Américo Martin 27 de junio de 2014
Me sirve la excelente obra de Inés
Quintero sobre el Precursor Miranda –“El hijo de la panadera”- para insistir en
el equívoco tema de la moral pura y la que reina en el ámbito de la política.
Pueden aprovecharse los duros retos que a través de los accidentes de su
historia de revolucionarios determinaron el pragmatismo de dos líderes
políticos instalados con justo título en el corazón de los latinoamericanos.
Las huellas del iluminado Miranda se
habrán borrado, quizá, en España, Francia, Rusia, Inglaterra y EEUU, lugares
donde su presencia fue intensa, pero entre nosotros, no. ¿Por qué no? Porque
fue parte decisiva de una historia determinante de nuestro modo de ser. Pero
adicionalmente porque los anacrónicos hábitos del fundamentalismo dogmático,
por causas difíciles de entender, lo han enaltecido hasta la cima de la leyenda
o el mito. El peor de los mitos es el concebido para el servicio de los poderes
dominantes.
Digamos con Klausewitz: “La guerra es
la continuación de las relaciones políticas, es una gestión de las mismas por
otros medios”.
Me permitiré repetirlo -con más
provecho- al revés: La política es lo que evita una guerra o permite superarla
después de iniciada, con menos costo.
Precisamente, porque quiere impedir un
conflicto bélico o ponerle fin a una carnicería ya en marcha, la política tiene
una marcada propensión realista. Debe tratar de lograr lo esencial de sus
objetivos, aceptando necesarias flexibilizaciones pragmáticas.
“Flexibilidades pragmáticas”. Esa
fórmula suena mal porque supone diálogos, negociaciones, transacciones. Pero
aunque suene mal, el pragmatismo puede ser vital para obtener sustanciales
logros democráticos. Y en cambio, el moralismo que lo rechaza podría acaso
terminar siendo una perniciosa violación de la Moral.
Nos recuerda la profesora Quintero que
Miranda se tragó toda la irritación que cargaba contra William Pitt, el frío
ministro inglés, para no estorbar su patriótico esfuerzo por poner la fuerza
británica del lado de la causa emancipadora de la América Hispana. A sabiendas
del interés o codicia que pudiera haber en las potencias inglesa y
estadounidense, no vaciló en ofrecerles Trinidad, Puerto Rico y Margarita a
cambio de su ayuda.
¿Se pasó de raya? ¿Era esa concesión
ciertamente necesaria? ¿Trataba –al incluirla casi como señuelo- de reducir al
mínimo la entrega de territorios más importantes? Tal vez sí, tal vez no. Pero
Miranda no dio ese paso por ser hombre de índole inmoral, entreguista o –como
dicen ahora- “apátrida”. Es lo contrario, lo hacía impulsado –con razón o sin
ella- al logro de la independencia del extenso territorio hispanoamericano. Una
una óptica pragmática, pero intencionadamente Moral. Así, con “M” mayúscula.
El realismo político puede prevalecer
sobre la Ética pura, cuando la suprema Moral está en juego o en peligro. Entendiendo
en este caso por “suprema moral” la independencia, la democracia, la libertad,
la seguridad y la paz. Ese inmenso destino puede perderse si quienes buscan
alcanzarlo reaccionan como duques ofendidos a la posibilidad de hacer la más
pequeña pero salvadora o inevitable concesión o se nieguen por mal entendido
moralismo a dialogar con quienes tengan las manos sucias.
Miranda se reunió a consciencia con
embajadores españoles que registraron sus movimientos para denunciarlos al
monarca que quería eliminarlo, por no mencionar a Catalina y sus validos, que
lo trataron muy bien y sin embargo no vacilarían en mancharse con la sangre de
quienes se enfrentaran al imperio ruso.
Miranda era un político, era un
patriota de elevados sentimientos, y como tal sabía que ese oficio, cual hacer
humano, no es contrario a la moral. Pero entendía que nada más erróneo,
disparatado incluso, que olvidar la particular forma como se combinaron Moral y
Política en la Historia. Una sin la otra podía triunfar pero en forma muy
perversa e inhumana. La victoria de una gran causa debía emanar de un alto
pragmatismo, eso sí: “gobernado” por reglas éticas sabiamente combinadas. El
principismo puro en el área mencionada podría quedar reducido a un desahogo
impotente y vanidoso. Una falsa moral sin resultado, como no fuera cultivar el
autobombo.
Otra notable lección queda subrayada
en la obra de Inés Quintero. La de la fatuidad, falacia y papel de los mitos
personalizados, que estrangulan la libertad de pensar y de crear.
No creo que al destacar dos
cuestionables momentos en la conducta de Miranda y de Bolívar, la autora haya
tenido otra intención que la de establecer la verdad. Una forma de humanizarlos
o más bien de no endiosarlos. La capitulación de Miranda frente a Monteverde había
merecido comentarios contradictorios de autores impecables. Augusto Mijares la
adorna un poco para defender al gran hombre.
Quintero examina las realidades con
mucho rigor. No emite juicios de valor. Los hechos hablan por sí mismos.
Miranda dejó a sus compañeros en las fauces de un tirano mientras intentaba
escapar. Llevaba una elevada suma de dinero de las exhaustas finanzas de la
República. O peor -según sus acusadores- como salario de traición que le habría
pagado Monteverde.
Bolívar, de las Casas y Miguel Peña
fueron los principales involucrados en la detención del trágico Precursor. Lo
llamaron traidor, lo infamaron. A tenor de carta del tirano Monteverde y
declaración de un amigo realista de Bolívar, el futuro Libertador fue premiado
con el perdón y un pasaporte que le permitió salir de Venezuela. El cruel jefe
canario agradeció su oportuna intervención contra Miranda
Miranda y Bolívar fueron grandes
americanos, pero no deidades impolutas. Esas mencionadas bajezas morales sirven
para demostrarlo. Al evocarlas de nuevo por amor a la verdad, la historiadora
Inés Quintero merece nuestra gratitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico