José Guarnizo 05 de septiembre de 2023
@JoseGuarnizoA
Muertos, agresiones y violencia sexual a
mujeres, robos: ese es el panorama de una selva por la que han pasado este año
320 mil migrantes, la mayoría venezolanos. De ellos, más de 60 mil eran menores
de edad. Estuvimos en la frontera para contar algunas de las historias de los
bebés y sus madres, los más vulnerables.
Después
de cuatro días de solo ver monte y peñascos, de escuchar extraños silbidos
entre los árboles, Getsy Sangronis Nava llegó a pensar que el cráneo que
acababa de asomarse en el camino era producto de una alucinación. Entonces hizo
una pausa, tomó aire y buscó con la mirada a Gabriel, su esposo, que venía unos
pasos atrás con el bebé cargado a la espalda. Hubo un silencio. Continuaron
caminando.
Adelante,
desfallecida y con los pies rotos iba Nidia Mercedes Pérez Riera, la mamá de
Gabriel, suegra de Getsy, abuela del bebé. No había tenido ocasión de quitarse
las botas para ver los estragos que habían hecho las piedras de los ríos ante
cada pisada. Ignoraba que tanto dolor era porque se le habían desprendido tres
uñas; llevaba los dedos en la pura carne viva.
La señora Nidia era quien, además, llevaba a las mascotas en dos guacales colgados, uno en el pecho, el otro en la espalda. Estaba asfixiada. Llevarse a las dos perritas de la casa a ese viaje tan incierto, tan duro, nunca estuvo en duda. Eran todos o ninguno. Era la familia entera la que se iba.
En ese
momento estaban en territorio panameño. Caminaban y caminaban de día, y
acampaban en las noches, a orillas de cualquier río. Se guiaban por las bolsas
azules que se encontraban en el camino. Las rojas indicaban peligro. No
dormían. Los silbidos a lo lejos eran un tormento, un síntoma de que las bandas
armadas que buscan a los migrantes para robarlos, para violar a las mujeres,
estaban cerca. En una de esas noches, un ecuatoriano que venía en el grupo se
la pasó gritando y diciendo que el río se iba a crecer.
Además
de luchar por su propia vida, cada miembro de la familia tenía una
responsabilidad durante las caminatas. Gabriel, el padre, cargaba y cuidaba al
bebé Itan Alejandro Materán Sangronis. Por esos días había cumplido cuatro
meses de nacido. Getsy, su esposa, debía parar de tanto en tanto a darle pecho
al bebé y llevar en su espalda el maletín con el agua y la comida: para
aligerar peso solo guardaban pan y atún. Nidia se encargaba de las perritas:
Cuchi, una Shih Tzu mezclada con Poodle de 5 kilos de peso que sufre
convulsiones esporádicas; y Mélani, una calmada y silenciosa Schnauzer de 7
kilos. Ambas fueron adoptadas de la calle.
Durante
uno de los trayectos, Nidia también vio un cadáver. Era el cuerpo de un niño de
unos tres o cuatro años que estaba al otro costado de una quebrada, junto a una
roca. Por el estado en el que estaba, es posible que llevara varios días allí.
Aterrada, Nidia lo vio y lo volvió a ver varias veces, intentando detener el
paso lo menos posible.
Es
difícil de explicar cómo el miedo, el agotamiento y las ganas de sobrevivir
hacen que las personas no sean tan conscientes de la muerte cuando la tienen
cerca. Nidia estaba a unos cuatro metros de distancia de esa imagen dolorosa
que se clavó en ella como una aguja que aparentemente entra en la piel sin
dejar mucho rastro. No quiso contárselo a Gabriel, ni mucho menos a Getsy para
no atormentarla.
Se
guardó el episodio en algún lugar de su alma y sólo lo vino a procesar días
después, durante una noche en la que se despertó desorientada, preguntando
dónde estaba. A sus pensamientos volvió el recuerdo puntilloso del niño tirado
junto a la roca, la posición en la que estaba. Entre la penumbra, Nidia
buscó sus maletas, buscó a Gabriel, a Getsy, a las perras. Poco a poco fue
recobrando la calma. “Aquí estoy, mamá”, le dijo Gabriel. Ahora Nidia es capaz
de reconocer que ese niño anónimo no se ha ido de su vida, tal vez nunca se
vaya. Y lo sabe porque hay momentos en que de la nada se echa a llorar. Nidia
dice que tiene miedo de avanzar, a veces de moverse. El niño está ahí, no se ha
ido.
Samira
Gozaine, directora del Servicio Nacional de Migración de Panamá, dijo en junio
pasado que durante 2023 las autoridades de su país lograron recuperar los
cuerpos de 27 migrantes muertos en la frontera. Pero ese es un número muy
pequeño para la cantidad de cadáveres que se han quedado en esa selva durante
los últimos años. Es que no se sabe ni cuántos son, ni siquiera hay un
estimado. El Darién es un cementerio sin dolientes, que no aparece retratado en
las noticias que se ven todos los días.
Se
trata de una crisis migratoria sin freno. Según datos de las autoridades de
Panamá, del 1 de enero al 28 de agosto de 2023 han pasado por la selva del
Darién 320 mil migrantes irregulares, de los cuales 190 mil eran venezolanos,
esto es el 59% de los caminantes.
El
número de migrantes podría llegar al medio millón al finalizar el año, si no es
más. Todos los días pasan entre 1.500 y 3.000 personas por la selva con la idea
de recorrer toda Centroamérica, para luego intentar cruzar a Estados Unidos.
¿Cómo? Muchos ni lo saben. Los números oficiales de Panamá muestran que
Ecuador, con un 13%, es el segundo país que más migrantes aporta en esta
historia. Le siguen Haití (11%); Colombia (3%); China (3%); y Cuba, India y
Brasil, los tres con un 1% cada uno.
El
gran problema es que estos no son simples números sino realidades humanas y muy
complejas. Además, cerca del 20% de los migrantes que han cruzado la selva son
menores de edad, y de estos la mitad tenían entre 0 y 5 años, como el caso del
niño muerto que Nidia vio en el camino. La Defensoría del Pueblo en Colombia habla de un aumento escandaloso
del 445% en cuanto al número de niños, niñas y adolescentes que han pasado por
la frontera, si se compara con los que se registraron el año pasado.
También
puedes leer: Una bebé sin patria: la hija de padres haitianos que nació
por azar en Necoclí
Hace
muy pocos días, la organización internacional Médicos Sin Fronteras (MSF), que
cuenta con tres Estaciones Temporales de Recepción Migratoria (ETRM) en el
trayecto del Darién, hizo
un llamado casi desesperado a las autoridades panameñas y colombianas
para que ayudaran a atender esta emergencia. “Las organizaciones humanitarias
no damos abasto ante el incremento de personas que llegan a diario. En las
últimas semanas hemos tenido días de hasta 3.000 migrantes en un solo punto”,
dijo José Lobo, coordinador de terreno de MSF en el Darién panameño.
Mónica
Benavides es una profesional experimentada que trabaja para MSF. Ha estado
varias veces atendiendo a migrantes en una de las estaciones de la organización
ubicada en un caserío llamado San Vicente, en la provincia de Darién, en
Panamá. Sentada en la recepción de un hotel de Apartadó, Antioquia, Mónica confirma
lo que parecería una obviedad y es que ni los bebés ni las personas de la
tercera edad ni nadie que sufra de sobrepeso o alguna discapacidad física está
en condiciones de cruzar el Darién.
La
mayoría de personas que Mónica ha atendido en este punto de Panamá presentan
fatiga, deshidratación, golpes de calor, insolación, lesiones y peladuras en
los pies, dolores en las extremidades por las intensas jornadas, diarreas y
enfermedades gástricas por beber agua de ríos; también depresión, ansiedad y estrés
postraumático después de vivir o presenciar hechos violentos durante las
caminatas. “Se les caen mucho las uñas por la humedad y los traumas en los
pies”, dice. Fue lo que le ocurrió a Nidia. Muchos de los bebés llegan a San
Vicente con diarrea, vómito y deshidratación, fiebre, alergias y quemaduras en
la piel. “Un bebé no debería estar pasando por esto, bajo ninguna
circunstancia”, dice Mónica.
Los
peligros y la rudeza del Darién van incluso mucho más allá: entre enero y julio
de 2023, MSF ha llevado a cabo 35.912 consultas médicas y de enfermería,
incluyendo a 673 mujeres embarazadas y 206 personas supervivientes de violencia
sexual. Además, ha realizado 1.611 consultas de salud mental y 6.952 curas.
Los
delirios de la selva
El
Tapón del Darién para los migrantes es un infierno de unos 105 kilómetros en el
que se escuchan silbidos a lo lejos. La ruta que hacen la mayoría de los
venezolanos comienza en el pueblo costero de Acandí, en el departamento del
Chocó, en Colombia, y va hasta un pequeño poblado del Darién panameño llamado Bajo
Chiquito. Caminando en ascenso y descenso por montañas de hasta 1.600
metros sobre el nivel del mar, andando sumergidos en ríos, y bordeando
precipicios, los migrantes se toman entre seis y diez días.
En
esta parte de la selva inhóspita y quebrada los caminantes han visto y oído el
paso de jaguares, pumas, tigrillos y cerdos salvajes. Hay culebras, alacranes,
ranas venenosas y toda clase de bichos que se prenden de la piel. Esta es una
zona muy húmeda y lluviosa. Cuando cae agua los pasos se retrasan días enteros
y es cuando el desespero, que llega al delirio a veces, comienza a
aparecer.
En
varias páginas de Facebook y cuentas de TikTok muchos venezolanos dejan
constancia de personas desaparecidas o muertas, y advierten sobre pasos
peligrosos. El 24 de agosto pasado, por ejemplo, en una de estas redes llamada
El sueño americano, colgaron un video en el que se veía a un hombre dentro de
un cambuche pidiendo ayuda para salir la selva.
La
persona que grabó las imágenes decía: “El pana es maracucho, lleva cuatro días
varado aquí, se lesionó la rodilla y no puede continuar”. El migrante, que se
identificó como Jhony, imploraba que las autoridades lo sacaran de allí: “mi
hijo pequeño va allá adelante”. De nuevo, quien grababa dijo que no podían
auxiliar al señor porque “estaba jodido de la rodilla” y era imposible
cargarlo.
En los
comentarios, varias personas reclamaron a los que grabaron por no haber
ayudado a su paisano. Una mujer llamada Marcela Orozco contestó: “amiga, por
más que uno quiera eso es imposible, hay que escalar unos muros como de 30
metros y además de eso hay que pasar por unos ríos que están llenos de
piedras”.
Pero
el comentario más inquietante de la publicación fue el de una mujer
identificada como Gladys Barrios: “Lamentablemente (el hombre del video) murió
ayer en Panamá. Era mi amigo y vecino. Lo sacaron, pero ya estaba muy mal, al
llegar a Panamá murió. Le pido a Dios le dé mucha fortaleza a su mamá, y a su
hijo, que se quedó sin su papá”.
El
negocio de los grupos armados
A
Nidia la conocí en un campamento selvático llamado Las Tecas, que queda a unos
cuarenta minutos en carro del municipio de Acandí, en el departamento del
Chocó, en Colombia. Es una especie de complejo de estructuras improvisadas en
madera a donde llevan a los migrantes para que pasen la noche antes de
aventurarse en el Darién. Es literalmente la puerta de entrada a la
selva.
Nidia
parece muy joven para ser la abuela de Itan Alejandro. Tiene 46 años, es alta,
pelo negro, piel blanca y ojos casi verdes. Su hijo Gabriel también resulta muy
joven para ser el padre del bebé: tiene apenas 19 años. Mide 1,80 metros.
Aunque es delgado, Gabriel da la apariencia de ser un chico fuerte. En un
barrio popular de la fría Bogotá llamado Quirigua, Nidia trabajaba como manicurista.
Gabriel se ganaba la vida cargando enseres en trasteos. De Barquisimeto, estado
Lara, Venezuela, salieron hace seis años huyendo de la escasez. Aunque lo
intentaron, Colombia tampoco los recibió con las mejores
oportunidades.
Cuando
los vi en Las Tecas por primera vez era medio día, estaban sentados alrededor
de una carpa. Atrás de ellos se podía ver una fila interminable de hombres,
mujeres y niños que descansaban para salir al Darién al día siguiente. Eran
2.800 personas que estaban a la espera de partir. Getsy, que también es muy
joven —tiene 20 años— estaba alimentando con su seno a Itan. Me acerqué
inicialmente por curiosidad con las perritas. Ahí me contaron que Cuchi, la
Poodle gris y peluda, había acabado de sufrir una convulsión. En ese momento la
estaban consintiendo y echándole agua en la cabeza para que se calmara. El
calor era insoportable. A pesar de la situación, todos parecían de buen humor.
Era un momento de espera, de no pensar en lo que venía.
La
historia de los bebés del Darién en realidad es la historia de las madres.
