Francisco Fernández-Carvajal 11 de octubre de 2024
@hablarcondios
— La
Virgen nos conduce siempre a su Hijo.
— El
Santo Rosario, la oración preferida de la Virgen.
—
Frutos de la devoción a Santa María.
I. Estaba Jesús hablando a la multitud como en tantas ocasiones. Y una mujer del pueblo alzó la voz y gritó: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron1. Jesús se acordaría en aquellos momentos de su Madre y le llegaría muy dentro del Corazón la alabanza de la mujer desconocida. El Señor la debió de mirar complacido y con agradecimiento. «Emocionada en lo más profundo del corazón ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable, aquella mujer no puede contener su admiración. En sus palabras reconocemos una muestra genuina de la religiosidad popular siempre viva entre los cristianos a lo largo de la historia»2. Aquel día comenzó a cumplirse el Magnificat: ...me llamarán bienaventurada todas las generaciones. Una mujer, con la frescura del pueblo, había comenzado lo que no terminará hasta el fin de los tiempos.
Jesús,
recogiendo la alabanza, hace aún más profundo el elogio a su Madre: Bienaventurados
más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan. María es
bienaventurada, ciertamente, por haber llevado en su seno purísimo al Hijo de
Dios y por haberlo alimentado y cuidado, pero lo es aún más por haber acogido
con extrema fidelidad la palabra de Dios. «A lo largo de la predicación de
Jesús, recogió (María) las palabras con las que su Hijo, situando el Reino más
allá de las consideraciones de la carne y de la sangre, proclamó
bienaventurados a quienes escuchaban y guardaban la palabra de Dios, como Ella
misma lo hacía con fidelidad (cfr. Lc 2, 19; 5 l)»3.
Este
pasaje del Evangelio4 que
se lee en la Misa de hoy nos enseña una excelente forma de alabar y de honrar
al Hijo de Dios: venerar y enaltecer a su Madre. A Jesús le llegan muy gratamente
los elogios a María. Por eso nos dirigimos muchas veces a Ella con tantas
jaculatorias y devociones, con el rezo del Santo Rosario. «Del mismo modo que
aquella mujer del Evangelio –señalaba el Papa Juan Pablo II– lanzó un grito de
bienaventuranza y de admiración hacia Jesús y su Madre, así también vosotros,
en vuestro afecto y en vuestra devoción, soléis unir siempre a María
con Jesús. Comprendéis que la Virgen María nos conduce a su divino Hijo, y
que Él escucha siempre las súplicas que se le dirigen a su Madre»5.
La Virgen es la senda más corta para llegar a Cristo y, por Él, a la Trinidad
Beatísima. Honrando a María, siendo de verdad hijos suyos, imitaremos a Cristo
y seremos semejantes a Él. «Porque María, habiendo entrado íntimamente en la
Historia de la Salvación, une en sí y, en cierta manera, refleja las más
grandes exigencias de la fe; mientras es predicada y honrada atrae a los
creyentes hacia su Hijo y su sacrificio, y hacia el amor del Padre»6.
Con Ella vamos bien seguros.
II.
Nosotros nos unimos a ese largo desfile de gentes tan diversas que a través de
los siglos se han acercado a honrar a María. Nuestra voz se une a ese clamor
que no cesará jamás. También nosotros hemos aprendido a ir a Jesús a través de
María, y en este mes, siguiendo la costumbre de la Iglesia, lo hacemos cuidando
con más empeño el rezo del Santo Rosario, «que es fuente de vida cristiana.
Procurad rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas
oraciones fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y
el Gloria –exhortaba el Romano Pontífice–. Meditad esas escenas de la vida de
Jesús y de María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria.
Aprenderéis así en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y
pequeño: ¡un niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a
servir al prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis
cuenta de que aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como
Cristo en su Pasión–, lleva a la felicidad y a la alegría, que se expresa en
los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida eterna»7.
El
Rosario es la oración preferida de Nuestra Señora8,
plegaria que llega siempre a su Corazón de Madre y nos dispensa incontables
gracias y bienes. Se ha comparado esta devoción a una escalera, que subimos
escalón a escalón, acercándonos «al encuentro con la Señora, que quiere decir
al encuentro con Cristo. Porque esta es una de las características del Rosario,
la más importante y la más hermosa de todas: una devoción que a través de la
Virgen nos lleva a Cristo. Cristo es el término de esta larga y repetida
invocación a María. Se habla a María para llegar a Cristo»9.
