Por Jesús Alexis González, 16/08/2013
En
algunos argumentos relacionados con la corrupción se tiende a confundir la definición con la descripción al
incorporar ciertas características que no se articulan con lo definido a pesar
de su potencial vinculación. Para el caso de la economía de un país—y su
sistema económico como elemento tangible—suele asociarse indebidamente el
funcionamiento del modelo económico con el comportamiento
antivalores de algunos individuos que desarrollando actividades en el
sector público o privado se procuran beneficios personales; soslayando en tal
asociación que es la conducta humana la
que corrompe organizacionalmente a la economía en su conjunto, al violar
los principios ortodoxos de ella y su marco normativo establecido. Tal situación
es apuntalada por la complicidad del rol público al desviarse de sus deberes
formales (fundamentalmente de control) propiciando debilidades en la capacidad
de respuesta del aparato económico que le dificulta cumplir sus objetivos implícitos,
a la par de inducir impactos negativos sobre la sociedad como un todo.
La
palabra corrupción proviene del
adjetivo corruptus que en latín
significa descompuesto o destruido e
igualmente se corresponde con el concepto social de corromper entendido como sobornar
y al de corrupción que equivale a deterioro
moral. Esta última equivalencia, y ante los efectos negativos que la
corrupción causa sobre el crecimiento económico, nos impulsa hacia una
interrogante: ¿existe en Venezuela un
deterioro moral que está afectando la economía? Interrogante que debe
responderse más allá de simplemente yuxtaponer de forma agregada la expresión “corrupción gubernamental”, pero
asumiendo que el Gobierno es o puede ser
el medio a partir del cual se comete corrupción, sin que necesariamente
recaiga en el Gobierno mismo a menos que esté pretendiendo un autodeterioro del Estado al ignorar la
corrupción administrativa de funcionarios públicos—en armonía con privados—cometida sin sentirse culpables, a la
luz de una amplia tolerancia social
hacia el gozo de privilegios privados que son percibidos como “cosas de la cultura política” que
emanan en aparente complicidad entre las élites políticas y económicas;
situación que representa un obstáculo para el desarrollo económico y social del
país.
Habida
cuenta que la ausencia de ética impulsa la corrupción
organizacional de la economía, y que de igual modo corroe el tejido social
ante la erosión de la capacidad productiva contenida en un modelo determinado,
los economistas institucionales prestamos
suma atención a la trasgresión de los postulados económicos ya que su violación
debilita su eficacia esperada a futuro en razón a que la actividad empresarial
(pública y privada) no depende del
profesionalismo ni de la
competitividad sino de su capacidad de influir sobre el entorno
administrativo que les afecta; hecho que desestimula la productividad que es
condición necesaria para alcanzar economías de escala. En tal escenario
pareciera que subyace una correlación
entre el tamaño del Estado y la corrupción organizacional de la economía;
situación que ha impulsado la tesis de reducir
el poder económico del Estado sin que ello implique una política de privatización y más competencia en el
mercado, y en todo caso debe prevalecer el legendario señalamiento: “tanto mercado como sea posible y tanto
Estado como sea necesario”. En fin, coincidimos con ciertos autores que
sostienen que la corrupción de la
economía es un asunto de moralidad y no puramente legal que no se restringe
únicamente al Estado, pero es o puede
ser el Gobierno el instrumento idóneo para cometer corrupción. Esta
posibilidad cobra mucha fuerza en un país como Venezuela donde el Ejecutivo Nacional maneja directamente
cerca del 80% del Presupuesto Público (Bs 405,5 millardos) y el 100% de los
Fondos Paralelos cuyo monto es similar a lo presupuestado para la Nación.
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