Getsy, a diferencia de Gabriel y de su suegra Nidia, nació en Maracaibo. Hace
tres años, poco antes de que iniciara la pandemia del COVID-19, llegó a
Cartagena, Colombia, a probar suerte. Con su abuela Lubexy Navas, de 61 años en
ese momento, Getsy salía a la calle a vender bolis, una especie de refrescos
empacados en bolsas de plástico. Entre las dos, al día se hacían 20.000 pesos
como máximo (un poco menos de 5 dólares). Dejaron de pagar arriendo durante seis
meses, pues la plata apenas les alcanzaba para comer. Se alimentaban sólo con
granos, arepas y a veces conseguían huevos. En situaciones extraordinarias iban
a la tienda de la esquina a comprar presas de pollo asado, que vendían a 1.500
pesos (0,37 centavos de dólar al cambio de hoy). Cuando se estaba terminando la
pandemia, Getsy se fue a Bogotá. Allí conoció a Gabriel. Se enamoraron muy
rápido. Un año más tarde, ya estaban esperando a Itan Alejandro. Bogotá fue una
ciudad muy ruda con Getsy. Allá consiguió trabajo en un restaurante. Era mesera
y hacía domicilios a pie —no le proporcionaron una bicicleta— de 9 de la mañana
a 7 de la noche por 25 mil pesos al día (6,21 dólares). Cuando su jefe supo que
estaba embarazada, la despidió. Ni siquiera había un contrato de trabajo. Todo
era de palabra. Su abuela, doña Lubexy Navas, todavía hoy vende bolis en
Cartagena.
En Las
Tecas un plato de comida puede costar lo mismo o más que en un restaurante de
Bogotá. Y en dólares. Este lugar es manejado por las mismas personas de Acandí
que le cobran a cada migrante 150 dólares por llevarlos con guías hasta la
frontera. En el casco urbano del municipio, que tiene unos 12.000 habitantes,
en su mayoría afros, tienen adecuado un primer albergue, que cuenta con un
médico y una enfermería. Allí es donde las familias se enteran por primera vez
del pago que deben hacer. A nadie le es permitido continuar el camino sin hacer
el desembolso, salvo casos extremos de personas con discapacidad o niños
enfermos.
En ese
albergue conocí a una jovencita llamada Ana Cecilia Medina Medina, de 21 años.
Estaba allí con su bebé, de siete meses. Heimer Said Medina Medina, se llama.
Decía que se sentía en un limbo porque no tenía para pagar los 150 dólares que
le pedían a ella y al resto de familiares. Su situación era compleja si se
tiene en cuenta que en Acandí, que es un pueblo de pescadores al que sólo se
accede por el mar, no tenía cómo trabajar. Devolverse para Turbo en bote, que
es el pueblo más cercano, también resultaba caro.
Tanto en
la región de Urabá como en las zonas costeras de Acandí y Capurganá, que es
desde donde parte otra de las rutas para el Darién, los migrantes han
dinamizado la economía. Es una frontera difusa entre un servicio que les
prestan y un negocio. Todo esto funciona sin regulación y con una ausencia
total del Estado colombiano, que es el principal ausente en esta frontera
olvidada del país. Las personas que hacen estos cobros y que ofrecen el trabajo
de guías para la selva se defienden diciendo que si ellos no existieran los
migrantes se morirían en el trayecto. Y esto en parte es cierto. Como no hay
funcionarios del gobierno ni autoridades que ayuden a los migrantes a pasar
hasta Panamá, los guías se convierten en una tabla de salvación, ellos son
quienes conocen el camino hasta la frontera con Panamá.
El
problema es el monto que pagan los migrantes. Si en un día pasan 2.000
personas, como ha ocurrido, la organización de guías recoge 300.000 dólares.
Esto son 9 millones de dólares en un mes, algo así como 154 mil millones de
pesos colombianos. No hace falta hacer las cuentas de un año. Es demasiado
dinero como para mostrarlo como una labor altruista. Una fuente que trabaja con
organismos de investigación del Estado le dijo a VORÁGINE que las autoridades
tienen conocimiento de que parte de este dinero (50 dólares de los 150)
termina, mediante extorsión, en manos del Clan del Golfo, la organización criminal y
narcotraficante más poderosa del país, esa que justamente tiene su mayor
influencia en toda la región fronteriza. Esto, además, también es un
secreto a voces. Los migrantes, a costa de su sufrimiento, del riesgo de sus
vidas, de vender sus casas en Venezuela, sus electrodomésticos y lo poquito que
tenían, terminan siendo instrumentalizados para financiar la guerra en
Colombia.
