José Luis Farías 27 de octubre de 2024
@fariasjoseluis
La historia, como sabemos, no está compuesta de ideales abstractos ni de hazañas desinteresadas, sino de decisiones humanas, a menudo crueles, que impulsan el avance de los acontecimientos. En este sentido, la determinación, esa férrea voluntad en pos de un objetivo, ha sido motor de los más grandes cambios históricos. A lo largo de los siglos, la humanidad ha aprendido que las transformaciones profundas requieren un compromiso casi absoluto, una suerte de sacrificio ineludible. La Revolución francesa, por ejemplo, no fue simplemente el triunfo de la razón ilustrada sobre el oscurantismo feudal; fue también la encarnación de la ira colectiva de un pueblo asfixiado por la miseria y la tiranía. El pueblo francés, al rebelarse contra la monarquía absoluta, no solo dio inicio a una nueva era política, sino que sembró la idea de que el cambio radical es posible si hay voluntad suficiente.
Lo
mismo se podría decir de la Marcha sobre Washington por el Empleo y la
Libertad, en 1963, cuando más de 250.000 personas se congregaron en la capital
de Estados Unidos exigiendo derechos civiles. Bajo el sol abrasador, en un país
profundamente marcado por la segregación racial, hombres y mujeres de todas las
razas se unieron para reclamar igualdad y justicia. La imagen de esa multitud
es un recordatorio imborrable de que la determinación colectiva puede
transformar incluso las estructuras de poder más opresivas.
Sin embargo,
en la historia de los pueblos, no todas las luchas por el cambio han sido
pacíficas o gloriosas. En la Primavera Árabe, que estalló en 2010 y sacudió
gran parte del mundo árabe, las masas en países como Túnez, Egipto y Siria se
alzaron contra regímenes autoritarios. Las calles se llenaron de jóvenes y
ancianos, hombres y mujeres, unidos por una misma aspiración: libertad y
dignidad. Pero a medida que las protestas crecieron, también lo hizo la brutal
represión. En Siria, el sueño de la democracia se convirtió en una pesadilla de
violencia interminable. Aquí, la determinación de un pueblo no garantizó el
cambio inmediato, pero demostró que la voluntad de luchar por la justicia puede
sostenerse incluso frente a las peores adversidades.
En
contraste, la Revolución de los Claveles, en Portugal en 1974, ofrece un
ejemplo peculiar y pacífico de determinación popular. Sin derramar una gota de
sangre, los portugueses derrocaron la dictadura del Estado Novo, y con ello,
trajeron consigo una nueva era de democracia. Es un raro caso en la historia de
la humanidad donde el cambio radical no estuvo acompañado de muerte y
destrucción, sino de un simbolismo casi poético: los claveles que las personas
colocaban en los fusiles de los soldados.
La
lucha por la Independencia de la India en 1947, guiada por Mahatma Gandhi, es
otro hito que nos recuerda que el sacrificio y la determinación pueden
expresarse de formas no violentas. La resistencia pacífica de los indios ante
el dominio británico se erigió como un ejemplo global de que, a veces, la
fuerza moral es más poderosa que la física. Gandhi enseñó al mundo que la
verdadera fuerza de un pueblo radica en su capacidad para sufrir sin perder su
dignidad ni su humanidad.
Y sin
embargo, cuando hablamos de determinación y sacrificio, es imposible no
recordar uno de los episodios más cruentos del siglo XX: la batalla de
Stalingrado. En aquel infierno helado, el pueblo soviético se alzó contra la
invasión nazi con una determinación feroz. Pero no todo fue heroísmo. Stalin,
en su obsesiva búsqueda de la victoria, promulgó la temible Resolución 227,
conocida como «Ni un paso atrás», dramática frase que por esta tierra muchos
han cacareado con supina ignorancia. Esta orden, como señala la historiadora
Catherine Merridale, autora de La guerra de los Ivanes y El
tren de Lenin, es un testimonio aterrador de la disposición «de Stalin de
sacrificar a millones por el ideal de la victoria.» Convertía la guerra en un
macabro juego de supervivencia, donde la lealtad al Estado se pagaba con sangre
y obediencia ciega.
