Por Gioconda Cunto de San Blas
Vaya este cuento breve
como mi regalo de Navidad a la familia TalCual y a mis fieles
lectores. Espero que sea de vuestro agrado, en cuanto paréntesis a la dura
realidad. Mi gratitud a Cynthia Rodríguez por su revisión editorial y a la
pequeña Siena Osío Rodríguez por su interpretación artística del texto. A
ambas, con quienes comparto una rama de mi árbol genealógico, mi afecto.
Echada en la grama de
su jardín, Sofía buscaba a Orión en el límpido y oscuro cielo nocturno. Su mamá
le había dicho que ese cazador estaba colgado por estrellas en el firmamento.
Había que buscar los tres luceros alineados, las tres Marías, porque ellos
trazaban el cinturón de Orión. Y ahora, con la cinta como guía, dos astros
arriba (uno de ellos Betelgeuse, a la izquierda) y dos abajo (Rigel, el más
brillante, a la derecha) formaban el cuerpo; el arco a la derecha y el brazo
izquierdo levantado hacia el oeste completaban el personaje.
Era una ilusión óptica,
le habían dicho.
¿De verdad sería así?
Desde la Tierra, esas
estrellas regadas en el espacio infinito, cada una muy alejada de la otra y
todas muy distantes de nosotros, parecían agrupadas en constelaciones,
imaginaciones del espíritu humano mientras flotamos en el universo.
—Sofía querida, –le
decía su madre– es una ilusión similar a la de creer que el Sol gira alrededor
de la Tierra porque lo vemos salir por el este y esconderse por el oeste,
cuando es en realidad el planeta que da vueltas alrededor de sí mismo,
generando el día y la noche, mientras se pasea a lo largo del año en torno al
Sol.
—¡Y pensar que por
sustentar esa verdad, eminentes científicos fueron perseguidos por herejes!
Pero esa es una historia que te contaré otro día, hija mía.
Ella no le creía. ¿Una
ilusión, una fantasía la de Orión? ¡Qué va!
Allí estaba su cazador
y allí había estado siempre, igual –o eso pensaba– a como lo había visto
Hipatia, su tátara-tátara-abuela de 80 generaciones atrás, famosa astrónoma y
matemática griega, de quien había heredado su gusto por las ciencias y por
quien llevaba ese nombre griego –Sofía–, que la obligaba a buscar la sabiduría
como señalado destino.
También le habían dicho
que las estrellas brillantes en el cielo eran luz emitida cientos de años
atrás, viéndolas apenas ahora; eran luz del pasado con pretensiones de
presente.
Sí, estaba viendo a
Betelgeuse con la luz irradiada casi 700 años atrás. Entonces Marco Polo
viajaba por el lejano oriente, la dinastía Yuan unificaba China y Mongolia,
Dante escribía su Divina Comedia y Francisco de Asís y Tomás de Aquino sentaban
las bases de nuevas orientaciones para el mundo cristiano. Pero fíjate, querida
Sofía, cómo se va ajustando la verdad científica con nuevas evidencias, ahora
hay quien dice que Betelgeuse está más cerca, con lo cual su luz habría sido
emitida en época de la conquista de América por los europeos. De cualquier
manera, muchos años para viajar en el espacio a la velocidad de la luz.
¿Fantasía y realidad
confundidas en un único mensaje luminoso?
—Entonces, mamá ¿la luz
que vemos hoy es luz antigua? ¿Y la luz que hoy emiten esas estrellas la verán
mis tátara-tátara-nietos, 30 generaciones más tarde?
Betelgeuse no se vería
entonces como Sofía la veía ahora, ni como la había visto su abuela 40 años
atrás. La estrella moría, le decía su amiga astrónoma Carolina, tocaya de la
Herschel, eminente astrónoma de finales del siglo XVIII que descubrió y
catalogó estrellas dobles, cometas y nebulosas junto a su hermano William. En
años recientes Betelgeuse emitía una luz cada vez más roja y de menor
intensidad, consecuencia de una nube de polvo y del envejecimiento. En unos
cien mil años -un pestañeo en tiempos astronómicos- estallaría en una explosión
de luz, para luego apagarse definitivamente; ya no sería una estrella, sino
supernova y polvo cósmico.
Betelgeuse, con su
extraño nombre de origen oscuro, desaparecería para siempre.
Cuatro mil generaciones
más adelante, los descendientes de Sofía serían espectadores de esa
magnificencia luminosa postrera que ella solo podía imaginar.
—Por varios meses el
firmamento parecerá tener una segunda luna llena, tal sería la luminosidad
explosiva de la mortecina Betelgeuse, le explicó Carolina a Sofía cuando la
visitó en el observatorio. De Betelgeuse quedará un polvo cósmico flotando por
el universo, ese mismo polvo del cual venimos, del que estamos hechos nosotros
y al cual volveremos algún día. Es polvo formado por hidrógeno, que se
convierte en helio, en metales, en carbono y nitrógeno a lo largo de miles de
millones de años, en actos amorosos de fusión y fisión en el laboratorio
infinito del universo.
—Esos átomos, continuó
Carolina, temporalmente en ti, están de paso en el calcio de tus huesos, en el
hierro de tu sangre, en el carbono de tus músculos, los mismos átomos y
moléculas que crearon a Hipatia y que modelarán a las generaciones de tus
descendientes en siglos por venir.
“Polvo eres y en polvo
te convertirás”, la vieja cita bíblica hecha realidad en polvo cósmico.
Sofía se levantó del
jardín donde estaba echada y se dijo: Soy eterna mientras transmuto. El cosmos
está dentro de mí. Soy el molde de antiguas moléculas nacidas de estrellas,
prestadas a mi cuerpo en el tránsito terrenal. Yo también debo brillar, está en
mi naturaleza ser polvo de estrellas.
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Desde Venezuela, feliz
Navidad de 2020. Que 2021 sea amable y constructivo para todos.
Gioconda Cunto de San Blas
es Individuo de Número de la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y
Naturales. Investigadora Titular Emérita del IVIC.
17-12-20
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