Américo Martín 22 de agosto de 2021
A
propósito del arte de la negociación, cuando las partes se guardan una
hostilidad extrema pueden esperarse desenlaces graves en medio de la pólvora
guerrera; como también inusitados acuerdos de paz, capaces de abrir cauces de
agua cristalina que calmen los temperamentos más capciosos y violentos.
Desgraciadamente,
la historia puede traducirse en una consolidación constructiva de la detente
belicosa, como también de la quiebra de la paz para que asome de nuevo el peor
de los demonios del averno.
No me
estoy perdiendo en hipótesis sobre confrontaciones acicateadas por el odio y la
violencia sino en las guerras verdaderas, activas, que han brotado una vez más
en Afganistán, con signos claros de que la respuesta de aquel martirizado
pueblo frenará la brutal ofensiva del talibán, en una lucha que sacudirá y
podría expandirse por Europa y buena parte de Indochina.
Me
refiero igualmente a Colombia, en trance de presenciar la quiebra de los
acuerdos de paz entre el gobierno de Santos y las FARC, que provocaron la
división de la que fuera la principal organización guerrillera de Colombia. A
esa escisión siguió otra, y probablemente otras, al punto de extenderse de
nuevo el clamor por volver a una paz sin duda fructífera, dado que incluyó el
lomito de la negociación, la desmovilización y desarme, sin los cuales sería
imposible garantizar nada, como en efecto está ocurriendo. Pero la flexibilidad
negocial históricamente probada del liderazgo colombiano da para no descartar
el éxito de la causa de la paz y la reconciliación en la república hermana.
Una de
las primeras manifestaciones de esa mezcla de habilidad y audacia, para
terminar resolviendo los problemas más complejos por vías pacíficas, es la
referida al Movimiento 19 de abril (M-19) que, de ser una guerrilla diseñada
para imaginar actos irregulares de gran impacto publicitario, pasó a ser un
partido político reconocido, que contribuyó con eficacia a la elaboración de la
nueva Constitución del país hermano.
En su
momento, se enfrentó a la Anapo, plataforma del anciano exdictador
Gustavo Rojas Pinilla, cuya popularidad no era escasa, y obtuvo una importante
representación parlamentaria que encabezó su hija María Eugenia Rojas, con
éxito singular. Esa forma de tolerancia facilitó el restablecimiento democrático
en aquel meritorio país.
En mi
libro La violencia en Colombia, comparo los estilos de
negociación de Colombia y Venezuela. La superioridad colombiana obedece a los
muchos años de acciones encarnizadas desde el asesinato de Gaitán, en 1948, hasta
los acuerdos determinados por la certera Operación Jaque, decidida por el
presidente Uribe, que causó bajas notables y destrozos en la infraestructura
organizada por el legendario Marulanda, muerto, el cual fue sucedido por
Alfonso Cano, quien ordenó el viraje que condujo a la paz negociada.
A
diferencia con los mandatarios venezolanos, que trazaron la rígida línea de no
negociar con disidentes armados, los presidentes colombianos Belisario
Betancur, Virgilio Barco, Cesar Gaviria y Andrés Pastrana así lo hicieron.
Pastrana fue quien llegó más lejos, antes que la Operación Jaque cambiara el
perfil de la lucha.
La
renuencia de Marulanda a responder a las amplias concesiones del presidente
Pastrana, incluso a la enorme zona de despeje del Caguán, se debió a que
esperaba llegar militarmente al poder como Fidel en Cuba y el sandinismo en
Nicaragua. Contaba con 20 mil hombres perfectamente entrenados y
experimentados.
¿Para
qué negociar un pedazo de la torta –pensaría– si puedo tenerla entera? Ese
sueño se desvaneció después de la decisiva Operación Jaque y la cadena de
certeros ataques que liquidaron la poderosa infraestructura de las FARC.
Cuando
se reanudó la guerra, los paramilitares, inicialmente organizados por los
Castaño, quienes acompañaron a Pablo Escobar en el cartel de Medellín, se
denominaron AUC e hicieron afluir raudales de droga a la lucha.
Muy
justificadamente comenzó a hablarse de «narcoguerrilla», pero estoy convencido
de que un país que ha sufrido, como el que más, por largas y ruinosas guerras y
,en cambio, ha obtenido logros casi milagrosos por su excelente manejo del arma
de la paz, se inclinaría por negociar con quien sea, resaltándose así su
luminoso modelo institucional y por su sólido apego a las elecciones, a las que
han convertido en su indisputado emblema universal.
En
varias naciones de la América hispana torpes intentonas de imponer desasidos de
la democracia parecen impulsar regímenes autocráticos o proyectados en
semejante dirección. No puede asegurarse, por ejemplo, que el presidente electo
de Perú, ante la evidencia de lo que está ocurriendo en Venezuela, Cuba y
Nicaragua, guarde el deseo de repetir experiencias en trance de ser colocadas
frente a la realidad de los notables virajes democráticos que vienen asomando
un limpio rostro libertario.
El
arrebato represivo de Ortega de acabar con las elecciones, metiendo en chirona
a todos los candidatos adversarios, sería risible si no se tratara de un
despreciable zarpazo de oso herido y muerto de miedo por lo que pudiera
ocurrirle si pierde el poder. A un personaje de esa índole habría que
recordarle que, respetando la institucionalidad democrática y la dignidad de
los valientes que se atreven a competir en condiciones tan miserables, siempre
será la mejor decisión y, sin duda, la peor es despreciar a sus maltratados
compatriotas, especialmente si piensan con cabeza propia. Desde una jaula de
perros con hidrofobia no se puede gobernar un país.
Américo
Martín
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