Stalingrado
La
Resolución 227 establecía destacamentos que abatían a los desertores y creaba
compañías penales destinadas a misiones suicidas. Para el escritor ruso, y
cronista de la guerra, Vasily Grossman, autor de Vida y destino y Stalingrado,
esta orden «no solo endureció la resistencia soviética, sino que también
desnudó el brutal costo de la guerra»: una lucha en la que el heroísmo y el
terror iban de la mano. Stalin entendía, quizás mejor que nadie, que la
determinación de un pueblo puede ser manipulada, explotada y dirigida hacia
fines siniestros.
En
este sentido, la batalla de Stalingrado representa la contradicción esencial de
la historia: la misma determinación que puede liberar a un pueblo también puede
condenarlo. En la defensa de Stalingrado, miles de hombres y mujeres murieron
no solo por defender su patria, sino también por el capricho criminal de un
dictador que convirtió la guerra en un campo de pruebas para su brutal
concepción del poder.
Así,
la determinación colectiva de un pueblo, ese impulso casi primitivo hacia la
libertad o el cambio, es una fuerza que ha dado forma a la historia. Pero no
debemos olvidar que, como toda fuerza, puede ser dirigida hacia el bien o hacia
el mal. La lucha por la justicia, por la dignidad, es siempre una empresa
noble; pero cuando esa lucha se ve manipulada por el poder, como en el caso de
Stalingrado, el precio a pagar puede ser desmesuradamente alto.
Al
final, la pregunta que subyace en todas estas historias es siempre la misma:
¿hasta qué punto un pueblo está dispuesto a sacrificarse por un ideal? ¿Dónde
termina la determinación y comienza la destrucción? Estas son las preguntas que
la historia nos obliga a hacernos, una y otra vez.
La
obra Stalingrado del historiador británico Antony Beevor se
erige como un faro en medio de la oscuridad de la historia, iluminando los
rincones más olvidados de una de las batallas más decisivas de la Segunda
Guerra Mundial. Beevor, con su meticulosa investigación en archivos rusos y
alemanes, ha hecho algo más que compilar hechos: ha desenterrado cartas de
soldados y testimonios hasta ahora desconocidos, brindando una voz a aquellos
que vivieron en la carne y el alma el horror de la guerra. Su enfoque, lejos de
ser un mero relato cronológico, es una invitación a sumergirse en la
experiencia humana que se oculta detrás de las frías estadísticas.
Al
interrogar a los supervivientes de ambos bandos, Beevor no solo ha logrado
reconstruir la compleja narrativa de Stalingrado, sino que también ha tejido un
tapiz que refleja la ambivalencia del heroísmo y el sufrimiento. Su obra nos
proporciona un contexto vital para comprender la tenebrosa Resolución 227 de
Stalin, esa orden que convirtió a los soldados en prisioneros de un miedo
absoluto. La glosa que hacemos de seguidas de la obra de Beevor del capítulo
«Ni un paso atrás» intenta ser un espejo que refleja la tragedia de un pueblo
dividido entre la valentía y la desesperación, recordándonos que, en la guerra,
los héroes y las víctimas a menudo son uno y el mismo. La investigación
de Beevor no es solo un relato histórico magistral que se lee como una novela,
es una meditación profunda sobre la naturaleza humana, sobre cómo la
determinación puede ser tanto una fuerza liberadora como un instrumento de
opresión, y sobre el precio que se paga cuando un ideal se ve arrastrado por
las corrientes del poder absoluto.
Desastre
anunciado
El 28
de julio de 1942, cuando el sol ardiente del verano ruso se abatía sobre la
vasta estepa, Hitler celebraba la toma de Rostov con la tranquilidad de un
cazador que ha acorralado a su presa. Pero en las sombras del Kremlin, Stalin,
con el ceño fruncido bajo la bruma densa de su pipa, sentía en los huesos el
temblor de una catástrofe inminente. Las tropas soviéticas retrocedían con la desesperación
de un animal herido ante el VI ejército alemán, que avanzaba inexorable hacia
el Volga, ese río que, más que un accidente geográfico, era la columna
vertebral de la patria soviética. Stalin sabía que si los nazis alcanzaban sus
aguas profundas, no solo dividirían el país, sino que partirían en dos el alma
misma de la Revolución.
