Fernando Mires 17 de agosto
de 2013
No hay ninguno, malditos sean todos,
que no haya hecho lo mismo.
Mussolini y Hitler llegaron al poder
en nombre de la lucha en contra de la corrupción. Prestamistas, especuladores y
homosexuales corroían el corazón y las arterias de sus pueblos, decían ambos
asesinos. Ellos en cambio habían sido enviados por la providencia para
restaurar la pureza originaria representada en fornidos centuriones en el caso
italiano, o en wagnerianas valquirias en el caso alemán. Franco, una variante,
fomentaba la utopía de una república militar y cristiana, la santa alianza de
los ejércitos y de los conventos, donde prevalecería la ira de Dios y sus
soldados de la muerte, prestos a reivindicar a la nueva hispanidad.
Fieles alumnos transcontinentales,
gentuza como Trujillo, Somoza, Batista, Videla y Pinochet, también declararon
la guerra a muerte a la corrupción, proclamando el restablecimiento de las
virtudes morales destruidas por los "señores políticos" (Pinochet
dixit).
Fidel Castro, sujeto de la misma
estirpe, hizo también de la lucha en contra de la corrupción su bandera.
"Gusanos" denominó a todo quien no fuera castrista, metáfora elegida
con diabólica maldad pues el gusano corroe madera, pudre manzanas, vive en los
cuerpos de los muertos. No solamente los opositores, los homosexuales, fueron
perseguidos como corruptos en Cuba. Muchos murieron en prisión, asesinados por
heroicos torturadores, los "hombres nuevos" de la nueva moral.
Cada vez que un milico comenzaba a
hablar de corrupción -me decía un escritor argentino- nosotros ya sabíamos que
se estaba preparando un golpe de Estado. Efectivamente, no ha habido lugar en
donde la lucha en contra de la corrupción no haya sido proclamada por militares
o militaristas. La lucha en contra de la corrupción es, ya hay demasiados
ejemplos, una ideología pre-dictatorial. De modo que, cuidado, cada vez que
aparece un militar o un político que emprende una cruzada en contra de la
corrupción, hay peligro de golpe militar, o algo muy parecido. No hay ninguna
excepción que no confirme la regla.
O para decirlo en una frase: Cuando un
gobernante exige atribuciones especiales en su lucha en contra de la
corrupción, estamos al borde de algo mucho más peligroso. Estamos nada menos
que al borde de la corrupción de la política.
Por supuesto, la corrupción, no solo
la de los políticos, es deleznable. Por eso hasta las más precarias
constituciones están provistas de mecanismos para neutralizarla. Empresa más
exitosa entre los políticos, pues al ser personajes públicos están sometidos a
vigilancia medial. No ocurre así en otros recintos de la vida social. No voy a
hablar de los conventos -creo que se ha dicho todo- sino también de
hospitales, empresas privadas, e incluso al interior de las más sagradas familias.
En fin, que el ser humano fue
fabricado con madera carcomida (corrupta), como afirmaba Kant, no debe ser
sorpresa. Razón por la cual, de acuerdo también a Kant, necesitamos de la ley y
por cierto, de la política como medio para pacificar las más bárbaras
costumbres. De ahí que cuando un gobernante, en nombre de la lucha en contra de
la corrupción exige facultades extraordinarias, abrirá la puertas a la peor de
las corrupciones, la de la propia política.
Convendrá quizás precisar, al llegar a
este punto, que es lo que entiendo aquí por corrupción en política.
En términos generales se usa el
término corrupción como sinónimo de venalidad. Venalidad a la vez significa
interferir asuntos políticos con intereses económicos. La adquisición de bienes
por medios ilícitos, transferencias de dinero, usos del erario público por un
partido en el poder, son, entre muchos, casos de corrupción política.
No solo los regímenes populistas, tan
divulgados en América Latina, han sido maestros en el ejercicio de
prácticas corruptas: compra de conciencias y de votos, repartición de puestos
públicos entre familiares y amigos, y múltiples casos de enriquecimiento, son
partes del historial de diversos gobiernos. En cierto modo la corrupción
moderna es la ocupación de los espacios de lo político por lo económico. En
tiempos de globalización como los que vivimos, algo muy frecuente. Casi normal.
No obstante, eso no ha sido siempre
así. La ocupación económica del espacio político, de acuerdo a la historia de
la filosofía política, ha sido solo una entre muchas formas de corrupción, y no
siempre la principal.
Para los griegos -siempre hay que
comenzar con ellos- la corrupción era la negación de la virtud política, y eso
significaba introducir elementos no políticos, como militares o domésticos, en
la discusión sobre los asuntos de la ciudad.
De acuerdo a la filosofía aristotélica
la corrupción era la negación de la política por los políticos y su forma más
repudiable era la conversión de un gobernante en un tirano. En términos
actuales, la forma superior de toda corrupción, la más grande de todas, de
acuerdo a Aristóteles, sería una dictadura.