¡Qué
paz nos debe dar repetir despacio el Avemaría, deteniéndonos quizá
en alguna de sus partes!: Dios te salve, María... y el saludo,
aunque lo hayamos repetido millones de veces, nos suena siempre nuevo. Santa
María... ¡Madre de Dios!... ruega por nosotros... ¡ahora! Y Ella nos
mira y sentimos su protección maternal. «La piedad –lo mismo que el amor– no se
cansa de repetir con frecuencia las mismas palabras, porque el fuego de la
caridad que las inflama hace que siempre contengan algo nuevo»10.
III. La
devoción a la Virgen no es de ninguna manera «un sentimiento estéril y
pasajero, o vana credulidad»11,
propio de personas de corta edad o de escasa formación. Por el contrario –sigue
afirmando el Concilio Vaticano II–, procede «de la verdadera fe, por la que
somos inclinados a reconocer la preeminencia de la Madre de Dios y somos
impulsados a un amor filiar hacia Nuestra Señora y a la imitación de sus
virtudes»12. El amor a la Virgen nos impulsa a imitarla y, por tanto, al
cumplimiento fiel de nuestros deberes, a llevar la alegría allí donde vamos.
Ella nos mueve a rechazar todo pecado, hasta el más leve, y nos anima a luchar
con empeño contra nuestros defectos. Contemplar su docilidad a la acción del
Espíritu Santo en su alma es estímulo para cumplir la voluntad de Dios en todo
tiempo, también cuando nos cuesta. El amor que nace en nuestro corazón al
tratarla es el mejor remedio contra la tibieza y contra las tentaciones de
orgullo y sensualidad.
Cuando
hacemos una romería o visitamos algún santuario dedicado a Nuestra Madre del
Cielo, hacemos una buena provisión de esperanza. ¡Ella misma –Spes nostra–
es nuestra esperanza! Siempre que rezamos con atención el Santo Rosario y nos
detenemos para meditar unos instantes cada uno de los misterios que en él se nos
proponen, nos encontramos con más fuerzas para luchar, con más alegría y deseos
de ser mejores. «No se trata tanto de repetir fórmulas, cuanto de hablar como
personas vivas con una persona viva, que, si no la veis con los
ojos del cuerpo, podéis sin embargo verla con los ojos de la fe. La
Virgen, de hecho, y su Hijo Jesús, viven en el Cielo una vida mucho más “viva”
que esta nuestra –mortal– que vivimos aquí abajo.
»El
Rosario es un coloquio confidencial con María, una conversación llena de
confianza y abandono. Es confiarle nuestras penas, manifestarle nuestras
esperanzas, abrirle nuestro corazón. Declararnos a su disposición para todo
aquello que Ella, en nombre de su Hijo, nos pida. Prometerle fidelidad en toda
circunstancia, incluso la más dolorosa y difícil, seguros de su protección,
seguros de que, si lo pedimos, Ella nos obtendrá siempre de su Hijo todas las
gracias necesarias para nuestra salvación»13.
Hagamos
el propósito en este sábado mariano de ofrecerle con más amor esa corona
de rosas que, según su etimología, significa el Rosario. No rosas
marchitas o ajadas por el desamor y el descuido. «Santo rosario. —Los gozos,
los dolores y las glorias de la vida de la Virgen tejen una corona de
alabanzas, que repiten ininterrumpidamente los Ángeles y los Santos del
Cielo..., y quienes aman a nuestra Madre aquí en la tierra.
»—Practica
a diario esta devoción santa, y difúndela»14.
A
través de esta devoción, Nuestra Madre del Cielo nos devolverá la esperanza si
alguna vez, al considerar tantas flaquezas, sentimos en el alma la sombra del
desaliento. «“Virgen Inmaculada, bien sé que soy un pobre miserable, que no
hago más que aumentar todos los días el número de mis pecados...”. Me has dicho
que así hablabas con Nuestra Madre, el otro día.
»Y te
aconsejé, seguro, que rezaras el Santo Rosario: ¡bendita monotonía de avemarías
que purifica la monotonía de tus pecados!»15.
1 Lc 11,
27-28. —
2 Juan
Pablo II, Alocución 5-IV-1987. —
3 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
4 Lc 11,
27-28. —
5 Juan
Pablo II, loc. cit. —
6 Conc.
Vat. II, loc. cit., 65. —
7 Juan
Pablo II, loc. cit. —
8 Pablo
VI, Enc. Mense maio, 29-IV-1965. —
9 ídem, Alocución 10-V-1964.
—
10 Pío XI,
Enc. Ingravescentibus malis, 29-IX-1937. —
11 Conc.
Vat. II, loc. cit., 67. —
12 Ibídem.
—
13 Juan
Pablo II, Alocución 25-IV-1987. —
14 San
Josemaría Escrivá, Forja. n. 621. —
15 ídem, Surco,
n. 475.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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