Francisco Fernández-Carvajal 23 de abril de
2020
@hablarcondios
— Resistencia de los
Apóstoles a obedecer mandatos injustos. Firmeza en la fe.
— Todas las realidades,
cada una en su orden, deben estar dirigidas a Dios. Unidad de vida.
Ejemplaridad.
— No se puede
prescindir de la fe a la hora de valorar las realidades terrenas. Resistencia
al mal.
I. A pesar de la
severa prohibición del sumo sacerdote del Sanedrín de que no volvieran a
predicar y a enseñar de ningún modo en el nombre de Jesús1,
los Apóstoles predicaban cada día con más libertad y entereza la doctrina de la
fe. Y eran muchos los que se convertían y bautizaban. Entonces –nos lo narra la
Primera lectura de la Misa–, fueron llevados de nuevo al Sanedrín. El
Sumo Sacerdote les interrogó: ¿No os habíamos mandado expresamente que no
enseñaseis en ese nombre? Pero vosotros habéis llenado Jerusalén con vuestra
doctrina... Pedro y los Apóstoles respondieron: Hay que obedecer a Dios antes
que a los hombres2.
Y siguieron anunciando la Buena Nueva.
La resistencia de los Apóstoles a obedecer los
mandatos del Sanedrín no era orgullo ni desconocimiento de sus deberes sociales
con la autoridad legítima. Se oponen porque se les quiere imponer un mandato
injusto, que atenta a la ley de Dios. Recuerdan a sus jueces, con valentía y
sencillez, que la obediencia a Dios es lo primero. Están convencidos de que «no
hay peligro para quienes temen a Dios sino para quienes no lo temen»3,
y de que es peor cometer injusticia que padecerla.
Los Apóstoles demuestran con su conducta la firmeza en
la fe, lo hondo que han calado las enseñanzas del Señor después de haber
recibido el Espíritu Santo, y también lo que pesa en sus vidas el honor de Dios4.
Hoy también pide el Señor a los suyos la fortaleza y
la convicción de aquellos primeros, cuando, en algunos ambientes, se respira un
clima de indiferencia, o de ataque frontal, más o menos velado, a los
verdaderos valores humanos y cristianos. La conciencia bien formada impulsará
al cristiano a cumplir las leyes como el mejor de los ciudadanos, y le urgirá
también a tomar posición respecto a las normas contrarias a la ley natural que
pudieran alguna vez promulgarse. El Estado no es jurídicamente omnipotente; no
es la fuente del bien y del mal.
«Es obligación de los católicos presentes en las
instituciones políticas –enseñan los obispos españoles– ejercer una acción
crítica dentro de sus propias instituciones para que sus programas y
actuaciones respondan cada vez mejor a las aspiraciones y criterios de la moral
cristiana. En algunos casos puede resultar incluso obligatoria la objeción de
conciencia frente a actuaciones o decisiones que sean directamente
contradictorias con algún precepto de la moral cristiana»5.
La protección efectiva de los bienes fundamentales de
la persona, el derecho a la vida desde la misma concepción, la protección del
matrimonio y de la familia, la igualdad de oportunidades en la educación y en
el trabajo, la libertad de enseñanza y de expresión, la libertad religiosa, la
seguridad ciudadana, la contribución a la paz internacional, etcétera, forman
parte del bien común, por el que deben luchar los cristianos6.
La pasividad ante
asuntos tan importantes sería en realidad una lamentable claudicación y una
omisión, en ocasiones grave, del deber de contribuir al bien común. Entrarían
dentro de esos pecados de omisión de los que –además de los de
pensamiento, palabra y obra– pedimos perdón cada día al Señor al comienzo de la
Santa Misa. «Muchas realidades materiales, técnicas, económicas, sociales,
políticas, culturales..., abandonadas a sí mismas, o en manos de quienes
carecen de la luz de nuestra fe, se convierten en obstáculos formidables para
la vida sobrenatural: forman como un coto cerrado y hostil a la Iglesia.
»Tú, por cristiano –investigador, literato,
científico, político, trabajador...–, tienes el deber de santificar esas
realidades. Recuerda que el universo entero –escribe el Apóstol– está gimiendo
como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios»7.
II. Se mueve a
nuestro alrededor un continuo flujo y reflujo de corrientes de opinión, de
doctrinas, de ideologías, de interpretaciones muy diferentes del hombre y de la
vida. Y esto, no ya a través de libros para especialistas, sino a través de
novelas de moda, revistas gráficas, periódicos, programas televisivos al
alcance de grandes y pequeños... Y en medio de esta confusión doctrinal, es
necesaria una norma de discernimiento, un criterio claro, firme y profundo, que
nos permita ver todo con la unidad y coherencia de una visión cristiana de la
vida, que sabe que todo procede de Dios y a Dios se ordena.
La fe nos da un criterio estable que orienta, y la
firmeza de los Apóstoles para llevarlo a la práctica. Nos da una visión clara
del mundo, del valor de las cosas y de las personas, de los verdaderos y falsos
bienes... Sin Dios y sin el conocimiento del fin último del hombre, el mundo
deja de entenderse o se verá desde un ángulo parcial y deformado. Precisamente,
«el aspecto más siniestramente típico de la época moderna consiste en la
absurda tentación de querer construir un orden temporal sólido y fecundo sin
Dios, único fundamento en el que puede sostenerse»8.
