Ricardo Calleja 29 de agosto de 2020
La
amistad que ofrece un cristiano a quienes le rodean siempre ha sido un motivo
de admiración. Con el paso del tiempo, surgen siempre nuevos escenarios y
nuevos retos.
Corren los últimos años del siglo II. Los cristianos
que viven en el Imperio Romano son perseguidos con violencia. Un jurista
llamado Tertuliano, que había abrazado el cristianismo poco tiempo atrás, sale
en defensa de sus hermanos en la fe, a quienes ahora conoce más de cerca. Y lo
hace a través de un tratado en el que busca informar a los gobernadores de las
provincias romanas sobre la verdadera vida de quienes eran acusados
injustamente. Él mismo había admirado a los cristianos aún sin serlo,
especialmente a los mártires; pero ahora, recogiendo la opinión de muchos,
Tertuliano resume en un comentario lo que se dice sobre aquellas pequeñas
comunidades: “¡Mirad cómo se aman entre sí!”[1].
Son muchos los testimonios de esta amistad que vivían
los primeros cristianos. Poco antes, recién comenzado el mismo siglo, el obispo
san Ignacio de Antioquía, mientras se dirigía a Roma para su martirio, escribió
una carta al joven obispo Policarpo. En ella, entre varios consejos, le exhorta
a acercarse «con mansedumbre» a quienes están lejos de la Iglesia, ya que no
tendría mérito amar solo a «los buenos discípulos»[2]. Efectivamente, sabemos que Cristo se
hace presente en la historia a través de su Iglesia, de sus sacramentos, de la
Sagrada Escritura, pero también a través de la caridad con que los cristianos
tratamos a quienes nos rodean. La amistad es uno de esos «caminos divinos de la
tierra»[3] que Dios
ha abierto al haberse hecho hombre, amigo de sus amigos. Es un terreno en donde
se palpa, de manera especial, esa cooperación misteriosa entre la iniciativa de
Dios y nuestra correspondencia.
Por eso, para que Cristo llegue a los demás a través
de nuestras relaciones, es importante crecer en la virtud y en el arte de la
amistad; desplegar la capacidad de querer a los demás y
de querer con los demás; dejar que nuestra vida se amolde a
esa ilusión de compartirla con otros. Procuramos, por tanto, que nuestro
carácter se forme –o se reforme– para hacernos amables y tender puentes.
Queremos que incluso nuestros gestos, nuestro modo de hablar, de trabajar o de
movernos, favorezcan el encuentro con los demás. Todo esto, contando siempre
con nuestra propia manera de ser y con nuestras personales limitaciones, ya que
existen infinitas de maneras de ser buen amigo.
Uno al lado del otro
Decía C.S. Lewis que nos imaginamos «a los enamorados
mirándose cara a cara, y en cambio a los amigos, uno al lado del otro mirando
hacia delante»[4], hacia algo
que hacer, que alcanzar juntos. Un amigo no solamente quiere al amigo,
sino que quiere con él; se apasiona con las actividades,
proyectos e ideales valiosos de la otra persona. Aquella amistad muchas veces
brota simplemente compartiendo tareas que son verdaderos bienes comunes y, así,
los amigos crecen juntos en las virtudes necesarias para alcanzarlos.
En este sentido, cuánto ayuda entusiasmarse con cosas
buenas, tener ambiciones nobles. Puede tratarse de una empresa profesional o
académica; de una iniciativa cultural, educativa o artística, desde leer o
escuchar música en grupo, hasta promover actividades para el gran público; de
formas de servicio social o cívico; también puede tratarse de una iniciativa
formativa, como un club juvenil o familiar, o una actividad destinada a la
difusión del mensaje cristiano. La amistad se consolida también compartiendo
tareas domésticas como decorar, cocinar, hacer bricolaje, jardinería y, por
supuesto, en medio de la práctica de algún deporte, excursiones, juegos y otras
aficiones. Todas estas actividades son ocasión de disfrutar en compañía, allí
crecen poco a poco la confianza y la apertura mutua hacia otras dimensiones de
la propia vida. Al final, es difícil –e incluso, tal vez, innecesario– saber si
hacemos todas estas cosas para estar con nuestros amigos o si tenemos amigos
para hacer cosas buenas con ellos.
Por el contrario, quien afronta su vida de un modo
meramente funcional, pensando todo desde el punto de vista práctico, verá muy
disminuida su capacidad para hacer amigos. Podrá tener, como mucho,
colaboradores en ciertas tareas útiles o cómplices para pasar el rato. Es
entonces cuando se instrumentaliza la amistad, ya que se la
pone solamente al servicio de un proyecto centrado en uno mismo.
«Así debería ser»
Pero la amistad no es solamente hacer cosas
juntos. Debe ser «amistad “personal”, sacrificada, sincera: de tú a tú, de
corazón a corazón»[5]. Aunque entre
los amigos no hacen falta las palabras en todo momento, es propio de los amigos
conversar. Y es todo un arte aprender a suscitar buenas conversaciones, con una
o varias personas. Por eso, quien quiere crecer en amistad, evita el activismo
frenético y busca tiempos propicios para estar juntos, sin mirar relojes ni
teléfonos móviles. Si buscamos facilitar este intercambio personal, tampoco es
indiferente el lugar, el ambiente. Por eso ayuda disponer de espacios comunes,
con rincones que arropen los encuentros entre personas. San Josemaría daba una
gran importancia a la instalación material de los centros de la Obra, porque
debían facilitar materialmente el ambiente de amistad, con su buen gusto y aire
familiar.
Invitar a alguien a unirse a un grupo de amigos, para
que comparta una experiencia inspiradora o sus reflexiones sobre un tema
interesante, habitualmente contribuye a que mejore con naturalidad el nivel de
su conversación. También ayuda emprender lecturas en común, ya que supone
participar de ese gran debate con los autores del presente y del pasado, en
donde se congregan tantos posibles nuevos compañeros de viaje. No menos
importante –y refleja una profunda verdad sobre el hombre– es el hecho de que
la amistad nos reúne con frecuencia en torno a una mesa, para disfrutar juntos
de buenos alimentos y de alguna bebida que aligere el espíritu. Tantas veces,
en aquellas largas conversaciones, anticipamos el cielo: «De repente percibimos
algo: sí, esto sería precisamente la verdadera “vida”, así debería ser»[6].
Pero la verdadera amistad no se satisface solamente
con la charla entre los que forman un grupo de amigos. Pide también momentos de
soledad, de cierta intimidad, en donde se pueda hablar «de corazón a corazón».
Los buenos amigos y familiares comprenden esa necesidad y abren ese espacio sin
envidias ni recelos. Así se crea el contexto propicio para las «discretas
indiscreciones»[7], para el mutuo
consejo, para la confidencia. De esos momentos también se sirve Dios para
acompañar espiritualmente a las almas e incluso para abrir «insospechados
horizontes de celo»[8] a los
amigos, como puede ser compartir una misión divina en el mundo.
La amistad en un mundo agitado
Es bueno considerar también, con realismo, algunos
rasgos de nuestra cultura contemporánea que suponen un reto para la manera en
que vivimos la amistad. Hay que decir, en primer lugar, que no se trata de
obstáculos insalvables. Por un lado, porque tenemos toda la gracia de Dios.
Pero también porque es fácil ver que, allí donde la amistad es menos frecuente
y profunda, resulta más necesaria y es deseada de modo más intenso por los
corazones de los hombres y de las mujeres. Parafraseando a san Juan de la Cruz,
podríamos decir: «Donde no hay amistad, pon amistad, y sacarás amistad».
Pensemos, por ejemplo, en el tono excesivamente
competitivo de algunas profesiones o ambientes. Esto a veces se traduce en una
mentalidad pragmática o desconfiada, aunque esté envuelta en una buena
educación meramente externa. Pareciera que, si se trabaja con otra actitud, el
resultado será que los demás se aprovecharán de nosotros. Ciertamente, no
podemos ser ingenuos, pero un ambiente así necesita ser purificado desde
dentro, con personas que muestren un modo distinto de vivir. No hace falta
presionar, gritar, engañar o aprovecharse de los demás, para conseguir metas
laborales. Un cristiano tiene siempre presente que el trabajo es servicio. Por
eso, aspira a ser un jefe, un colega, un cliente o un profesor de quien se
puede llegar a ser buen amigo, sin que dejen de respetarse las normas propias
de cada profesión.
También podremos conseguir ambientes propicios para la
amistad evitando que se contagien de excesivo estrés, activismo o dispersión.
Es verdad que, en nuestro agitado mundo, a veces es difícil conseguir la
serenidad necesaria para tener nuevas amistades; también porque, incluso cuando
se descansa, el ajetreo suele ir unido a modos de desconexión.
Precisamente esta es una oportunidad para –con humildad y conociendo nuestra
fragilidad– ofrecer a los demás un ejemplo atractivo, propio del que «lee la
vida de Jesucristo»[9]: caminar tranquilos, sonreír, disfrutar
del momento, contemplar, descansar con cosas sencillas, tener creatividad para
hacer planes alternativos, etc[10].
Esperar en lo que nos une
Mantener una «actitud positiva y abierta ante la
transformación actual de las estructuras sociales y de las formas de vida»[11], como
recomendaba san Josemaría, facilita la amistad con muchas personas, también
cuando hay distancias generacionales. Además, es preciso un profundo amor a la
libertad ajena, sin caer en rigideces cuando algo admite ser visto de muchos
modos. «Ciertas maneras de expresarse –recuerda el prelado del Opus Dei– pueden
enturbiar o dificultar la creación de un ambiente de amistad. Por ejemplo, ser
demasiado categórico al expresar la propia opinión, dar la apariencia de que
pensamos que los propios planteamientos son los definitivos, o no interesarse
activamente por lo que dicen los demás, son modos de actuar que encierran en uno
mismo»[12].