Fue en
ese preciso instante, cuando las paredes del Kremlin parecían estrecharse bajo
el peso de los presagios oscuros, que una idea antigua se abrió paso en la
mente de Stalin. Recordó una orden anterior, una sentencia tan implacable como
el destino, que castigaba severamente la rendición. Y entonces decidió firmar
un decreto que sellaría el destino de miles: la temida Orden n.º 227, aquella
que la historia recordaría como «¡Ni un paso atrás!». No habría más retiradas.
Ninguna excusa. Ningún perdón. Los soldados que osaran retroceder serían
abatidos, no por el enemigo, sino por sus propios camaradas. La patria los
había condenado antes de que siquiera tuvieran tiempo de pensarlo.
Con la
frialdad de quien mueve piezas en un tablero de ajedrez, Stalin mandó
establecer destacamentos que ejecutaran a los desertores sin miramientos, y
creó compañías penales, pequeñas jaurías de hombres a quienes la historia ya no
les pertenecía, destinadas a las misiones más suicidas, allí donde el fuego
enemigo era más intenso, donde el cielo y la tierra se confundían en un solo
infierno. Eran los sacrificios humanos de una guerra que Stalin había
transformado en una máquina insaciable de muerte y terror.
La
NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética),
siempre presente como un espectro vigilante, se encargaba de eliminar cualquier
atisbo de traición o cobardía, bajo el mando de Laurenti Beria, que acechaba
desde las sombras, implacable como un ave de rapiña. Los departamentos
especiales, esos órganos invisibles que parecían habitar en el corazón de cada
soldado, se reestructuraron en 1943 bajo el nombre de SMERSH (Departamento de
Contraespionaje de la Unión Soviética), tras la titánica batalla de
Stalingrado. Su función era simple: ejecutar a los cobardes, aquellos que
flaqueaban ante el peso abrumador de la guerra, mientras agentes secretos
vigilaban a las tropas, como fantasmas que acechaban en las filas del ejército.
Los
rumores, como el viento que azota la estepa, llevaban el miedo de boca en boca.
La propaganda soviética, siempre sagaz, avivaba el odio hacia los traidores,
mientras los alemanes intentaban explotar el terror de los prisioneros
soviéticos ante la furia despiadada de la NKVD. Pero incluso en medio de aquel
infierno, algo de humanidad sobrevivía: los cosacos, saqueados por las tropas,
seguían ofreciendo alimentos a los soldados que atravesaban sus tierras, tan
vastas como su generosidad. La paradoja de la guerra se hacía más evidente:
donde todo parecía perdido, la vida encontraba una manera de persistir.
Pero
el calor implacable no hacía concesiones. Los soldados alemanes, avanzando por
la estepa del Don bajo un sol que hervía hasta la desesperación, sufrían
enfermedades como la disentería y el tifus. Hitler, en su ciega obsesión por
avanzar, ignoraba las dificultades que socavaban la moral y la salud de sus
hombres. Mientras tanto, Stalin cambiaba de comandantes como quien se despoja
de una capa vieja, tratando de revertir la marea que parecía arrastrarlo hacia
el abismo.
Y
entonces, en medio de esa desesperación, surgieron nuevos líderes. Entre ellos,
Vasili Chuikov, convocado desde las lejanías de China para tomar el mando del
64° ejército soviético. Llegó el 16 de julio, justo cuando las líneas
soviéticas empezaban a quebrarse. El caos lo recibió como un viejo conocido:
tropas desordenadas, oficiales abatidos, divisiones diezmadas que apenas
resistían el avance alemán. Pero Chuikov no era hombre de rendirse ante lo
inevitable. Bajo su mando, el ejército se preparó para luchar con lo poco que
quedaba, con el hierro en la sangre y el humor negro como su última defensa.
El 25
de julio, los tanques alemanes atacaron con furia, superando a las fuerzas
soviéticas que, con divisiones incompletas y armamento insuficiente, luchaban
desesperadamente por sobrevivir. El río Don se convirtió en un testigo mudo del
caos que se desató cuando los Stukas alemanes bombardearon las posiciones
soviéticas. Oficiales caían como hojas secas bajo el viento mortal de las
bombas, mientras los supervivientes trataban de huir hacia el otro lado del
río.
La
resistencia fue feroz, pero las defensas finalmente cedieron. En medio de la
confusión, el coronel Alexandr Utvenko y un puñado de hombres lograron escapar
cruzando el Don a nado, pero muchos perecieron en el intento. Las aguas, que durante
siglos habían sido la vida de esas tierras, ahora se llevaban consigo los
cuerpos de los caídos, soldados que nunca volverían a pisar las tierras por las
que luchaban.
Así,
el destino de Stalingrado y de toda una nación pendía de un hilo, entre el heroísmo
y el horror, entre el sacrificio y la desesperación. La historia, como siempre,
sería implacable en su veredicto, pero en aquel instante, lo único que quedaba
era la lucha por sobrevivir, la lucha por un ideal que, para muchos, ya no
tenía rostro, solo una sombra oscura que los perseguía hasta el fin.
Resistencia
en la penumbra
En la
vastedad inclemente de las estepas, en ese verano abrasador de 1942, el aire
vibraba bajo el constante fragor de los aviones y el retumbar de los cañones.
El Ejército Rojo, reducido pero indomable, luchaba en el filo del desastre.
Stalingrado, apenas una sombra de lo que había sido, se mantenía en pie por
pura obstinación, y entre los escombros, los hombres de Stalin peleaban como si
cada pulgada de tierra fuese su última.
Las
comunicaciones eran erráticas, la información llegaba siempre tarde o
incompleta, pero las órdenes seguían firmes: resistir. Al caer la noche, los
soldados soviéticos se movían como espectros, evitando el ojo vigilante de la
Luftwaffe, que dominaba los cielos como un águila sobre un campo de ratones. Un
comandante alemán, hastiado de la resistencia, anotó en su diario: «Siguen
llegando refuerzos, no se cansan de morir». Mientras tanto, sus propios hombres
sufrían dolores de estómago, que atribuían al agua envenenada por los rusos,
quienes dejaban pozos contaminados a su paso, como si la tierra misma fuera
parte de su venganza.
En el
cielo, la batalla era implacable. Desde sus improvisados aeródromos, los
pilotos soviéticos despejaban el horizonte una y otra vez, con los motores
rugiendo a pesar de los bombardeos continuos. Era un ritmo insoportable, una
danza de muerte que no dejaba tiempo para nada más. El mayor Kondrashov,
derribado detrás de las líneas enemigas, fue rescatado por una campesina, una
mujer que, bajo la sombra de las alas de acero, había decidido salvarlo con la
misma determinación con la que cuidaba sus cultivos arrasados por la guerra.
Kondrashov, medio muerto pero con la voluntad intacta, fue devuelto a las
filas, donde la vida y la muerte eran apenas un respiro distante entre un
ataque y otro.
La
forja del destino en el Volga
La
madrugada del 28 de julio de 1942, mientras el viento polvoriento del Volga
barría las calles de Stalingrado, Stalin meditaba en su despacho del Kremlin,
sus pensamientos tan espesos como el humo de su pipa. Rostov, en manos de
Hitler, era una amarga victoria alemana, pero lo que inquietaba a Stalin no era
ese éxito puntual, sino el retumbar del VI ejército alemán avanzando hacia el
Volga. Si los alemanes llegaban a ese río imponente, no sólo se dividiría la
Unión Soviética; se partiría el alma de la Revolución misma. Fue entonces
cuando la frase resonó en su mente con la fuerza de un trueno que nadie más
escuchaba: «¡Ni un paso atrás!».
Stalingrado
se convirtió, bajo la mirada severa del partido, en una fortaleza viva, una
trinchera habitada por almas decididas. Las fábricas, con sus chimeneas
apuntando al cielo como dedos acusadores, dejaron de producir acero y máquinas
para volverse guardianas de la ciudad. Bajo la orden de Stalin, el pueblo
entero, desde los obreros hasta los estudiantes de las escuelas, fueron
convertidos en soldados de una batalla que apenas comenzaba.
Las
«columnas de trabajadores», como se les llamó, se organizaron en un ritual de
resistencia que no tenía precedentes. Hombres y mujeres, niños y ancianos,
todos cavaron la tierra endurecida por los veranos infernales de la estepa,
construyendo zanjas antitanques como si sembraran las semillas de una cosecha
que no verían florecer. Entre ellos, el eco de canciones revolucionarias se
mezclaba con el retumbar de los aviones alemanes, cuyos bombardeos no
distinguían entre combatientes y civiles.
Una
tarde de julio, mientras el sol caía sobre el Volga como una herida abierta, un
ataque aéreo golpeó una de las zonas de defensa. Una niña de ojos enormes,
apenas una sombra entre los escombros, fue arrastrada por la polvareda de las
bombas, su pequeño cuerpo destrozado por la metralla. En ese instante, la
tragedia de Stalingrado dejó de ser una cuestión de estrategia militar y se
volvió un lamento humano, un canto fúnebre que el viento del este arrastraba
por la vasta llanura.
El
partido, implacable en su vigilancia, requisaba cada grano de las granjas
colectivas, y los tribunales improvisados florecieron por toda la ciudad, como
hongos venenosos en la oscuridad. Los civiles, desbordados por el miedo,
denunciaban a sus vecinos; el pánico se convirtió en la ley que gobernaba la
ciudad sitiada. Un hombre, llamado Y. S., fue condenado a seis meses de trabajos
forzados por desertar de su puesto en la construcción de una trinchera, y una
mujer, A. S., recibió diez años de Gulag por negarse a abandonar su casa cuando
las bombas caían sobre su calle.
Mientras
tanto, en el caos creciente, Stalin, siempre impredecible, cambiaba comandantes
como quien cambia de piel en un intento desesperado de revertir lo inevitable.
Timoshenko fue sustituido por Gordov, y este, a su vez, por Yeremenko, cuya
llegada al frente fue marcada por la incertidumbre y el desconocimiento total
de la situación en el terreno. Las noticias del ataque simultáneo de Paulus y
Hoth en las afueras de Stalingrado llegaron a su despacho como un golpe seco en
la cara.
En
Astracán, el ruido de los bombardeos alemanes hacía temblar las ventanas y las
esperanzas. Las autoridades soviéticas, superadas por los acontecimientos,
recurrieron a la marina para reforzar las defensas. En las profundidades del
frente, Yeremenko buscaba entre los informes alguna señal de esperanza,
mientras las sombras de la derrota se cernían sobre el horizonte como aves de
mal presagio.
En el
otro lado del Volga, las tropas alemanas empezaban a notar la fragilidad de su
avance. La ciudad que creyeron fácil de tomar se convirtió en un pantano de
desesperación, y los líderes, que en un principio confiaban en la victoria
rápida, ahora miraban con inquietud la falta de tropas y el desgaste de sus
fuerzas. A medida que la guerra en Stalingrado se volvía más cruel, las
fronteras entre la vida y la muerte se desdibujaban, y en ese río de incertidumbre,
se forjaba el destino no sólo de la ciudad, sino de todo un imperio.
Entre
el heroísmo y el terror
La
historia del pueblo soviético durante la Segunda Guerra Mundial está marcada
por un dualismo inquietante: por un lado, la innegable valentía y sacrificio de
los soldados, conocidos como «Ivanes», cuya resolución en la lucha por la
libertad es, sin duda, épica; por el otro, la sombra ominosa del terror
impuesto por un régimen totalitario que convirtió la guerra en un acto de
desesperación. Esta contradicción se manifiesta de manera clara en la
Resolución 227 de Stalin, conocida como «Ni un paso atrás», una orden que no
solo buscaba la defensa de la patria, sino que también instauró un clima de
miedo y desconfianza que permeó hasta el más bajo rango del Ejército Rojo.
