Opus Dei 26 de diciembre de 2020
@OpusDeiVE
Reflexión
para meditar el 27 de diciembre. Los temas propuestos son: la familia en el
plan de Dios; cuna de todo don; nuestro primer apostolado.
«SU PADRE y su madre estaban admirados por las cosas
que se decían de él» (Lc 2,33). Y así estamos también nosotros: asombrados de
que Dios se haya hecho hijo, de que haya necesitado una familia. Allí
aprendemos a dejarnos querer, a dejarnos ayudar, a dejarnos perdonar. Muchos
antes de que podamos ser conscientes hemos recibido cariño y cuidado. Nunca
seremos capaces de compensarlo y eso sucede generación tras
generación. No es un peso que abruma, sino una realidad que nos llena de agradecimiento
y nos impulsa a corresponder. ¡Gracias, Señor, por la familia que nos has dado
a cada uno!
«Honra a tu padre con todo tu corazón y no te olvides
de los dolores de tu madre.Recuerda que ellos te engendraron» (Si 7,29-30),
dice la Sagrada Escritura. Tenemos un deber de gratitud con quienes nos han
cuidado cuando ni siquiera podíamos agradecerlo. Es justo que nuestros padres
sean partícipes de nuestra dicha. Ellos han sido, muchas veces, quienes han
puesto en nuestra vida la semilla de la fe y de la piedad.
San Josemaría nos pone delante de la misión
insustituible de cada familia: «Al pensar en los hogares cristianos, me gusta
imaginarlos luminosos y alegres, como fue el de la Sagrada Familia. El mensaje
de la Navidad resuena con toda fuerza: “Gloria a Dios en lo más alto de los
cielos, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lc 2,14). “Que la
paz de Cristo triunfe en vuestros corazones”, escribe el apóstol (Col 3,15). La
paz de sabernos amados por nuestro Padre Dios, incorporados a Cristo,
protegidos por la Virgen Santa María, amparados por San José. Esa es la gran
luz que ilumina nuestras vidas y que, entre las dificultades y miserias
personales, nos impulsa a proseguir adelante animosos»[1].
LO IMPORTANTE en nuestra vida es sabernos queridos y
aprender a querer. Y esto sucede, en primer lugar, dentro de la propia familia.
Al mismo tiempo, es verdad que no todo es ideal. Todos estamos lejos de ser
perfectos. Por eso podemos pedir ahora a Jesús, María y José que intercedan por
todas las familias que atraviesan dificultades.
Se podría decir que este primer círculo social es la
cuna de todo don. Ahí nos sentimos afirmados por ser quien somos, nos sentimos
bendecidos y descubrimos que también nuestra vida es un don para los demás.
Está inscrito en nuestro corazón que todos somos hijos. Algunos además son
padres, otras son madres, puede que tengamos hermanas o hermanos... pero todos
somos hija o hijo. La vida nos ha sido regalada y hay alguien que nos espera.
Incluso en las situaciones más difíciles, la condición de hijo tiene tanta
fuerza que habitualmente sigue siendo un camino privilegiado para encontrar a
Dios Padre.
«La Navidad se considera la fiesta de la familia. El
hecho de reunirse e intercambiarse regalos subraya el fuerte deseo de comunión
recíproca y pone de relieve los valores más altos de la institución familiar.
La familia se redescubre como comunión de amor entre personas, fundada en la
verdad, en la caridad, en la fidelidad indisoluble de los esposos y en la
acogida de la vida. A la luz de la Navidad, la familia comprende su vocación a
ser una comunidad de proyectos, de solidaridad, de perdón y de fe donde la
persona no pierde su identidad, sino que, aportando sus dones específicos,
contribuye al crecimiento de todos. Así sucedió en la Sagrada Familia, que la
fe presenta como inicio y modelo de las familias iluminadas por Cristo»[2].
EN BELÉN Dios se ha convertido en uno de nosotros.
Quiere vivir nuestra historia, nuestro camino y nuestra libertad. «La familia
es un signo cristológico, porque manifiesta la cercanía de Dios que comparte la
vida del ser humano uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y en la
Resurrección»[3]. Es tal la
fuerza de la familia que podemos llenarnos de esperanza. La capacidad de
transformación y sanación que tiene el amor en la familia es capaz de superar
todas las dificultades, por muy abrumadoras que parezcan. Nuestras familias son
el lugar elegido por Dios para darnos todos sus dones: el primero de todos, la
vida, y con él, la fe, la vocación, un nombre, la educación, el temperamento,
la lengua, un lugar al que pertenecer... Este gran reto llevó a san Juan Pablo
II a incluir una invocación a la Reina de la Familia en las letanías del
Rosario. Desde entonces, millones de voces y corazones le han pedido a la
Virgen que proteja a las familias del mundo entero, que todas ellas sean esa
cuna en donde se renueva continuamente la humanidad.
Carne y sangre nuestra son nuestros padres y hermanos,
y por ellos ha de empezar nuestra preocupación apostólica. Así comenzó el
apostolado de los primeros discípulos de Cristo. Andrés, «encontró primero a su
hermano Simón y le dijo: — hemos encontrado al Mesías — que significa:
“Cristo”. Y lo llevó a Jesús» (Jn 1,41-42). Y Juan, que con Andrés fue el
primero en acercarse al Señor, comunicó el hallazgo a su hermano Santiago y le
preparó para cuando Jesucristo le encontrara en medio de las redes y le llamara
a su servicio. Es lógico que san Josemaría haya llamado el dulcísimo
precepto al mandamiento de Moisés sobre honrar a la propia familia.
Con María y con José queremos llenarnos de admiración.
En Belén, Dios ha descendido a cada familia, sobre todo a las más heridas, para
sanarnos, acompañarnos y descubrir con nosotros el papel decisivo que tiene
para cada hijo y para Jesús.
[1] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 22.
[2] Juan Pablo II, Audiencia general, 29-XII-1999.
[3] Francisco, ex. ap. Amoris laetitia,
n. 161.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/sagrada-familia/
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico