Por Héctor Silva Michelena
Escribe Harold Bloom en
capítulo I de su libro¿Dónde se encuentra la sabiduría?:
“Todas las culturas del
mundo –la asiática, la africana, la de Oriente Próximo, la Del hemisferio
europeo-occidental– han fomentado la escritura sapiencial. Durante más de medio
siglo he estudiado y enseñado la literatura que emergió del monoteísmo y sus
secularizaciones posteriores. ¿Dónde se encuentra la sabiduría? Surge de una
necesidad personal, que refleja la búsqueda de una sagacidad que pudiera
consolarme y mitigar los traumas causados por el envejecimiento, por el hecho
de recuperarme de una grave enfermedad y por el dolor de la pérdida de amigos
queridos”.
Acabo de leer el dolido y
sabio libro de Harold Bloom y, mutatis mutandis, vi mi retrato de
hoy, solo que mi curación requiere de vacunas (no las hay aquí y ahora) que
activen mi ofensiva contra células malignas. Además, termino la vida algo más
arriba de donde la comencé: una mínima sapiencia, una magna moralia.
Empero, sé que si sigo el hilo de Ariadna llegaré al árbol de oro de la vida.
Desde que terminé mi
bachillerato con los jesuitas, en el Colegio San Ignacio, he llevado la marca
de la literatura sapiencial. Todo comenzó con el estudio de la gramática
castellana y los dictados que nos hacía el inolvidable hermano Bonet:
eran párrafos del El Quijote. Cervantes y Shakespeare, nos decía,
comparten la supremacía entre todos los escritores occidentales desde el
Renacimiento hasta hoy; los considero, decía, como los maestros de la sabiduría
en la literatura moderna, al mismo nivel que el Eclesiastés (“¿Quién puede, en
efecto, indicar al hombre lo que habrá después de él bajo el sol?”) y el libro
de Job (“Si el Demonio no existiese, el Hombre no podría elegir entre el Bien y
el Mal”, Homero y Platón. Leed la Santa Biblia y la Biblia de Jerusalén,
también el Corán. La verdad no puede conocerse pero puede encarnarse).
Como buen católico, el
hermano Bonet me dio a leer a San Agustín, nacido el 13 de noviembre del año
354 en Tagaste, Numidia (actual, Argelia). Uno, Confesiones: la obra
capital de Agustín de Hipona, constituida por trece libros en los que nos narra
su vida, formación y su evolución interior, y dos, La ciudad de Dios: en
esta obra que consta de 22 libros, formuló una filosofía teológica de la
historia. 10 están dedicados a polemizar sobre el panteísmo.
Los otros 12 se ocupan del origen, destino y progreso de la Iglesia, a la que
considera como oportuna sucesora del paganismo.
Agustín fue maniqueo y
orador imperial en Milán. Era el rival en oratoria del obispo Ambrosio de
Milán, figura que después hizo a Agustín conocer los escritos de Plotino y las
epístolas de Pablo de Tarso. Por medio de estos escritos se convirtió al
cristianismo. Ya como obispo, escribió libros que lo posicionan como uno de los
cuatro primeros padres de la Iglesia. La vida de Agustín fue un claro ejemplo
del cambio que logró con la adopción de un conjunto de creencias y valores.
Agustín me dejó su huella imborrable, que me acompañó en cada uno de los
recovecos de mi vida: creyente, estoico, agnóstico, comunista, gulags y comunas
maoístas, decepción, reconstrucción, denuncia y, al fin, sapiencia y
tolerancia. Al “pienso, luego existo” de Descartes lo reemplazó el “Yo soy
otro” de Rimbaud. Sueño con hallar a ese “otro” en la retina de mi alma.
Bajo mis lunas pasaron
muchas obras de escritura sapiencial. A lo que leo y enseño, o enseñé, aplico
tres criterios: esplendor estético, fuerza intelectual y sabiduría. La
mortalidad y la muerte siempre acechan, y debemos aprender que el tiempo
siempre triunfa, y que la belleza y la verdad son una necesidad, de ojos bien
abiertos.
Némesis, hija de la noche
era una diosa griega, venerable. Es nuestra mortalidad, nuestra mala suerte,
nuestro autoflagelo. Nuestra incapacidad para perdonárnoslo todo. No hay
amnistía, no hay gracia. Nuestra ausencia de sabiduría se centra en esa
incapacidad, en el mal que no es banal. Goethe y Emerson, que no eran
cristianos, nos enseñan que dentro de nosotros hay un dios que es capaz de
resistir a Némesis. Esto, bajo cualquier creencia, nos ayuda, al menos, a pasar
los días duros y aciagos. Nos ayuda a creer que Heracles matará de nuevo a la
hidra de Lerrna, aquel despiadado monstruo acuático policéfalo, que poseía la
virtud de regenerar dos cabezas por una que perdía o le era amputada.
El monoteísmo occidental
–judío, cristiano, islámico– quizá no es tan opuesto sino complementario de la
confianza en el genio individual. La tradición de la sabiduría laica y la
esperanza monoteísta quizá, al final, nunca puedan conciliarse, al menos no del
todo. Pero los más grandes escritores antiguos y modernos –Homero, Dante,
Cervantes, Shakespeare– idean equilibrios que permiten que coexistan la
sabiduría sapiencial y algunas lumbres de esperanza. Es la vida, la esperanza.
13-05-16
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