Por Vicente Lecuna Torres
El derrumbe de una
sección de un pasillo techado de la Ciudad Universitaria de Caracas ocurrido el
17 de junio de 2021 generó una reacción inmediata sobre todo de quienes se
formaron o trabajaron en la sede principal de la Universidad Central de
Venezuela (UCV), un conjunto de edificios y obras de arte integrados de forma
magistral por Carlos Raúl Villanueva, declarado Patrimonio de la Humanidad por
la Unesco el año 2000. En realidad desde hace más de una década se conocía
acerca del daño en esa sección, y ya se había realizado una reparación parcial
que nunca se completó por deficiencia presupuestaria. Algunas de las reacciones
más relevantes fueron el excelente video Ciudad Universitaria, la
construcción de lo imposible, de Cinesa (30/4/2020), y el artículo “Las
ruinas de la Universidad Central de Venezuela son el espejo de un país que
agoniza”, de Federico Vegas en el New York Times (6/6/2021). El régimen también
reaccionó inmediatamente, dando declaraciones sobre la urgente reparación del
pasillo. Sin embargo todo permaneció igual, aparte de la instalación de unos
andamios metálicos. Hasta que recientemente, y solo por la necesidad de mejorar
su imagen ante la comunidad internacional, reactivaron los planes de
reparación.
Durante este último año
fui en varias oportunidades a tomar fotos en diversas facultades abandonadas.
En los jardines no había las habituales latas de refrescos, botellas de
cerveza, bolsas de plástico, ni papel o envoltorios de plástico para
chucherías. Había hojarasca, monte que crece y agua de cloaca o limpia frente
la Facultad de Arquitectura y Urbanismo, por ejemplo. En todo caso, lo que me
preocupa es que la reacción pública parece más relacionada con el deterioro
físico de la UCV que con otros aspectos mucho más importantes. El punto que
pretendo destacar es que el deterioro de la UCV y de otras universidades
autónomas no es algo nuevo, coyuntural, casual ni accidental. El
estrangulamiento presupuestario lleva más de una década generando una
disminución significativa de profesores y estudiantes, reducción o desaparición
de cualquier tipo de investigación, robos insólitos como el de sueros
congelados con agentes de enfermedades infecciosas en el Instituto de Medicina
Tropical o el de los bustos de bronce de ilustres venezolanos, el deterioro
progresivo de rejas, puertas y ventanas y vehículos de la universidad
abandonados con las ruedas sobre ladrillos. Destaca el abandono del Hospital
Universitario de Caracas, reducido a un lugar silencioso y solitario donde no
hay agua y no funcionan los ascensores. Sobre eso nadie reclama o no se oyen
esas voces, o los medios no las toman en cuenta. En las universidades del
interior, que en general tienen poca resonancia en los escasos medios de
comunicación libres y sometidos a una discreta autocensura, sobresalen los
saqueos o la destrucción. El caso de la Universidad de Oriente es uno de los
más terribles. Del vandalismo y de los robos en otras universidades poco se
recoge en los medios.
La destrucción de las
universidades autónomas se agravó cuando se conoció el contenido de la
sentencia No 83, del 17 de mayo de 2012, emanada de la Sala Electoral del
Tribunal Supremo de Justicia que decidió por unanimidad suspender el proceso
para la elección de las autoridades universitarias para el período 2012-2016.
De esta manera se impidió sustituir las autoridades que permanecieron en
los cargos varios años con el período vencido, al mismo tiempo que la
hiperinflación reducía el salario a unos diez dólares estadounidenses y ahora,
cuando se discute una nueva ley que pretende convertir a las universidades en
centros de populismo, manifiesta claramente la intención de acabar con la
autonomía y permite colocar en puestos de mando a personas sin preparación,
como de hecho ocurre en otras instituciones estatales dirigidas por militares,
activos o jubilados.
Un desafortunado evento adicional para las universidades ocurrió el 27 de julio de 2021, cuando falleció el Dr. Enrique Planchart, rector de la Universidad Simón Bolívar, persona única, visionaria y lúcida que dedicó la vida a la educación superior. Su muerte no guarda relación con la política pero tiene valor simbólico. La situación en que ha quedado la Universidad Simón Bolívar, con todas las autoridades encargadas, es un peligro para ella y, poco a poco, puede ocurrir lo mismo en las demás universidades con autoridades nombradas por el ministerio.
El principal enemigo a
destruir parece ser la autonomía universitaria, ese es el verdadero problema.
Simón Bolívar, con el apoyo entusiasta de José María Vargas, en 1827 proclamó
la Universidad Central de Venezuela. Sosteniendo el principio de la autonomía
le otorgó haciendas en Cata y La Concepción y las obras pías de Chuao para
sustento económico de la UCV. Guzmán Blanco, años después, se apropió de esas
haciendas pero resultaron un fracaso.
Edgar Sanabria,
respetado profesor de derecho romano, al sustituir como presidente de la Junta
de Gobierno a Wolfang Larrazábal quien se postuló a las elecciones, duró
ochenta y cinco días en el cargo entre noviembre 1958 y febrero 1959. En ese
breve período como presidente, en medio de un clima político turbulento, entre
tiroteos ocasionales y continuas y agrias discusiones de tendencias políticas
opuestas, entre otros decretos, el cinco de diciembre de 1958 sancionó la Ley
de Universidades elaborada por una comisión designada por el rector Julio de
Armas y presidida por Francisco De Venanzi, ley que fortalece el concepto de la
autonomía universitaria, indispensable para crear nuevos conocimientos,
administrar educación de pre y postgrado, defender ideas distintas y, además,
refuerza la inviolabilidad de los recintos universitarios por algún organismo
de seguridad del estado.
Años después hubo
pequeñas modificaciones a la Ley pero el principio de la autonomía siempre se
mantuvo intacto, actualmente amenazado por el propósito evidente de acabar con
la inteligencia, creatividad y divergencia democrática en Venezuela.
A trece meses de la
caída del techo y de inacción, el régimen convoca de nuevo a una “mesa de
trabajo”. No es para dialogar, negociar o conversar. Es, una vez más, una mesa
de un trabajo sin agenda pero que produce recomendaciones para “rescate,
remozamiento y recuperación” que no se realizan por falta de recursos o
auténtica voluntad política.
La caída de una sección
del pasillo techado es apenas un episodio de un problema más grande y
más importante: la caída de la autonomía. Con ella cae la Universidad toda.
04-08-21
https://prodavinci.com/no-es-la-ciudad-universitaria-es-la-autonomia/
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