Francisco Fernández-Carvajal 28 de diciembre de 2020
@hablarcondios
— A los cristianos nos toca crear un orden más justo,
más humano.
— Algunas consecuencias del compromiso personal de los
cristianos.
— Con la sola justicia no podremos resolver los
problemas de los hombres. Justicia y misericordia.
I. De tal
manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito, para que todo el
que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna, nos dice San Juan en
el comienzo de la Misa de hoy1.
El Niño que contemplamos estos días en el belén es
el Redentor del mundo y de cada hombre. Viene en primer lugar para darnos la
vida eterna, como anticipo en nuestra existencia terrena y como posesión plena
después de la muerte. Se hace hombre para llamar a los pecadores2,
para salvar lo que estaba perdido3,
para comunicarles a todos la vida divina4.
Durante sus años de vida pública, poco dice el Señor
de la situación política y social de su pueblo, a pesar de la opresión que este
sufre por parte de los romanos. Manifiesta en diversas ocasiones que no quiere
ser un Mesías político o un libertador del yugo romano. Viene a darnos la
libertad de los hijos de Dios: libertad del pecado, en el que
caímos y fuimos reducidos a la condición de esclavos; libertad de la
muerte eterna, consecuencia también del pecado; libertad del
dominio del demonio, pues el hombre puede vencer ya al pecado con el
auxilio de la gracia; libertad de la vida según la carne, que se
opone a la vida sobrenatural: «La libertad traída por Cristo en el Espíritu
Santo nos ha restituido la capacidad –de la que nos había privado el pecado– de
amar a Dios por encima de todo y permanecer en comunión con Él»5.
El Señor, con su actitud, señaló también el camino a
su Iglesia, continuadora de su obra aquí en la tierra hasta el fin de los
tiempos.
A los cristianos nos toca –dentro de las muchas
posibilidades de actuación– contribuir a crear un orden más justo, más humano,
más cristiano, sin comprometer con nuestra actuación a la Iglesia como tal6.
La solicitud de la Iglesia por los problemas sociales deriva de su misión
espiritual y se mantiene en los límites de esa misión. Ella, en cuanto tal, no
tiene como misión los asuntos temporales7.
Sigue así a Cristo que afirmó que su reino no es de este mundo8,
se negó expresamente a ser constituido juez o promotor de la justicia humana9.
Sin embargo, ningún cristiano debe renunciar a poner
todo lo que esté de su parte para resolver los grandes problemas sociales que
afectan hoy a la humanidad. «Que cada uno se examine –pedía Pablo VI– para ver
lo que ha hecho hasta aquí y lo que debe hacer todavía. No basta recordar
principios generales, manifestar propósitos, condenar las injusticias graves,
proferir denuncias con cierta audacia profética; todo esto no tendrá peso real
si no va acompañado en cada hombre por una toma de conciencia más viva de su
propia responsabilidad y de una acción efectiva. Resulta demasiado fácil echar
sobre los demás la responsabilidad de las presentes injusticias, si al mismo
tiempo no nos damos cuenta de que todos somos también responsables, y que, por
tanto, la conversión personal es la primera exigencia»10.
Podemos preguntarnos en nuestra oración si ponemos los
medios y el interés necesario para conocer bien las enseñanzas sociales de la
Iglesia, si las llevamos a la práctica personalmente, si procuramos –en la
medida en que esté de nuestra parte– que las leyes y costumbres reflejen esas
enseñanzas en lo que se refiere a las leyes sobre la familia, educación,
salarios, derecho al trabajo, etc. El Señor, que nos contempla desde la gruta
de Belén, estará contento con nosotros si realmente estamos empeñados en hacer
un mundo más justo en la gran ciudad o en el pueblo donde vivimos, en el
barrio, en la empresa donde trabajamos, en la familia donde se desarrolla
nuestra vida.
II. La solución
última para instaurar la justicia y la paz en el mundo reside en el corazón
humano, pues cuando este se aleja de Dios se constituye en la fuente de la
esclavitud radical del hombre y de las opresiones a que somete a sus semejantes11.
Por eso no podemos olvidar en ningún momento que cuando –mediante el apostolado
personal– tratamos de hacer el mundo que nos rodea más cristiano, lo estamos
convirtiendo a la vez en un mundo más humano. Y, al mismo tiempo, cuando
procuramos que el ambiente –social, familiar, laboral– en el que vivimos sea
más justo y más humano, estamos creando las condiciones para que Cristo sea más
fácilmente conocido y amado.
