Fernando Mires 31 de diciembre de 2014
Futbolistas y políticos tienen la mala
costumbre de involucrar el nombre de Dios en sus éxitos o fracasos lo que no
debe extrañar pues tanto la política y el fútbol están sometidos a las
incertidumbres, a las contingencias, a las imprevisiones. Y donde la certeza no
reina deseamos en nuestra impotencia una mano divina que nos guíe. Ahí, y solo
ahí, es cuando tantos se acuerdan de Dios y le piden su gracia, compensación de
humanas debilidades. Pero Dios no interviene fuera de nosotros y al parecer
tiene buenas razones para que así sea. Una de ellas es que si hay Dios, Él nos
regaló la libertad de decidir, libertad imposible sin el uso de su otro gran
obsequio: el pensamiento. Porque si no nos hubieran regalado el pensamiento, no
podríamos decidir nada, como nada deciden otras existencias del universo. O en
términos más rigurosos: no sólo existimos, además somos. Y el ser sólo puede
ser siendo en el tiempo. (Heidegger)
Para decirlo de modo casi agustino, en
el tiempo hay múltiples dimensiones entre las cuales vislumbramos solo a dos.
La del tiempo eterno que no nos pertenece, y la del tiempo finito de la lógica
que sigue a Cronos y por eso es crono-lógica, y por lo mismo, un tiempo que
sólo puede ser medido en modesta escala humana. Por lo tanto, es un tiempo
circunstancial, impreciso, indefinido, en fin, imperfecto. Es también el tiempo
del reino de este mundo: un mundo entre infinitos que lo circundan. A ese mundo
y no a otro pertenece la vida política.
Desde la perspectiva puramente
religiosa, en cambio, muchos han sido asaltados por la misma pregunta: ¿Cómo
Dios si es misericordioso pudo haber permitido tantas maldades, entre ellas el
Holocausto y el Gulag? La respuesta es: No: No fue Dios quien permitió esas
maldades. Esas maldades fueron permitidas y realizadas por los humanos, no por
Dios. Pero ¿no fuimos hechos a imagen y semejanza de Dios? -preguntarán los
dogmáticos-. La respuesta teo-lógica dice lo siguiente: la imagen y semejanza
se expresan a través de la presencia de Dios, no de su ausencia. Luego, el ser
humano es libre de decidir vivir con la presencia o con la ausencia de Dios.
Libre de elegir entre el mal y el bien. O entre la vida y la muerte. En
consecuencias, no lo que sucede sino lo que decidimos es el atributo del ser.
Nuestra libertad de elegir, ya lo sabían los griegos, es también la libertad de
ser. Esa libertad nos la dio la Creación.
Gracias a esa libertad podemos asumir en
toda su radicalidad el dilema hamletiano: Ser o no ser. Ser en la vida o ser en
la muerte. Ser en Dios o ser en contra de Dios.
De ahí que cuando Jesús dijo, “mi reino
no es de este mundo”, no dijo que este mundo no debía ser vivido. Dijo
simplemente que este mundo debe orientarse por y hacia el mundo de Dios.
Imperativo que a su vez podemos entender de dos modos diferentes.
Uno, en sentido literal -como hicieron
los esenios judíos y después las ordenes mendicantes y penitentes del
cristianismo- abandonando la vida en la propia vida. La otra posibilidad, la
dinámica, la viviente, es luchar en este mundo en contra de todo lo que se
opone al de Dios (que es el del pensamiento que lleva al espíritu). Esto es,
luchar por la verdad en contra de la mentira, por lo naciente en contra de lo
muriente, por el amor en contra del odio. Así lo entendió San Pablo cuando
afirmó que El Katechon (el enemigo absoluto, el anti-Dios) es la fuerza que nos
sostiene (detiene) y permite luchar en contra de la muerte (el Mal, el demonio)
Por lo demás eso es lo que hacemos todos
los días. En cada minuto que pasa luchamos en contra del mal y de su madre, la
muerte. Si corto la rama de ese árbol, lucho por la luz en contra de la
oscuridad. Si limpio el suelo, lucho en contra de la suciedad (impureza). Si
como ese pan, opto por la subsistencia. Más aún: en cada partícula elemental
tiene lugar una lucha sin cuartel entre la vida y la muerte. O lo que es casi
igual: entre el bien y el mal. Lo mismo ocurre en la escena política. Allí
también, como en toda actividad humana, se encuentran presentes las fuerzas de
la vida y las de la muerte. Y a veces vence la muerte, de eso no me cabe ya ninguna
duda.
El cumplimiento de la Ley religiosa
–como entendieron algunas corrientes del fariseísmo- no es un fin en sí sino un
medio para facilitar el encuentro del ser con el Ser. Max Weber lo entendió muy
bien cuando afirmó en su “Política como Profesión” que con el Sermón de la
Montaña no podemos hacer política. Pero tampoco, agrego yo, podemos hacer
política olvidando los mandatos legados por las religiones. Esos no son, por
cierto, políticos; y menos que religiosos, son morales. Pues, para decirlo de nuevo
con Weber: la política no es la moral, pero sin moral no hay política. Los
fundamentos de la política –es lo que quiso decir Weber- no son políticos.
Hay por lo tanto que tener en cuenta que
si la política no es religión, nació en un universo religioso. De ahí resultó
inevitable que hacia el espacio de la política fueran transferidas nociones
religiosas, o lo que es igual, que la vida política fuera vivida en algunas
naciones como una “verdadera religión”. No, no estoy hablando del Islam. Me
refiero a naciones occidentales en las cuales pueblos en condición pre-política
(bárbaros, según los griegos) han creído encontrar en políticos alucinados por
misiones ultraterrestres, la imagen de profetas redentores quienes invocando el
nombre de Dios ofrecen el cielo sobre la tierra.
Derribar (derrocar, derrotar) los falsos
ídolos, bajo esas circunstancias, más que una tarea religiosa, es una
obligación política.
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