Es verdad que, en varios lugares, se ha extendido una
visión de la vida en la que es difícil aceptar algunos principios básicos de la
ley moral. Esto supone que a veces, incluso, se niegue la posibilidad misma del
amor de benevolencia: desear el bien del otro por sí mismo. Quizá aquel
planteamiento encuentra en las relaciones humanas solamente un cálculo de
utilidad o sentimientos de simpatía sin demasiado fundamento. Esto, como es
lógico, puede convertirse en fuente de incomprensión y hasta de conflicto.
Es importante, ante esta situación, no confundir el
diálogo propio de la amistad con la argumentación filosófica, jurídica o política;
el diálogo amistoso no supone intentar convencer al otro de nuestras ideas,
incluso cuando esas ideas sean formulaciones clásicas o magisteriales de algún
tipo de verdad. Y esto no significa «no llamar a las cosas por su nombre» o
perder la capacidad de discernir el bien del mal. Lo que sucede es que nuestros
razonamientos tienen valor dentro de un diálogo solo cuando se parte de algún
principio o autoridad común[13]. Aunque en
la amistad también hay tiempo para la conversión personal, de ordinario es
mejor buscar los puntos de acuerdo en lugar de subrayar lo que nos separa; es
el lugar para ofrecer nuestra propia experiencia, sin grandes elaboraciones
intelectuales, con toda la fuerza de quien comparte sus preocupaciones,
tristezas y alegrías. Y siempre es importante escuchar, porque la amistad –como
decía san Josemaría– más que en dar está en comprender[14].
Puede ayudarnos notar que la mayoría de las personas,
la mayor parte del tiempo, viven movidas por los deseos profundos de todo
corazón humano: amar y ser amadas. Ese deseo insaciable de sentido, de unidad,
de plenitud, aunque pueda ser anestesiado durante mucho tiempo por múltiples
razones, siempre vuelve a manifestarse. El buen amigo –aunque no siempre sea
plenamente correspondido– sabe esperar; sabe estar ahí cuando los propios
esquemas entran en crisis y el corazón se abre a la luz que ha intuido precisamente
en el cariño del otro.
Una imagen de la paciencia de Dios
San Pablo, en el famoso himno de la caridad que
escribe en su Epístola a los corintios, señala que «la caridad es paciente» (1
Cor 12,4). Por eso, el prelado del Opus Dei nos recuerda que «una amistad tiene
mucho de don inesperado, por lo que requiere también paciencia. A veces,
ciertas malas experiencias o prejuicios pueden hacer que la relación personal
con alguien que tenemos cerca tarde un tiempo en llegar a convertirse en
amistad. Igualmente pueden hacerlo difícil el temor, los respetos humanos o una
actitud de prevención. Es bueno tratar de ponerse en el lugar de los demás y
tener paciencia»[15].
San Josemaría animaba siempre a ir «al paso de Dios».
En su vida es innegable la audacia apostólica con la que vivía, el arrojo
–también humano– con el que salía al encuentro de las personas, aunque
estuvieran muy lejos, aun poniendo en peligro su propia vida. Basta pensar en
aquella conversación con Pascual Galbe, un juez amigo que había conocido
durante su etapa universitaria; eran tiempos de persecución religiosa y el
sacerdote sorteó varios peligros al acudir a su domicilio en Barcelona con la
única intención de reencontrarse con su amigo. En una conversación previa, por
las calles de Madrid, Galbe le había preguntado: «¿Qué quieres de mí,
Josemaría?». A lo que el fundador del Opus Dei respondió: «Yo te quiero a ti.
No necesito nada. Solo deseo que seas un hombre bueno y justo». Y lo mismo
volvió a demostrarle en la siguiente ocasión, cuando acudió para escuchar sus
confidencias en aquellos difíciles momentos, sin dejar de ayudarle a encontrar
la verdad[16].
El fundador del Opus Dei no dejaba de recomendar
aquella paciencia «que nos impulsa a ser comprensivos con los demás,
persuadidos de que las almas, como el buen vino, se mejoran con el tiempo»[17]; debemos
procurar tener con los demás la misma paciencia que Dios tiene con nosotros. Y
es que, como recordó Benedicto XVI, «el mundo es redimido por la paciencia de
Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[18]. Tener
paciencia no quiere decir que no suframos, a veces, por la falta de
correspondencia de otras personas a nuestro cariño, o porque vemos a algún
amigo emprender caminos que probablemente no saciarán sus deseos de felicidad.
Se trata, en realidad, de sufrir con el corazón de Jesús, identificándonos cada
vez más con sus sentimientos, sin dejarnos llevar por la tristeza o la
desesperanza.
La experiencia del perdón de los amigos es motivo de
esperanza en los momentos más oscuros de la vida. La certeza de que un amigo
nos espera, a pesar de nuestros desplantes, es para nosotros la viva imagen de
Dios: ese primer amigo que aguarda a que volvamos a sus brazos de Padre y que
nos perdona siempre.
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