La decisión de vivir la virtud de la justicia, sin
recortes, nos llevará a pedir cada día por los responsables del bien común
–gobernantes, empresarios, dirigentes sindicales, etc.–, pues de ellos depende
en buena medida la solución de los grandes problemas sociales y humanos. A la
vez, hemos de vivir, hasta sus últimas consecuencias, el compromiso personal
sin inhibiciones y sin delegar en otros la responsabilidad en la práctica de la
justicia, al que nos urge la Iglesia: pagando lo que es debido a las personas
que nos prestan un servicio; haciendo lo posible para mejorar las condiciones
de vida de los más necesitados; comportándonos ejemplarmente, con competencia y
dedicación profesional, en nuestro trabajo; ejercitando con responsabilidad e
iniciativa nuestros derechos y deberes ciudadanos; participando en las diversas
asociaciones a las que podamos llevar, junto con otras personas de buena
voluntad, un sentido más humano y más cristiano. Y esto, aunque nos cueste un
tiempo del que normalmente no disponemos; si nos esforzamos, el Señor alargará
nues-tro día.
El programa de vida que nos ha dejado el Señor lleva
consigo el mayor cambio que puede darse en la humanidad. Nos dice que todos
somos hijos de Dios y, por tanto, hermanos: esto incide de modo profundo en las
relaciones entre los hombres; a todos nos ha dado el Señor los bienes de la
tierra para ser buenos administradores; a todos nos ha prometido la vida
eterna. Los logros que a lo largo de los siglos ha conseguido la doctrina de
Cristo –la abolición de la esclavitud, el reconocimiento de la dignidad de la
mujer, la protección de huérfanos y viudas, la atención a enfermos y
marginados...– son consecuencia del sentido de fraternidad que lleva consigo la
fe cristiana. En nuestro ambiente profesional y social, ¿se puede decir de
nosotros que estamos verdaderamente, con nuestras palabras y nuestros hechos,
haciendo un mundo más justo, más humano?
Con palabras de San Josemaría Escrivá recordamos:
«Quizá penséis en tantas injusticias que no se remedian, en los abusos que no
son corregidos, en situaciones de discriminación que se transmiten de una
generación a otra, sin que se ponga en camino una solución desde la raíz.
»(...) Un hombre o una sociedad que no reaccione ante
las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no
son un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los
cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y
de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico
pluralismo–, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De
otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un
disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres»12. De
tal manera amó Dios al mundo, que le entregó su Hijo Unigénito...
III. Con
la sola justicia no podremos resolver los problemas de los hombres: «aunque
consigamos llegar a una razonable distribución de los bienes y a una armoniosa
organización de la sociedad, no desaparecerá el dolor de la enfermedad, el de
la incomprensión o el de la soledad, el de la muerte de las personas que
amamos, el de la experiencia de la propia limitación»13.
La justicia se enriquece y complementa a través de la misericordia. Es más, la
estricta justicia «puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma
si no se le permite a esa forma más profunda, que es el amor, plasmar la vida
humana»14, y puede terminar «en un sistema de opresión de los más
débiles por los más fuertes o en una arena de lucha permanente de los unos
contra los otros»15.
La justicia y la misericordia se sostienen y se
fortalecen mutuamente. «Únicamente con la justicia no resolveréis nunca los
grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os
extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre,
que es hijo de Dios»16.
Y la caridad sin justicia no sería verdadera caridad,
sino un simple intento de tranquilizar la conciencia. Sin embargo, nos
encontramos con personas que se llaman a sí mismas «cristianas» pero
«prescinden de la justicia, y se limitan a un poco de beneficencia, que
califican de caridad, sin percatarse de que aquello supone una parte pequeña de
lo que están obligados a hacer.
»La caridad, que es como un generoso desorbitarse de
la justicia, exige primero el cumplimiento del deber: se empieza por lo justo;
se continúa por lo más equitativo...; pero para amar se requiere mucha finura,
mucha delicadeza, mucho respeto, mucha afabilidad»17.
La mejor manera de promover la justicia y la paz en el
mundo es el empeño por vivir como verdaderos hijos de Dios. Si los cristianos
nos decidimos a llevar las exigencias del Evangelio a la propia vida personal,
a la familia, al trabajo, al mundo en que diariamente nos movemos y del que
participamos cambiaríamos la sociedad haciéndola más justa y más humana. El
Señor, desde la gruta de Belén, nos alienta a hacerlo. No nos desanime el que
nos parezca que aquello que está a nuestro alcance es, quizá, poca cosa. Así
transformaron el mundo los primeros cristianos: con una labor diaria, concreta
y, en muchos casos, pequeña a primera vista.
1 Antífona
de entrada. Jn 3, 16. —
2 Lc 5,
32. —
3 Lc 19,
10. —
4 Mc 10,
45. —
5 S.
C. Para la Doctrina de la Fe, Instr. Sobre la libertad
cristiana y liberación, 22-III-1986, 53. —
6 Cfr. Pablo VI,
Enc. Populorum progressio, 26-III-1967, 8. —
7 S.
C. Para la Doctrina de la Fe, Ibídem, 80. —
8 Jn 19,
36. —
9 Cfr. Lc 12,
13, 55. —
10 Pablo VI,
Carta Octogésima adveniens, 14-V-1971, 48. —
11 S.
C. Para la Doctrina de la Fe, o. c., 39. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 167. —
13 Ibídem,
168. —
14 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 12. —
15 Ibídem,
14. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 172. —
17 Ibídem,
172-173.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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