Esa
misma fuente también aseguró que otra porción de la plata que están pagando los
migrantes se está yendo para una campaña política. En dos videos que se pueden
ver a continuación se escucha a un hombre decirles a un grupo de guías que
trabajan en Las Tecas que necesitan el apoyo de todos para la campaña de un
candidato a la alcaldía de Acandí llamado Luis Fernando Martínez, conocido como
Luis Fer. Es del Partido Liberal. En octubre se celebran elecciones regionales
en Colombia. “Esto se volvió fue política, los invito a una reunión para que
mañana me acompañen a una marcha, al candidato Luis Fer”. Más adelante habla de
listados para asegurar votos. “Necesito que nadie se me tuerza, les garantizo
que todos los que están aquí comen conmigo allá arriba”. Las autoridades
interpretan esto como un presunto constreñimiento al elector.
El
candidato Luis Fernando Martínez es hermano de uno de los hombres que coordina
la organización de guías del Darién. La campaña política ha hecho sendas
manifestaciones y marchas en el pueblo, eventos donde no han faltado camisetas,
pancartas y toda suerte de souvenirs. En Acandí, un pueblo pobre de pescadores,
la campaña de Luis Fer ha visto el dinero fluir desde que estalló la crisis
migratoria.
A eso
de las 9:00 de la noche, en Las Tecas los migrantes se alistan para dormir. En
una de las tiendas de madera venden tres horas de internet por 1 dólar. La
gente se arremolina también para comprar agua, gaseosas, y paquetes de fritos.
Johana Toro es venezolana. Está chateando por celular mientras hace la fila
para comprar más internet. Tiene cara de angustia. Cuando le pregunto por la
razón de su semblante me dice que un amigo suyo que cruzó Darién hace unos días
le está advirtiendo lo peligroso que es el camino en Panamá. Por esa parte del
monte es por donde deambulan las bandas armadas. Le pido que me deje escuchar
el mensaje. Y entonces lo reproduce: “Eso está peligroso, está peligroso, hay
mucho muerto, no caminen solos, caminen en grupo, caminen en grupo, y precaución
en los acantilados que están muy peligrosos por la lluvia, se resbalan, hay
muchos muertos del lado panameño, mujeres violadas, no es mentira lo que te
estoy diciendo, ojo”.
Migrantes
por segunda vez
A las
4:00 de la mañana Las Tecas se convierte en un escenario surrealista. Miles de
migrantes duermen en el piso, unos pegados a otros, apeñuscados sobre la tierra
seca, esperando el amanecer. Cuando la luz aparece se ve la magnitud de la
tragedia. Porque es una tragedia de la humanidad que estas personas tengan que
someterse a esto. Entre tanta gente no alcanzo a ver a Nidia ni a Getsy ni a
Gabriel ni al bebé ni a las perritas.
Un
venezolano toma un megáfono para hacer una oración. Mientras reza un Padrenuestro,
al frente solo se ven miles de ojos cerrados, manos elevadas al cielo,
persignaciones. Tras un aplauso, los guías dan instrucciones y comienza la
caminata. Es una marcha de un pueblo errante que no ha encontrado un lugar en
el mapa.
El
camino se hace a lo largo de ríos, de subidas, peñascos, y lodo. Entre tanto
silencio, se escucha la voz de una joven llamada Dayana Peroz, que lleva a su
hijo de cinco meses en un arnés amarrado al pecho. Mientras camina, lo arrulla,
le canta “La vaca Lola”, “El pollito, pío”. Varios hombres la ayudan cuando
tiene que sumergir sus pies en el agua. A veces la quebrada le da hasta la
cintura. Matías Villarreal, se llama el bebé.
El 10
de agosto pasado, varios de estos guías tuvieron que cargar en una hamaca a una
mujer embarazada que estaba a punto de dar a luz. La devolvieron hasta Las
Tecas. No alcanzaron a trasladarla al hospital de Acandí porque la bebé se
adelantó a venir a este mundo con ayuda de una enfermera y una comadrona
indígena. Ambas suelen atender a migrantes en ese lugar de paso. En la selva
nacía una niña migrante. Algún día a lo mejor sabrá que su primer grito vino a
resonar en una enfermería hecha de tablas, en medio de una de las crisis
humanitarias más grandes del continente. Horas más tarde, la noticia del parto
era todo un acontecimiento en Acandí. Cattleya Darianna, por Darién, fue el
nombre que le pusieron sus padres, según quedó consignado en el Registro Civil
de Nacimiento que emitió un médico del pueblo.
Los
niños más grandecitos son conscientes de lo que pasa a lo largo de las
caminatas. Se nota que sufren por momentos. Algunos van en pijama, con sus
boticas de caucho. Otros llevan muñecos y sus propios morrales. Uno de ellos es
Daniel Bastardo Ortega, de seis años. Cuando escucha el sonido de un mono
aullador que retumba desde algún lado del monte, el niño le contesta en medio
de una carcajada: “¡callate, mono!”. Su mamá, Daniela Ortega, lo reconviene y
le dice que a los animales de la selva hay que respetarlos. Daniel, entonces,
vuelve a gritar: “¡perdón, mono, puedes seguir hablando!”.
Mónica
Benavides, la médica de MSF, me diría algunos días después que le preocupa la
afectación mental de los niños migrantes que están entre los cinco y los doce o
trece años. “Los adultos entienden que el paso por el Darién es un sacrificio,
los niños no. Ellos deberían estar jugando o en el colegio, y eso no es lo que
está ocurriendo”.
Después
de unas cuatro horas de trayecto, me vuelvo a encontrar con Nidia y su familia.
El camino apenas comienza y Nidia está sintiendo un fuerte dolor en una de sus
rodillas. Aunque las perritas pesan, dice estar dispuesta a llegar con ellas
hasta Estados Unidos. En una pausa, baja a las mascotas de los guacales y les
da agua para que beban. Cuchi no ha vuelto a tener convulsiones.
Los
animalitos son para Nidia un tema importante. Cuando llegó a Bogotá por primera
vez sintió la soledad del migrante, la dificultad de integrarse a esa nueva
cultura tan distinta, aunque parecida. Su vida era de la peluquería a la casa y
de la casa a la peluquería. Un día Gabriel llegó con una de las perritas, la
encontró abandonada bajo la lluvia en una esquina del barrio. A los seis meses
trajo a la otra, también la recogió en la calle. Los dos animales se
convirtieron en la compañía de Nidia durante las eternas tardes y fines de
semana en los que no tuvo una vida social. Fue por eso que cuando decidieron en
familia emprender el viaje, tras vender el equipo de sonido y una lavadora que
les quedaba, asumió que las llevaría con ella. Hasta el final, no importaba lo
que pasara, las perritas merecían que Nidia les devolviera lo que ellas le
habían dado. A pocas horas de llegar a la frontera con Panamá me despido de
Nidia, de Gabriel, de Getsy, del bebé. Es la última vez que los veo, ellos
continúan. Pasarían varios días sin saber de la familia ni de la tragedia que
les tenía preparado el camino.
¿A qué
se debe el aumento desbordado de venezolanos pasando por el Darién? Tiene un
poco que ver la historia de Nidia. Son personas que no terminaron de integrarse
en los países a los que se fueron hace seis o siete años y tuvieron que migrar
por segunda vez. Se trata de hombres y mujeres que no lograron establecerse,
que padecieron la xenofobia, o la aporofobia, y no solo en sus barrios, sino en
los colegios de sus hijos y en sus trabajos, precarios la mayoría de
ellos. Muchos de esos bebés que están pasando por la selva nacieron en
Colombia, Ecuador, Perú o Argentina. Son niños que aún no tienen una patria que
les preste un acento ni una tierra donde hundir raíces para que florezca una
identidad. O a lo mejor la identidad ha sido eso: tener listas unas maletas
para huir porque aquí tampoco pudo ser. Según la Plataforma Interagencial para
Refugiados y Migrantes de Venezuela, de ese país han salido en la última década
7’630.000 personas, superando ya el número de refugiados sirios. Y es posible
que sean muchos más. Esto representa casi la tercera parte de lo que algún día
fue Venezuela. Uno se pregunta quién es el responsable de todo esto, de los
enfermos, de los muertos en el Darién. Hay muchos. Los Estados, por ejemplo. El
gobierno de Venezuela y su fallida revolución. Pero también Colombia, que
brilla por su ausencia en la frontera. Es una cadena que incluye a la sociedad
entera.
Los
venezolanos están llegando al Darién con enormes deudas en cuanto a nutrición,
por ejemplo. A estos migrantes la vida en los últimos años los ha tratado mal.
Y esto en la selva pesa y mucho. No están preparados físicamente para la
travesía.
Apartadó,
Antioquia, es un paso obligado para los venezolanos que van hacia el Darién. Es
una ciudad de 200 mil habitantes situada a 300 kilómetros de Medellín, y a una
hora en carro de Necoclí, un pueblito de la costa Caribe desde donde parten
muchos de los botes que van hacia Acandí o Capurganá. Es allí donde me
encuentro con Marilyn Luque, una líder comunitaria venezolana, radicada en
Colombia, que intenta ayudar en lo que puede a sus compatriotas que están por
allí de paso. Pero no da abasto. Su labor es como la de una profeta solitaria
en el desierto. Dice que lo que puede estar sucediendo en Venezuela en términos
del sistema de salud es aterrador, lo sabe por las historias que escucha todos
los días. Personas con enfermedades de alto costo están vendiendo sus casas
para intentar buscar atención médica en otros países. Es una paradoja y una
infamia al mismo tiempo: lo venden todo en Venezuela para intentar salvarse sin
saber que su dinero terminará quedándose durante el trayecto pagando buses,
botes, guías y coyotes desde Colombia hasta los Estados Unidos, un periplo en
el que también la muerte es una opción que se aparece.
Algo
que no se está viendo en esta crisis migratoria es el limbo en que están
quedando los migrantes a los que se les acaba la plata y ya no tienen más de
dónde sacar ni qué vender. En Apartadó hay miles de estos casos. Gente que no
puede agarrar ni para un lado ni para el otro como si se tratara de una condena
que pesa irremediablemente sobre sus destinos.
A eso
de las 9:00 de la noche camino con Marilyn por las calles de Apartadó. Hay
migrantes con niños durmiendo en los andenes, en los parques, a las salidas de
los locales comerciales. Son seres humanos cubiertos con el manto de la
invisibilidad y la indiferencia. Están ahí, a la vista de todos, pero como si
no existieran. A nadie parece importarle su tragedia. Debajo de un puente, a la
intemperie, y acostada sobre una sábana sucia nos encontramos con una bebecita
de seis meses que está prendida en fiebre. Paola Parra, su mamá, dice que tiene
una varicela que le comenzó hace tres días. Joseani Saraí Duque, así se llama
la criatura, no ha querido recibir pecho durante las últimas horas. Si no fuera
por Marilyn, la bebé hubiera pasado la noche sin recibir atención médica. Con
el chequeo de un doctor y medicamentos posiblemente mejorará. El mayor
problema, sin embargo, no será la varicela. El gran lío es que su familia no
tiene plata ni tampoco para donde irse.
Este
es un problema que no ha sido tomado en serio por las autoridades locales. En
Necoclí, otro de los pueblos costeros de donde salen lanchas hacia Acandí y Capurganá,
me encontré con una familia venezolana que lleva un mes viviendo en la playa.
Un bebé de cinco meses, un niño de 9 años, una mamá, un esposo y una abuela se
despiertan todos los días a esperar a que el tiempo pase. En un mes, han
reunido 100 dólares y necesitan mínimo 600 para poder ir al Darién. Darianis
Ester Piedras Villalobos, la mamá del bebé, tiene 18 años. Rompe en llanto
cuando le pregunto cómo han hecho para sobrevivir. Todos los días almuerzan en
un restaurante comunitario que atienden unas monjas franciscanas y dominicas.
Las religiosas reparten 200 platos al día para intentar apaciguar el hambre que
se siente y se puede respirar en las calles. Las monjas son de las pocas
personas que hacen una labor desinteresada y humanitaria en el pueblo. En
Necoclí todo tiene precio. Y si es para migrantes, aún más, porque se les cobra
en dólares.
Nidia
se separa de las perritas en medio del llanto
Durante
varios días no supe de la suerte de Nidia y su familia. Varias veces hablé por
teléfono con Lubexy Navas, la mamá de Getsy, la otra abuela de Itan Alejandro.
Desde Venezuela me contaba lo poco que había dormido esas noches esperando
noticias de su hija y de su nieto. Lo que escuchaba del Darién en
conversaciones con sus vecinas eran las historias más terribles y eso la tenía
con los pelos de punta. Hasta que al sexto día de no saber de ellos, Getsy
mandó un mensaje por WhatsApp.
Habían
llegado a Bajo Chiquito, el primer caserío panameño que se avista después de la
montaña. Getsy contó que la caminata, como se preveía, había sido un suplicio,
que el pequeño Itan lloró de hambre durante largas horas, que botaron la ropa
que tenían y los maletines porque no soportaban más el peso, que hubo un
momento en que Nidia sintió que no podía más del dolor en los dedos de los
pies, que sus cuerpos olían a monte, que las perritas soportaron la falta de
comida sin desesperarse, que Gabriel fue fuerte pero que también sintió miedo y
que ella, Getsy, lloró lágrimas de impotencia cuando quedó sin aire subiendo
por una de las pendientes resbaladizas.