El padre de la filosofía moderna,
Maquiavelo, tomó de los griegos la idea de la virtud política y la extendió al
arte de la gobernación. La virtud, según Maquiavelo, era lo contrario a la
fortuna, entendida como azar. Un gran príncipe era, por lo mismo, el que
gracias a su virtud conquistaba un reino. Un príncipe afortunado era quien lo
heredaba. Quienes heredan un reino, o quienes son ungidos por una autoridad
son, según Maquiavelo, gobernantes propensos a la corrupción pues no actúan por
virtud sino por fortuna.
La misma idea griega fue seguida por
los filósofos contractualistas, sobre todo por Hobbes. Para Hobbes la tarea
encomendada al Estado por sus súbditos era la de preservar el orden político
por sobre el de la guerra. Una política sin Estado político significaba para
Hobbes el regreso a la barbarie. La política estatal tenía por lo tanto una
función civilizadora -salvar a la política de la guerra- tesis que
recogió con énfasis Kant para quien la guerra no era la continuación de la
política, como sí lo fue para Clausewitzt, sino su corrupción.
La filosofía política contemporánea se
orienta, en el análisis del fenómeno de la corrupción, hacia dos tendencias.
Una tomó forma en los escritos de Max Weber quien al dividir a los políticos
entre "los que viven para la política y los que viven de la
política", creó las condiciones para que esta última especie -la del
político profesional- fuese considerada como propensa a caer en las redes de la
corrupción.
La otra tendencia tiene que ver con el
intento de Hannah Arendt por volver al ideal político griego, aunque
invirtiendo uno de sus términos. En efecto, así como para los griegos la
corrupción venía del peligro de que lo privado ocupara a lo público, para
Arendt el peligro mayor es que la política, que debe ser siempre pública, ocupe
el lugar de lo privado. La ocupación total de lo privado por lo público es,
según Arendt, el totalitarismo. La ocupación parcial de lo privado por lo
público es, en consecuencias, el signo que señala el comienzo del
desbarranco de la política como medio de convivencia ciudadana. O en mis
palabras, de la corrupción de la política.
Hannah Arendt estaba muy de acuerdo
con Aristóteles: no hay corrupción más grande en la política que una tiranía,
mucho más si se trata de una totalitaria. Signos totalitarios son entre otros,
vigilar la vida privada -sobre todo sexual- de los ciudadanos, introducir
micrófonos en sus domicilios, interceptar cartas y correos electrónicos,
fotografiar encuentros personales.
Si un gobierno democráticamente
elegido emplea esos medios y a la vez exige poderes omnímodos para encabezar
una cruzada en contra de la corrupción, está preparando definitivamente el
camino hacia una dictadura. Y si ese gobierno más que apoyarse en la
legitimidad de los votos se apoya en la de las armas, quiere decir simplemente
que la dictadura de hecho, aunque no de jure (la verdad, no
hay dictaduras de jure) ya está siendo instalada. En nombre de la
lucha en contra de la corrupción, ese gobierno intentará criminalizar a toda la
oposición.
Grosera ironía. Quien más ha
corrompido la política violando la constitución de su país, quien más ha
corrompido el lenguaje político, quien más corrompe la vida ciudadana
insultando y ofendiendo a todo quien se le oponga, quien más viola la vida
privada, quien se ha erigido en campeón de la homofobia, quien permite que
todas las instituciones de su nación hayan sido degradadas a oficinas
ejecutoras del gobierno, quien contempla impertérrito como el parlamento es
convertido en una guarida de matones cuya sola presencia infunde miedo, quien
ha corrompido a la política en todas sus formas y quien después de todo eso
quiera concentrar para sí todo el poder en nombre de una lucha en contra de una
corrupción de la cual él es su representante oficial, todo eso -y más- es algo
que no tiene parangón en los anales de la historia latinoamericana. Y vaya, eso
es más que demasiado.
No es que en América Latina los
políticos sean más corruptos que en otras regiones. El rol de las mafias en la
política italiana -no hablemos del caso Berlusconi- es más que conocido. Los
pantanos de corrupción en que han caído el PSOE y el PP en España son
profundos. Los escándalos políticos alemanes, desde el caso Barschel, pasando
por el de las "donaciones" durante el gobierno de Kohl, hasta llegar
a la caída del presidente Wulf, han dado la vuelta al mundo. Pero en ninguno de
esos tres países, ni desde el gobierno ni desde la oposición, se levantó jamás
una sola voz reclamando poderes excepcionales para combatir a la corrupción. La
Constitución basta y sobra.
Con toda seguridad a los políticos de
los tres países mencionados todavía no se les olvida que a Mussolini, Hitler y
Franco les fueron concedidos esos poderes y todos saben lo que después pasó. La
diferencia entonces no reside en que los europeos sean más o menos corruptos
que los latinoamericanos. La diferencia es que los primeros han aprendido de la
historia y algunos latinoamericanos todavía no.
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