La
Resolución 227 fue emitida en un momento crítico de la guerra, cuando las
tropas alemanas avanzaban implacables hacia el corazón de la Unión Soviética.
En un intento de frenar esta ofensiva, Stalin dictó un mandato que obligaba a los
soldados a luchar a cualquier costo, incluso a expensas de su propia vida. Como
ha señalado el historiador Robert Service, autor de las magistrales
biografías Lenin, Trotsky y Stalin y
su monumental Camaradas. Breve historia del comunismo, este mandato
«transformó la guerra en un acto de desesperación». Al emitir esta orden,
Stalin no solo buscaba movilizar a sus tropas, sino que, en un acto de
desesperación calculada, reforzaba un sistema basado en el miedo: la rendición
no solo se veía como un fracaso, sino como una traición imperdonable.
Lo que
muchos no comprenden es que, en este contexto de desesperación y sacrificio, la
moral de los soldados se encontraba en un estado de constante tensión. Por un
lado, la heroica imagen del soldado soviético luchando en nombre de la libertad
inspiraba a las masas; por otro, el terror sembrado por el propio régimen
minaba la confianza de aquellos que debían defender su tierra. Richard Overy,
autor de Dictadores y Al borde del abismo,
en su análisis de los regímenes totalitarios, argumenta que «la directiva ‘Ni
un paso atrás’ simboliza la determinación soviética de no ceder terreno, pero
también revela la brutalidad del régimen de Stalin, que priorizaba la lealtad
absoluta sobre la vida de sus soldados». Esta priorización era tan letal como
las balas alemanas: cada soldado se convirtió en un prisionero de su propio
miedo, un hecho que complicaba aún más su lucha.
Es
fascinante observar cómo, en este escenario, el mito de la resistencia
soviética se entrelaza con la realidad del miedo. Los soldados eran conscientes
de que sus vidas pendían de un hilo, pero también lo eran de que la rendición
podría acarrearles la muerte en manos de sus propios oficiales. Este contexto
de terror perpetuaba una lealtad ciega, pero frágil. La historia de los
«Ivanes» no puede ser contada sin incluir esta dimensión del miedo: su
valentía, admirable y conmovedora, se desarrollaba en un escenario donde la
desconfianza era la norma y la traición, una sombra constante.
Es
innegable que, a pesar de los métodos brutales del régimen, los soldados
soviéticos mostraron un heroísmo que desafió las probabilidades. Pero también
es fundamental cuestionar el precio de esa valentía. La narrativa de sacrificio
se convierte en un doble filo que, si bien eleva el mito del «héroe», al mismo
tiempo oculta las atrocidades cometidas en nombre de la supervivencia. En
última instancia, la lucha por la libertad se transforma en una lucha por la
vida misma, donde la resistencia se convierte en un acto de desesperación, y la
historia del pueblo soviético se escribe con sangre y miedo, en un lienzo donde
el heroísmo se ve teñido por el sufrimiento y la coacción de un régimen
opresor.
La
figura del «Iván» soldado, símbolo de la resistencia, se convierte, entonces,
en un espejo de las contradicciones de su tiempo. ¿Es posible celebrar su
valentía sin reconocer las cadenas del terror que los mantenían en pie de
guerra? La respuesta a esta pregunta se encuentra en las sombras de la
historia, donde la lucha por la libertad, la vida y el miedo se entrelazan,
dejando una huella imborrable en el corazón de aquellos que vivieron para
contarla. En este sentido, el legado de la Resolución 227, «Ni un paso atrás»,
no es solo una cuestión de estrategia militar, sino un recordatorio sombrío de
hasta dónde puede llegar un hombre en nombre de un ideal, y de cómo el
sacrificio, a veces, se encuentra marcado por la desesperación más que por la
libertad.
José
Luis Farías
@fariasjoseluis
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