En
medio de todo lo mal que la pasaron, contó también Getsy, se salvaron de un
robo masivo que tuvo lugar del lado panameño del Darién. A otro grupo de
migrantes los ladrones les hicieron quitar la ropa. A los hombres, a las mujeres
e incluso a los bebés les metieron las manos en su genitales buscando dólares
escondidos. De este tipo de vejámenes ya me había hablado Mónica Benavides, la
médica de MSF.
Lo más
duro para Nidia estaba por ocurrir. Después de salir de Bajo Chiquito, en
Panamá, la familia avanzó hacia Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y Guatemala.
Algunos trayectos los hicieron caminando, otros en bus. Media hora antes de
llegar a San Pedro Tapanatepec, un retén de migración hizo bajar a todos
pasajeros del camión en el que iban Nidia y su familia. Después de una requisa,
los dejaron regresar al vehículo para que continuara su camino. El conductor,
sin embargo, decidió que ya no podían subir a las perritas otra vez. Nidia le
rogó que le permitiera llevarlas, pero él se negó rotundamente. Todo fue muy
rápido. El hombre le dijo que arrancaría el carro, por lo que tenía que decidir
en ese instante si se subía o se quedaba: “su familia o las perras”, le gritó.
Nidia sintió que le estaban arrancando un pedazo de su cuerpo. Tantos
kilómetros, tantos dolores en los pies y en la rodilla por cargar a Cuchi y a
Mélani y ahora tenía que dejarlas tiradas en la carretera. Con un vacío helado
que se le instaló en la boca del estómago, Nidia bajó del bus y le entregó los
dos guacales con las perritas a un guardia que estaba ahí parado. Luego volvió
a subir. Cuando el bus iba a arrancar, una migrante venezolana que estaba en la
calle esperando otro vehículo se acercó al uniformado y le pidió que la dejara
quedarse con las perras. El guardia se las entregó. Eso fue lo que alcanzó a
ver Nidia por la ventanilla mientras el carro iba acelerando su marcha. No hubo
tiempo ni de tomar el nombre ni el número de teléfono de la chica. Solo
quedaba llorar.
Toda
esta historia me la contó Nidia estando en Ciudad de México. Cuando hablamos me
dijo que Itan Alejandro se estaba recuperando de quemaduras por el sol, que
Getsy estaba bien de salud, que se estaban quedando temporalmente donde
una conocida mientras buscaban un albergue, que Gabriel estaba intentando sacar
una cita para todos por la aplicación CBP One, una herramienta que les permite
a los venezolanos solicitar asilo y presentarse en la frontera sur de Estados
Unidos para entrar al país. El procedimiento se podría demorar meses, incluso hasta
no darse nunca, es cuestión de suerte.
Después
de separarse de las perritas, Nidia entró en depresión. Los animalitos eran su
soporte emocional. Las horas que siguieron las vivió como un infierno. Con
Getsy, el bebé y Gabriel, Nidia llegó a Juchitlán, un pueblito de unos 5.000
habitantes antes de Oaxaca. Estaban destruidos, casi sin plata, sin ropa,
quemados por el sol, deshidratados. Durmieron dos días en la terminal de
transporte esperando a ver a la chica que se había quedado con las perritas. Cuando
habían perdido completamente las esperanzas, a Gabriel le pareció verla del
otro lado de la calle.
Fue
corriendo a buscarla. En efecto lo era. La joven migrante le contó a Gabriel
que caminó con Cuchi y Mélani durante varias horas por la carretera hasta que
sintió que una de ellas, la Poodle gris a la que le solían dar convulsiones, no
podía más del cansancio. Entonces buscó una casa para dejarlas. Una señora dijo
que se encargaría de ellas. Fue lo último que supo de los animalitos. En
cuestión de minutos, Nidia estaba llamando por teléfono a la casa donde ahora
estaban sus perritas. La mujer, al otro lado de la línea, le dijo que no se
preocupara, que la esperara en la terminal, que es un rato pasaba a llevarlas.
Eran los dos miembros de la familia que faltaban para estar completos. El
encuentro se dio, y Nidia abrazó a Cuchi y a Mélani todo lo que pudo mientras
el corazón se le salía por pedacitos. De conseguir la cita para solicitar el
asilo en la frontera, es posible que no los dejen pasar con las perritas, es lo
que me cuenta Nidia desde México. Pero eso no lo sabe con certeza. Para un
migrante como ella, cada día viene con su afán, con su tragedia, con su lucha,
con sus ganas de seguir.
Tomado
de: https://voragine.co/los-bebes-del-darien/
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