Por Simón García
Cuando un intento de
revolución fracasa, como este llamado socialismo del siglo XXI, sus dirigentes
tienden a reproducir los peores vicios del sistema y las élites gobernantes que
se proponían desplazar.
El impulso revolucionario original, agotado y pervertido, sólo alcanza su fase destructiva de la economía, la democracia y la calidad de vida de la gente; pero no llega a su momento constructivo. Es nuestro drama en vías de convertirse en tragedia.
Los fracasos de este Gobierno no son pasajeros. Su recetario, cuyos escalones al infierno social copiaron de los Castro, condujo a lo imposible: volver añicos a un país a pesar de una enorme bonanza petrolera que se inutilizó. Las crisis que se acumularon en diez años generan un cuadro de calamidades probablemente inédito en el mundo actual, como lo indican los homicidios, la inflación, la corrupción y la aparición del hambre.
El impulso revolucionario original, agotado y pervertido, sólo alcanza su fase destructiva de la economía, la democracia y la calidad de vida de la gente; pero no llega a su momento constructivo. Es nuestro drama en vías de convertirse en tragedia.
Los fracasos de este Gobierno no son pasajeros. Su recetario, cuyos escalones al infierno social copiaron de los Castro, condujo a lo imposible: volver añicos a un país a pesar de una enorme bonanza petrolera que se inutilizó. Las crisis que se acumularon en diez años generan un cuadro de calamidades probablemente inédito en el mundo actual, como lo indican los homicidios, la inflación, la corrupción y la aparición del hambre.
La implosión de este modelo comenzó con Maduro, cuya ausencia de carisma y de entendimiento está liquidando el derecho a la vida y volviendo un caos la vida del Estado de Derecho. Ya no podrá revertir sus fracasos, por lo que hay que evitar que el peor comunismo del siglo XX nos convierta en la sociedad inviable del siglo XXI.
Ese es el desafío para Venezuela, incluso para el 20% de la población que aún apoya al Gobierno, sectores que son necesarios y pueden desempeñar un papel, desde sus ideas de justicia social, en la reconstrucción de Venezuela. Ese es el espacio donde debemos situar el diálogo. Pero la polarización emocional ha creado dos polos, en cada lado del conflicto, que se espantan ante el diálogo como diablo ante agua bendita. En el lado del Gobierno son una mayoría activada por los enchufados y por quienes tienen que dar cuenta de sus responsabilidades a la hora de un cambio. En el de la oposición constituyen una minoría que invoca motivos morales, que el Gobierno no quiere negociar o la desconfianza hacia los mediadores.
La misma radical negativa justifica la necesidad de buscar acuerdos, aunque se trate de desarmar a quien nos está apuntando. No intentar disuadirlo, por todos los medios a nuestro alcance, es dejar que el agresor maneje la situación sin preguntarnos que podemos hacer para salir pacíficamente de la amenaza.
Son posiciones que eluden el enfrentamiento al Gobierno en un espacio, como el internacional, donde avanza el aislamiento de Maduro, que ignoran que en los acuerdos hay dos actores principales.
¿Por qué, entonces, renunciar a esta forma de lucha si ella puede añadir más viabilidad al revocatorio y ganar más aliados para el cambio? Son diferencias, no han llegado aún a divergencias aunque pueden terminar por serlo. Deben manejarse para fortalecer la unidad, no para debilitarla. Resueltas sin imposiciones, sobre todo cuando las iniciativas individuales pueden ser acompañadas por un trabajo plural. No hay que olvidarlo, la unidad es la clave del éxito.
19-06-16
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