El cristiano no debe prescindir de su fe en ninguna
circunstancia. «Aconfesionalismo. Neutralidad. —Viejos mitos que intentan
siempre remozarse.
»¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar
de ser católicos, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o
en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la
puerta?»9. Esa actitud equivale a decir –en la política, en los
negocios, en el modo de descansar o divertirme, cuando estoy con mis amigos,
cuando elijo el colegio para mis hijos...–: aquí, en esta situación concreta,
nada tiene que ver Dios; en estos asuntos no influye mi fe cristiana, todo esto
ni viene de Dios ni a Dios se ordena.
Sin embargo, la fe ilumina toda la existencia. Todo se
ordena a Dios. Pero esa ordenación ha de respetar la naturaleza propia de cada
cosa. No se trata de convertir el mundo en una gran sacristía, ni los hogares
en conventos, ni la economía en beneficencia... Pero, sin simplificaciones
ingenuas, la fe debe informar el pensamiento y la acción del cristiano porque
jamás, en ninguna circunstancia, en ningún momento del día se debe dejar de ser
cristiano, y de conducirse y de pensar como tal.
Por eso, «los cristianos ejercerán sus respectivas
profesiones movidos por el espíritu evangélico. No es buen cristiano quien
somete su forma de actuar profesionalmente al deseo de ganar dinero o alcanzar
poder como valor supremo o definitivo. Los profesionales cristianos, en
cualquier área de la vida, deben ser ejemplo de laboriosidad, competencia,
honradez, responsabilidad y generosidad»10.
III. Un
cristiano no debe prescindir de la luz de la fe a la hora de valorar un
programa político o social, o una obra de arte o cultural. No se detendrá en la
consideración de un solo aspecto –económico, político,
técnico, artístico...– para dar por buena una realidad. Si en ese
acontecimiento político o social o en esa obra no se guarda la debida
ordenación a Dios –manifestada en las exigencias de la Ley divina–, su
valoración definitiva no puede ser más que una, negativa, cualquiera que sea el
valor parcial de otros aspectos de esa realidad.
No se puede alabar esa política, esa ordenación
social, una determinada obra cultural, cuando se transforma en instrumento del
mal. Es una cuestión de estricta moralidad y, por tanto, de buen sentido.
¿Quién alabaría un insulto a su propia madre, porque estuviese compuesto en un
verso con gran perfección rítmica? ¿Quién lo difundiría, alabando sus
perfecciones, aun advirtiendo que eran solo «formales»? Es manifiesto que la
perfección técnica de los medios no hace más que agravar la maldad de
la cosa en sí desordenada, que de otra manera quizá pasaría inadvertida o
tendría menos virulencia.
Ante crímenes abominables, como calificaba
el Concilio Vaticano II a los abortos, la conciencia cristiana rectamente
formada exige no participar en su realización, desaconsejarlos vivamente,
impedirlos si es posible y, además, participar activamente por evitar o
subsanar esa aberración moral en el ordenamiento jurídico. Ante esos hechos
gravísimos, y otros semejantes que también se oponen frontalmente a la moral,
nadie puede pensar que no puede hacer nada. Lo poco que cada uno puede hacer,
debe hacerlo: especialmente participar con sentido de responsabilidad en
la vida pública. «Mediante el ejercicio del voto encomendamos a unas instituciones
determinadas y a personas concretas la gestión de asuntos públicos. De esta
decisión colectiva dependen aspectos muy importantes de la vida social,
familiar y personal, no solamente en el orden económico y material, sino
también en el moral»11.
En las manos de todos, de cada uno, si actúa con sentido sobrenatural y sentido
común, está la tarea de hacer de este mundo, que Dios nos ha dado para habitar,
un lugar más humano y medio de santificación personal. Si nos esforzamos en
cumplir los deberes sociales, vivamos en una gran ciudad o en un pueblecito
perdido, con un cargo importante o humilde en la sociedad, aunque pensemos que
nuestra aportación es minúscula, seremos fieles al Señor, también si un día el
Señor nos pide una actuación más heroica: Quien es fiel en lo poco, lo
es también en lo mucho12.
1 Cfr. Hech 4,
18. —
2 Hech 5,
27-29. —
3 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles,
13. —
4 Cfr. Sagrada
Biblia, Hechos de los Apóstoles, EUNSA, Pamplona 1984, p.
108 ss. —
5 Conferencia
Episcopal Española, Testigos de Dios vivo, 28-VI-1985, n.
64, e). —
6 ídem, Los
católicos en la vida pública, 22-IV-1986, nn. 119-121. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 311. —
8 Juan XXIII,
Enc. Mater et Magistra, 15-V-1961, 72. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 353. —
10 Conferencia
Episcopal Española, Testigos de Dios vivo, n. 63. —
11 ídem, Los
católicos en la vida pública, n. 118. —
12 Lc 16,
10.
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