ÓSCAR ARIAS SÁNCHEZ 16 ABR 2015
Hay países latinoamericanos donde los
ricos casi nunca pagan impuestos
América Latina es un conglomerado, cada
vez menos armónico, de realidades distintas. Es claro que la región participa
de una herencia común. Es cierto que casi todos los países de la región
comparten el mismo idioma, una arquitectura política similar, ordenamientos
jurídicos análogos y algunos valores fundamentales que han alentado, entre
otras cosas, un sentido particular de la justicia social. Debemos admitir,
además, que la región exhibe también patologías similares: una nefasta
propensión al populismo y a la demagogia, un compromiso vacilante con la
democracia liberal y el Estado de derecho, un récord de violencia bárbaro y
difícil de extinguir, un escandaloso expediente de corrupción, y una dificultad
proverbial para traducir las promesas políticas en realidades concretas.
No pretendo afirmar que estas virtudes y
flaquezas son del dominio exclusivo de América Latina. Varían enormemente a lo
interno de la región. Cuando se habla de la situación de la democracia en
América Latina se debe tener cuidado de no asemejar la democracia de Chile a la
de Venezuela; o la de Uruguay a la de Nicaragua. Asimismo, cuando se habla de
inseguridad se debe distinguir entre el caso de Honduras y el de Costa Rica, o
entre el caso de México y el de Panamá.
Hay en la región un grupo de países que
han alcanzado grandes avances en la consolidación de la democracia y el
fortalecimiento del Estado de derecho. En el otro extremo, sólo un país –Cuba-
carece actualmente de las condiciones mínimas para ser considerada una
democracia electoral. En el centro, han surgido nuevas categorías que merecen
estudio y abordaje. Hay países en donde los gobiernos son electos, pero las
libertades individuales son irrespetadas. Hay países donde las libertades
individuales son reconocidas pero no exigibles, por la ausencia de órganos
judiciales fuertes y transparentes. Hay países en donde el gobierno promueve
proyectos maravillosos, pero carece de solvencia fiscal para financiarlos y de
burocracias eficientes para implementarlos. Hay países donde los ricos casi
nunca pagan impuestos, donde los programas sociales casi siempre se distribuyen
entre los partidarios, y los contratos públicos a menudo los ganan los amigos.
La democracia en la región no puede
considerarse plena en el tanto sobrevivan estas deficiencias, aún en presencia
de elecciones libres y justas. Es necesario que desarrollemos mecanismos para
lidiar no sólo con la dicotomía democracia-autocracia, sino con fenómenos más
sutiles, como las democracias iliberales y las democracias con Estados de
derecho endebles.
A la preocupación por la situación de la
democracia se suma ahora la preocupación por el desempeño económico de varios
países que, durante la última década, experimentaron tasas de crecimiento
acelerado, motivadas por el auge de los productos primarios, en particular los
productos de industrias extractivas. Algunos países de la región que se
acostumbraron a crecer a tasas del 7% y 8%, crecerán apenas un 3% o 4% este
año, como Perú. Habrá países que aspirarán a tasas de crecimiento del 2% o 3%,
como México o Costa Rica. Y habrá países que enfrentarán tasas de crecimiento
nulas o negativas, como Venezuela o Brasil. Esto acrecienta las posibilidades
de conflicto social y pone presión sobre gobiernos que tendrán dificultades
para satisfacer las demandas de la población, en particular de la clase media
joven.
De nuevo, algunos se encuentran mejor
preparados que otros. Existen países que han venido diversificando sus
economías, incentivando la productividad, invirtiendo en investigación y
desarrollo, y alcanzando mejoras en el clima de negocios. Es indispensable que
los gobiernos de la región se concentren en atender estos factores de
producción, en lugar de cruzar los dedos esperando otra primavera en el sector
primario.
Nada es más importante para las
expectativas futuras de la economía, la política y la cultura latinoamericana
que la calidad de su sistema educativo. No obstante, sólo uno de cada dos
jóvenes latinoamericanos concluye la secundaria – uno de cada tres en el
quintil más pobre, según cifras de CEPAL. Nuestros países se ubican en los
últimos lugares de los resultados de la prueba PISA, a pesar de dedicar un
gasto en educación equivalente o superior al de países que obtienen notas
mejores. Estamos enseñando poco y estamos enseñando mal y, sin embargo, las
reformas educativas son anatema en la mayoría de nuestros países, en parte por
la presencia de sindicatos educativos fuertes y reaccionarios, pero en parte
también porque nuestras sociedades exhiben una profunda aversión al cambio
cuando se trata de alterar la forma y el contenido de lo que aprenden los
menores. Por sorprendente que parezca, la región del realismo mágico es muy
poco creativa cuando se trata de enseñar.
Mientras Alemania declara la educación
terciaria gratuita y Finlandia anuncia el abandono del sistema educativo basado
en “materias”, en América Latina seguimos enfrascados en una discusión
sempiterna sobre los derechos laborales de los maestros y profesores. Por
supuesto que las condiciones de trabajo de nuestros educadores son cruciales.
Por supuesto que debemos aspirar a pagarles salarios competitivos, ofrecerles
incentivos para la capacitación constante y asegurarnos de reclutar a los
mejores profesionales para dedicarse a la enseñanza. Pero no debemos cometer el
error de creer que las reivindicaciones magisteriales constituyen reformas
educativas.
Si queremos aspirar a un futuro
distinto, debemos mejorar los estándares por los que medimos tanto a nuestros
maestros como a nuestros estudiantes. Debemos actualizar el contenido
curricular para preparar a nuestros jóvenes para el mundo que los espera, y no
el de hace treinta años. Debemos alinear la oferta educativa con la demanda laboral.
Debemos enseñar destrezas y habilidades, en particular idiomas y el uso de
tecnologías, y no sólo la facultad de repetir de memoria lo que se lee en un
libro de texto. Debemos promover cambios que nos permitan crear ciudadanos
informados, comprometidos, habilitados para asumir la fundamental tarea de
vivir en sociedad. De esto depende nuestra capacidad de formar un electorado
blindado contra el mesianismo y las tendencias autoritarias.
De esto depende nuestra capacidad de
forjar economías productivas e innovadoras. De esto depende nuestra capacidad
de crear sociedades tolerantes e inclusivas, donde sea posible la realización
personal en libertad, donde cada quien pueda encontrar su llamado y perseguir
su estrella.
No sé qué le espera a Latinoamérica. La
política es maravillosa en su incerteza. El destino pertenece al ámbito de la
religión, del misticismo o de la mitología. En la política, en cambio, no hay
más que preguntas insaciables y respuestas tentativas. Por eso quizás nos atrae
tanto la noción del pueblo en el desierto, porque ignoramos detrás de cuál
montaña se esconde la tierra prometida y de cuál gota de rocío habrá de brotar
el maná del cielo. El liderazgo político es una forma, siempre imperfecta, de
superar esa ignorancia; de encontrar la senda en medio de la arena. Me honro de
haber dejado mis huellas al lado de grandes amigos y les corresponde ahora, a
los jóvenes de Latinoamérica, emprender su propio éxodo hacia un mañana de
mayor justicia y esperanza.
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