión encontraremos,
con naturalidad, sin querer sentar cátedra, innumerables ocasiones para dar a
conocer la doctrina de Cristo: en una conversación amigable, en el comentario a
una noticia que está en boca de todos, al recibir la confidencia de un problema
personal o familiar... El Ángel Custodio, al que recurrimos tantas veces, nos
pondrá en la boca la palabra justa que anime, que ayude y facilite, quizá con
el tiempo, un acercamiento más directo a Cristo de aquellas personas que están
alrededor nuestro en el trabajo.
Así esperamos los cristianos la visita del Señor:
enriqueciendo el alma en el propio quehacer, ayudando a otros a poner su mirada
en un fin más trascendente. De ninguna manera empleando el tiempo en no
hacer nada o haciéndolo mal, desaprovechando los medios que Dios mismo
nos ha dado para ganarnos el Cielo.
San José, nuestro Padre y Señor, nos
enseñará a santificar nuestros quehaceres, pues él, enseñando a Jesús su propia
profesión, «acercó el trabajo humano al misterio de la Redención»18.
Muy cerca de José encontraremos siempre a María.
1 Mal 4,
1-2. —
2 Lc 21,
5-19. —
3 2
Tes 3, 7-12. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 43. —
5 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios. 57. —
6 ídem, Es
Cristo que pasa, 36. —
7 Conversaciones
con Mons Escrivá de Balaguer, n. 35. —
8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 158. —
9 Ibídem,
166. —
10 Eclo 33,
29. —
11 Cfr. J.
L. Illanes, La santificación del trabajo, Palabra, 9ª ed.,
Madrid 1981, p. 44 ss. —
12 Cfr. Flp 1,
27; 3, 6. —
13 Cfr. Flp 2.
3-4; 41 4; 2, 15; 4, 5. —
14 Flp 4,
8. —
15 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 48. —
16 1
Cor 12, 27. —
17 Juan
Pablo II, Enc. Laborem exercens, 14-IX-1981, 27. —
18 ídem, Exhort. Apost. Redemptoris
custos, 15-VIII-1989, 22.
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