Por Fernando Mires
Si hay una palabra que sirve
tanto para un barrido como para un fregado, es la palabra populismo. En la
jerga política periodística populismo ha devenido en sinónimo de demagogia.
Pocos han reparado —y ese mérito seguiré concediéndoselo al fallecido teórico
del populismo, Ernesto Laclau— en que populismo es un concepto
indisolublemente unido a la apelación política al pueblo.
Laclau, cuando comenzó a
pensar sobre populismo —particularmente en su libro Hegemonía y
Estrategia Socialista escrito en conjunto con Chantal Mouffe (México
2000)— no lo hizo para reivindicar el peronismo —como han afirmado algunos de
sus adversarios— sino para demostrar las razones por las cuales el populismo
había atraído más pueblo que aquellas corrientes —sobre todo marxistas— que
oponían al concepto de pueblo el concepto de “clase”.
Para Laclau, renunciar a la
práctica populista era lo mismo que renunciar al ejercicio de la política.
Incluso, y llevado por su énfasis, afirmó en su libro, La Razón
Populista (Buenos Aires 2005), que la política ha de ser populista o no
ser. Disminuyendo un tanto el énfasis, podríamos afirmar que si bien una
política sin momentos populistas es una imposibilidad, no todos los momentos de
la política son o deben ser populistas. La gobernabilidad también pertenece a
“lo político”.
Durante los periodos
electorales la mayoría de los candidatos recurren a prácticas populistas. Y es
lógico que así sea: cada elección supone trazar una línea destinada a alcanzar
o conservar una mayoría (mayoría, concepto que descuidó Laclau). Esa línea,
dada la multiplicidad de demandas a veces contradictorias entre sí, no puede
ser recta. Nunca ha existido una mayoría socialmente homogénea. Pero pasadas
las elecciones llegará el momento de la gobernabilidad. Ese momento no puede
ser siempre populista pues no pocas veces los gobernantes deben optar por
alternativas no populares e, incluso, antipopulares.
De acuerdo a todos los
filósofos contractualistas el pueblo delega pero no gobierna directamente. La
democracia directa es de por sí un absurdo. Toda democracia es delegativa y la
delegación implica un márgen de autonomía de los delegados.
Si bien populismo supone
apelar al pueblo, el pueblo es a su vez construido por su apelación, premisa de
Carl Schmitt que Laclau llevo a la deriva de las llamadas “luchas
democráticas”. Por lo mismo el pueblo político de Laclau no es ni puede ser un
pueblo religioso o étnico aunque su apelación sea religiosa o étnica. De
acuerdo a esa razón —a ese punto llegó Laclau en sus últimos artículos— no
existe un populismo en sí, sino uno que “se va haciendo” en el marco de una
lucha por la hegemonía (Ver por ejemplo, Debates y Combates, Buenos Aires
2008).
Es por eso que tampoco hay
populismo sin atributo. Más todavía —es mi afirmación— el atributo determina
el tipo de populismo.
Hay populismos xenófobos,
hay populismos militaristas, anti-democráticos, nacionalistas, etc. Pero
también hay populismos democráticos. Solidarnosc, por ejemplo, durante la época
de Lev Walesa, fue un clásico ejemplo de populismo democrático. Walesa fue
líder simbólico de múltiples demandas (obreras, ciudadanas, religiosas). Todas
ellas confluyeron como afluentes a ese océano político llamado Solidarnosc.
En el espacio
latinoamericano, el populismo peronista logró vincular las demandas de los
sindicatos obreros con las de otros sectores populares en torno a los nombres
de Eva y Perón. En la Venezuela de Chávez, a su vez, el pueblo, en sus formas
más heterogéneas, fue convocado alrededor de las fantasías de un autócrata
militar devenido en mesías redentor.
La tragedia del sucesor,
Maduro, reside en que, habiendo perdido la base popular del chavismo originario
ya no puede ser más un gobernante populista. El de Maduro es un simple gobierno
autocrático y militar. El pueblo, en cambio, comienza a articularse en torno a
otros símbolos. Uno de esos símbolos puede ser también una sola palabra. En
Polonia esa palabra fue Solidarnosc. En Venezuela esa palabra es hoy,
Revocatorio.
Interesante es constatar que
tanto en Polonia como en Venezuela observamos una lucha por la re-apropiación
de el nombre del pueblo. Mientras en Polonia la Nomenklatura se erigía como
representante de un pueblo que la rechazaba, la pandilla de Maduro se refiere a
un pueblo “chavista” que en la práctica ya ha dejado de existir.
En gran medida la lucha
entre madurismo y anti-madurismo tiene lugar en los espacios de lo simbólico y
de lo imaginario. O el pueblo militarista y mitológico de Chávez/ Maduro o el
pueblo democrático y político de la oposición. Así se explica por qué líderes
de la oposición como Capriles y López hacen un uso cada vez más frecuente de la
palabra pueblo. Capriles va incluso más allá. Cuando se refiere reiteradamente
a “nuestra Venezuela” al decir “nuestra” dice, “y no sólo la de
ustedes”, del mismo modo como cuando la gente en las calles de Dresden y
Leipzig coreaba “nosotros somos el pueblo” querían decir, “nosotros” y no
la casta comunista en el poder. Ese “nosotros” era la palabra que simbolizaba
la ruptura de un contrato que nunca había sido firmado (elegido) por el pueblo.
¿Estará emergiendo en
algunos países de América Latina un populismo democrático como fue el de Walesa
(o Mandela) muy diferente al de los populismos antidemocráticos de nuestro
tiempo representados por gente como Donald Trump, Marine Le Pen o Vladimir
Putin? Sobre ese tema hay que seguir indagando. Lo evidente, por ahora, es que
si bien no toda política es populista —como llegó a imaginar Laclau— la
idea de “el pueblo”, desde que hay política, ha estado siempre en disputa.
También podemos aceptar la
tesis de que, cuando la apelación al pueblo se convierte en antagonismo a una
dictadura, esa palabra, pueblo, se llena de contenidos y símbolos democráticos.
Todo depende entonces de lo que imaginamos cuando hablamos en nombre del
pueblo. O mejor dicho: en contra de quien hablamos cuando nombramos al pueblo.
08-07-16
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