Por Fernando Niño
Un indigente llegó a mi
barrio un día. La Casalta de los primeros años 70`s. Tenía el rostro curtido de
grietas y esa textura de piel que sólo se logra con una buena temporada en las
gasolineras y talleres mecánicos grasientos. Su aliento era demasiado caro para
el médico asesino, un bar famoso de La Silsa, donde acudían las patotas de El
Paraíso, así que olía a las carteritas de caña clara. Llegó como llegaban
muchos transeúntes, perseguidos o descarriados, dormían en las escaleras y
seguían su rumbo, entre la esquizofrenia y los cerebros refritos por la
droga. Algunos cantaban, otros dibujaban en las paredes pero seguían su
destino de desesperanza.
Pero Carepiedra, como le
llamamos a este indigente, fue diferente, hablaba como un cuenta cuentos que
nos atrapaba y hacía reír a todos. Nos gustaba porque transmitía ese sentido,
de que la vida siempre puede ser peor, véanme a mi, decía, “hay que echarle
pichón” y siempre comenzaba su discurso, a cualquiera de nuestras preguntas con
“puede que sea, puede que no sea, puede que haiga, puede que no haiga”. Nos reíamos
pero nos hacía pensar.
Se metió a todo la comunidad en el bolsillo,
barría la calle, cortaba el monte, ayudaba a las señoras a llevar el mercado
que hacían en la bodega de Manuel, el inmigrante portugués mas noble que haya
conocido. El portu le regalaba un pan con mortadela, porque la plata se la
gastaba en la licorería. En la noche, cuando nos llamaban nuestras mamás
asomadas, él les hacía señas como que nos cuidaba, y se iba luego a dormir a
una caja metálica de basura, donde se dejaba caer lentamente hasta el día
siguiente.
Una tarde de un viernes
gris, se lo llevaron en una ambulancia, marca Ford color blanco sucio. Le
pusieron una chaqueta dócilmente del mismo color sucio de la ambulancia, que le
cruzaban los brazos por el pecho, mientras lloraba mirándonos, ahora sé que
muerto de la pena. Le tiramos inútiles piedras a la ambulancia. Pero la sanidad
se llevó a Carepiedra, nuestro indigente. Más de una década después, en 1990,
veía en una televisión pública de Boston, en pleno imperio, un programa de
periodismo de investigación mostraban lo extraño de una protesta exótica de
unos pacientes de un manicomio en el pueblo de Unare, en el estado Vargas,
donde entrevistaban al líder de la protesta, y de pronto el tipo dijo, “puede
que sea, puede que no sea, puede que haiga, puede que no haiga”.
Esa sensación de que somos
hijos del destino, como decía Carepiedra, pero hay que luchar por él, aún en
las peores condiciones, la viví en el año 1999, después del deslave de Vargas.
Visité Unare, y allí no quedaba ya nada, ni pueblo ni manicomio, solo una reja
Alfajol se veía entre el barro. Me gusta pensar que Carepiedra logró salir de
allí, antes del deslave y ahora es un hombre de bien, que me lo voy a conseguir
un día de estos en los Palos Grandes, comiéndose una pasta en Come a casa.
¿Cuando me preguntan habrá revocatorio?, pienso en Carepiedra: puede que sea,
puede que no sea, puede que haiga, puede que no haiga… pero hay que echarle
pichón.
08-06-16
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