Por Miguel Ángel Latouche
Patroclo cae sobre en el duro
suelo de Troya. Se escucha el rumor de los ejércitos sobre la extensa
llanura cubierta de cadáveres. Héctor se apresura a darle muerte
pensando que se trataba del líder de los Mirmidones. Saca el casco lentamente
sólo para darse cuenta de que ha vencido a un joven, casi un niño. Taja con la
espada el cuerpo inerme de su enemigo, no tiene otro remedio que complacer la
sed de Ares. ¡La guerra y sus paradojas!: El heredero de Príamo ha sellado el
destino de la ciudad que tanto luchó por defender. La historia es bien
conocida: el Aquiles fiero, el Aquiles furioso, el Aquiles que había
abandonado el campo de batalla en pugna por el botín arrebatado, decide, en
medio del dolor, y luego de realizar los sacrificios fúnebres correspondientes,
regresar a la lucha y acabar con los cimientos de Ilión.
Sin duda se trata de una
escena hermosa: Aquiles se dirige a Troya y lanza un desafío que Héctor no
puede rechazar sin afectar su honor. Debe luchar su último combate. Debe
enfrentar al héroe griego, tal y como lo han dispuesto los oráculos. Los Dioses
se apuestan sobre el Olimpo para observar la lucha. Zeus pesa a los hombres. El
destino favorece a Aquiles. La suerte de Troya está echada. Agamenón sonríe
perversamente: La muerte de Patroclo salvó al ejército griego de la
destrucción. Aquiles pelea en homenaje a la muerte de su amigo. El Átrida, por
su parte, sabía muy bien que estos hechos cambiarían el curso de la guerra.
Homero nos muestra, de manera
magistral, uno de esos casos literarios en los cuales una muerte genera un
beneficio colectivo. La muerte de Patroclo era necesaria para lograr la
victoria. Un hombre es sacrificado por un bien mayor. Aquiles desata su furia
en contra del enemigo en un ejercicio épico imprescindible, debía vengarse y
prevalecer. La realidad, por otra parte, suele ser cruda y atroz. Difícilmente
la muerte puede ser arropada con ese halo de epopeya que nos relata el Bardo
Ciego. La muerte es inevitable y muchas veces cruel. No hay
una épica que justifique las muertes inútiles por más que las
intentemos adornar con los vestidos más finos.
La muerte
de Neomar dista mucho de la de Patroclo, es una representación del
absurdo en el cual vivimos. Una muerte que causa dolor y que no nos beneficia
como sociedad, un pretexto para la confrontación, una bandera que todos
quieren enarbolar, una muestra de la mierda que somos. Uno ve la foto del joven
caído y se pregunta cosas: ¿qué hace un niño flaco de 17 años enfrentado a la
fuerza aplastante y barbárica de un gobierno represor? ¿Sabía el muchacho
a lo que se enfrentaba? ¿Sabía que su vida podía correr peligro? ¿Basta con una
marcha-homenaje o con una declaración del Presidente para que su nombre sea
recibido en el Panteón de los héroes patrios? ¿Es justo que menores de edad
luchen en una batalla que, generacionalmente, no les corresponde?
El cadáver de Neomar es el
primero que se nos presenta con esa forma tétrica que tiene la muerte
violenta. Parece la víctima de una acción de guerra. Parece un soldado
caído con el pecho abierto y los sueños desparramados. Es una representación de
la estética de la guerra que ya habíamos visto en la infraestructura destruida,
en la basura quemada, en las barricadas y los parapetos, en los uniformados
prestos a usar la fuerza en contra de la ciudadanía, en los encapuchados que
queman y agreden, en el dolor y el miedo que nos acompañan. La diferencia es
que esta vez se trata de una persona cuyo cuerpo sin vida muestra claramente la
manera como fue violentado.
Alrededor del caso caben las
especulaciones. ¿Se aclarará con seriedad qué lo mató? Lo cierto es que un niño
de 17 años ha perdido la vida luchando en un conflicto para el cual no estaba
preparado, en una lucha demasiado desigual. Más allá de las culpas y las
justificaciones, de los retos que van y vienen, de las lágrimas de unos y las
acusaciones de otros; lo cierto es que se trata de una muerte vana, que ha sido
banalizada desde nuestras frivolidades. Olvidamos que la política no
se escribe encima de los cadáveres.
Se trata de una más de
nuestras muchas vergüenzas. Quizás nos merecemos esta situación horrible que
estamos viviendo, nos la merecemos por no darnos cuenta del lío en el cual
estamos, por creer que tenemos la razón, por no mirarnos a los ojos, por creer
que somos héroes imprescindibles, por sacar cuentas sobre nuestras
aspiraciones, por no darnos cuenta de la manera como nos destruimos, por
buscar culpas ajenas, allí donde hay culpas compartidas, por nuestras
actitudes adolescentes, por nuestros berrinches colectivos. ¡No somos serios!
¿Cuántos niños más habrán de caer para que empecemos a serlo?
10-06-17
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico